Ese hombre, al que ya no llama papá, murió condenado a prisión perpetua por un crimen de lesa humanidad. Fue uno de los más temibles criminales de la patota de la D2. Cuando era chica, Adriana Britos lo admiraba. Quería ser como él. A sus 53 años, después de décadas de silencio, tironeada entre su amor de hija y las atrocidades que, fue comprendiendo, perpetró su padre, por primera vez este 24 de marzo, junto a otras hijas de genocidas, caminó por las calles de Córdoba con una bandera que las identifica. Hijas desobedientes. Entremezcladas con las decenas de miles de personas que como cada 24, marchan en repudio a la dictadura del 76.

Mientras mis hermanas jugaban, a mí me gustaba estar metida entre ellos, escuchándolos. Tenía, seis, siete años.

Adriana Britos recuerda su casa de la infancia donde Hugo Cayetano Britos, todavía su padre, saboreando el mejor de los asados, entre vino y vino, exultante, sin tapujos, comentaba con los amigotes los pormenores del trabajo que realizaban antes de congregarse en torno a la parrilla: eran policías del Departamento de Informaciones de la Policía de Córdoba, la temible D2, que desde la guarida del Pasaje Santa Catalina (hoy, Archivo Provincial de la Memoria), exterminaban militantes opositores o sospechosos de serlo.

En el bar de la YPF de Rafael Núñez y Batlle Planas donde nos reunimos días después del 24 de marzo, Adriana Britos describe una de las barbaridades que, mientras haciéndose la distraída con sus muñecas, le escuchó contar a Hugo Britos: en una casa donde entraron a los tiros, el represor sintió un ruido, como de canilla abierta. Era la sangre de un subversivo (así llamaban a sus víctimas), brotándole de una herida. Lo remató de una cuchillada en la garganta. Para que no sufra más, relata Adriana Britos, que se ufanó Britos delante de sus compinches.

Desobediente: Adriana Britos, el 24 de marzo marchó contra su padre represor

Los hombres andaban en un Renault 12 anaranjado, patente Y027393. Y en un Peugeot blanco. En julio de 1976, llegaron con un chico metido en el baúl del Renault. Nos prohibió que saliéramos. Porque había un bulto afuera. Dice, y se estremece. Cierra los ojos y contrae los hombros. Se tapa la cara. El bulto, asegura ella que dijo Britos, era el menor de los Osatinsky, José, de 14 años, hijo del dirigente montonero Marcos Osatinsky. Aunque las fechas coincidirían, el recuerdo difiere con lo investigado por la Justicia: el muchacho fue asesinado por la espalda en una casa de barrio Güemes, cuando huía de una encerrona del Comando Radioeléctrico.   

Adriana Britos niña pensaba que estaba bien lo que hacían el padre y sus compañeros. Luchaban contra el delito, me dice. Entonces, para defender a la sociedad ella también quiso ser policía. Lo fue durante dos décadas.

Mucho antes, cuando en 1983 las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo comenzaron a sacudir la conciencia enceguecida de millones de compatriotas, Adriana Britos, ya una adolescente de 14 años, no podía dejar de mirar el televisor.

Mi padre se ponía furioso, y mi madre las defendía: Buscan a sus hijos, las justificaba.

Así, poco a poco, con miedo, estupor; con la visión cada vez más nítida de lo que hablaban en los asados el padre y sus amigos, Adriana Britos fue comprendiendo. El amor, mutando en espanto, y distancia.

Hasta que en 2009 la Justicia terminó de despejar todas sus dudas. Hugo Cayetano Britos y dos de sus cómplices de la D2 fueron condenados a prisión perpetua por el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de Ricardo Fermín Albareda, un subcomisario miembro del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) al que en septiembre de 1979 levantaron a la salida de su trabajo, en Casa de Gobierno. En el chalé de Hidráulica (centro de exterminio ubicado a metros del lago San Roque), le cortaron los testículos, se los pusieron en la boca, y mientras el hombre se desangraba, sus perpetradores comieron el asado de rigor.

Hugo Cayetano Britos fue condenado por primera vez en 2009, por el crimen del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.
Hugo Cayetano Britos fue condenado por primera vez en 2009, por el crimen del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.

En ese chalé de Hidráulica pasé las mejores vacaciones de mi vida, dice Adriana Britos.

Entre tanta dicha, durante una de sus incursiones por el chalé vio sangre sobre las paredes y dos grilletes en un sitio habitualmente cerrado con candado, abierto ese día.

Adriana Britos, ya oficial de la policía antinarcóticos, asistió a todas las audiencias de Tribunales Federales donde juzgaron a su padre por el crimen del chalé. Afuera, la gente con los rostros de las víctimas en sus pancartas le resultaba cada vez más creíble. Tienen razón, no él, dice que pensaba día a día con mayor claridad.

Visitó a Britos algunas veces en Bouwer, (donde también estaba Menéndez, condenado por el mismo homicidio a una de sus tantas perpetuas). Quería preguntarle, que le diera alguna explicación. Un cerrado mutismo fue la única respuesta del hombre. Volvió a verlo cuando le dieron la domiciliaria. El ex D2 murió en libertad, sin revelar dónde está el cuerpo de Albareda. Ni confesar ninguna de las atrocidades con que se ufanaba cerca de su pequeña hija.

Las andanzas de la patota de la D2 siguieron aun después de 1983, asegura Adriana Britos. En 1985 secuestraron a una chica de Guiñazú. Un secuestro extorsivo con el que mi papá pagó las fiestas del casamiento de mi hermana y mi cumpleaños de 15, cuenta.

Sentada frente a su taza de café como un junco. Su cuerpo de maratonista desde hace 40 años. Ropa deportiva. Cara lavada, de porcelana. El cabello recogido en cola de estudiante. Renegrido. Estaba por viajar a Utah, Estados Unidos, para correr cuando un tumor extrauterino la sacudió. Muchos años de silencio, dice que le dijo su psicóloga. En terapia fue poniendo palabras a esas imágenes de infancia que mantuvo abroquelados durante décadas. Terapia a la que llegó víctima de la violencia de un marido policía que le gatilló en la cabeza.  

Durante 2020, en plena pandemia, cuando se retiró de la Policía de la Provincia de Córdoba, lo primero que hizo fue declarar dos veces en Tribunales Federales. Le contó todo esto al fiscal Facundo Trotta. Y vía Abuelas, buscó en Buenos Aires al colectivo Historias Desobedientes donde hijas e hijos de genocidas militan contra los crímenes del terrorismo de Estado que sus progenitores perpetraron.

En Córdoba son tres. Ella. Mercedes Francés, que la acompaña en el bar de la YPF donde hacemos la entrevista, y Pilar Funes, de Villa María. Juntas se animaron, y este 24 fueron a la marcha con su cartel: Historias Desobedientes. Familiares de genocidas, por la Memoria, la Verdad y la Justicia. En la calle, el susto de la primera vez fue cediendo con las palabras de aliento que recibieron. Muy valientes, felicitaciones, les dijeron varias veces.

Mercedes Francés tiene 32 años. Es profesora de nivel inicial, militante feminista. Nació en democracia. A su padre, el militar Casimiro Francés, lo buscó la Justicia Federal cuando ya había muerto. Ella investiga desde entonces. Quiere saber qué delitos de lesa humanidad cometió. Es mentira que ahora reciben formación en derechos humanos, protesta, juvenil. El 24 de marzo la sacaron del uasap del barrio: −Feliz día, puso uno, debajo de un estiker con la cara de Videla. Me quejé, me eliminaron−, cuenta. El barrio, es el barrio militar donde vive su familia. A la hora de las fotos, Adriana Britos la abraza como a una hermana menor a la que hay que cuidar.

Desde Villa María, Pilar Funes dice que nadie de su entorno conoce su historia. Como Adriana Britos, como Mercedes, siente que le ha llegado el momento de hablar.

Mientras escribo estas líneas, suena el celular. Cada vez que hablo de esto, me sacudo. No duermo. Me dice Adriana Britos. Inquieta.