A veces nos cuesta hablar de estos momentos como momentos verdaderamente aciagos. Preferimos hablar del encierro, de la virtualidad, de las nuevas exigencias laborales, escolares, de las vacunas, de la economía, de los problemas psíquicos que generan los confinamientos, de la ansiedad, de los miedos al contagio. Pero no hablamos de eso que ocurre bajo el helado vaciamiento de los números: las muertes.

Los números nos alertan o nos tranquilizan, sirven para saber si van a abrir los bares, si podremos enviar a los niños al colegio, o si debemos “cuidarnos más”. La palabra cuidado se extiende higiénicamente, como un mandato: “cuídate”, “hay que cuidarse”, “cuidémonos”; pero lejos está de una disposición esencial del ser humano, en la que Heidegger, por ejemplo, veía uno de sus existenciarios. “Cuidate” (del virus), es muy distinto de disponerse al cuidado de esa complejidad que algunos filósofos llamaron mundo (íntimo, comunitario, político, social, natural, etc.).

Nos cuidamos de la muerte propia, de la propia enfermedad, y el resto de las muertes, excepto las que resuenan en los medios, o las que tristemente nos tocan de cerca, pasan como los cadáveres que completan ciertas escenas de películas de guerra. Los muertos decoran nuestro tiempo.

Sin embargo, más allá de las consabidas fórmulas filosóficas y existenciales de aprender a morir, “ser para la muerte”, etc., la verdad es que la muerte es la muerte del otro. De ese próximo, pero no próximo en su parecido a “mi mismo”, sino próximo en su lejanía, en algo que todos compartimos sin que sea algo compartible: nuestra soledad ante la muerte.

Parcelas para victimas de Covid en el cementerio San Vicente, Córdoba. 
Foto: Ezequiel Lique
Parcelas para victimas de Covid en el cementerio San Vicente, Córdoba. Foto: Ezequiel Lique

Jacques Derrida lleva esta cuestión un poco más lejos en el último curso que impartió en Francia: el prójimo es aquel que hará con mi cuerpo una vez que yo muera. El que tomará las decisiones que el muerto ya no puede tomar, o el que cumplirá (o no) con los designios que aquel que una vez vivió, dejó inscripto sino en el papel, en la memoria de aquellos que lo conocieron. Si el cuerpo será enterrado, si será cremado; esas son las dos decisiones principales. Y de allí en más toda una serie que lejos de pertenecer enteramente al terreno del polvo, pertenecen al terreno del duelo.

Conversando con un amigo que atraviesa un doloroso duelo, me hizo caer en la cuenta de un dato curioso. Cuando hablamos de duelo, nuestra sencilla-mente analítica vuela hacia uno de los textos canónicos de Freud sobre el tema: “Duelo y melancolía”. Sin embargo, aquel viejo texto de Freud no está, como suele decirse, bajo el halo de una experiencia personal o clínica sobre el duelo sino que se ocupa estrictamente sobre ciertos comportamientos de la “líbido”: en el duelo la libido que se volcaba sobre los objetos del mundo, pierde un objeto amado y vuelve hacia sí, para luego, paulatinamente, volver hacia el afuera; en la melancolía la libido se aferra al objeto perdido y cae irremediablemtne bajo “su sombra”.

El interés de Freud, en una explicación tan escueta, no es tanto dar cuenta de esos dos fenómenos sino de terminar de darle forma a su mentada “metapsicología”. Freud escribió el texto no bajo la influencia y la angustia de la guerra que, en 1915, año de escritura del texto, rodeaba su contexto, sino bajo un frenesí de síntesis de su propia obra, de su propia vida. “Freud, dice Ernst Jones, estaba a punto de cumplir 60 años y la proximidad de la vejez pesaba siempre sobre él. Creía, supersticiosamente, que solo le quedaban un par de años de vida”. En apenas seis semanas Freud escribe un núcleo de su obra, con una serie de 11 textos, de los cuales se publicaron 5 y el resto se perdieron para siempre.

Algo de aquel texto de Freud no ha cambiado del todo: la afirmación de que el duelo es un trabajo. No un trabajo consciente, un trabajo voluntarioso o dedicado para recomenzar desde cero hacia otros objetos del mundo; es un trabajo sobre todos los vínculos con eso que llamamos mundo, incluso el vínculo con nosotros mismos, una transformación de aquello que Jacques Alain Miller llamó, el lugar y el lazo. El duelo es con el otro, en su ausencia, es con otros, con los otros que también duelan, y es, al mismo tiempo en soledad, la soledad que nos enfrenta con nuestra propia lejanía, nuestros fantasmas, nuestras fantasías, etc. Una erótica, una política, y, tomando la referencia de Horacio González, una metamorfosis.

Foto: Ezequiel Luque
Foto: Ezequiel Luque

Es sabido que Freud atravesó un doloroso duelo por la muerte de su hija Sophie quien contrajo la llamada “gripe española” en 1920. Sophie murió lejos, solo en cinco días, sin que ni Freud ni su esposa pudieran asistir a su funeral. Cualquier símil con las muertes a las que nos toca duelar hoy, es mera coincidencia. En ese invierno Freud comienza la escritura de lo que será un giro crucial en su teoría, “Más allá del principio de placer”. Ese “Más allá…” obligará a Freud a revisar y a cambiar sus teorías sobre el duelo y la melancolía. El duelo no será una estación transitoria para continuar el viaje hacia otros objetos del mundo, sino que será la esencia misma de la pérdida y la repetición, en torno al cual gira el proceso de un análisis. Si el duelo suponía un acto logrado (lograr reenviar la libido hacia el exterior), el acto mismo se torna un imposible. Existirán arreglos, artificios, montajes, y la posibilidad de un hacer con el duelo, pero no su completa cancelación.

Más allá de estos derroteros, tomemos ese dato no menor de un duelo sin cuerpo, sin poder intervenir en las decisiones y designios inmediatos que el muerto dejó “sobre” él. Nuestra historia reciente nos ha enseñado sobre la importancia de ese momento, de ese encuentro con los restos de los familiares o amigos desaparecidos.

Es a partir de ese “resto” que algo puede comenzar a elaborarse, sin detenerse en un constante buscar. Pero al contrario de las desapariciones, que enlazan las búsquedas a una historia colectiva, las muertes asépticas por Covid, nos dejan en una soledad desamparada.

Es imposible no ver en esa soledad el punto más álgido de nuestra sociedad neoliberalizada. La pandemia realiza algo que el liberalismo planteó desde una de sus principales ficciones: el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Si, según Deleuze, la isla desierta de Robinson es la ficción de “un mundo sin otro”, si el otro es el que hace con mi cuerpo una vez que yo muero, la muerte sin otro es el fin de toda política, de toda erótica, y es una resistencia a cualquier metamorfosis. En el mundo del “cuidate”, hemos perdido todo posible cuidado: no solo el cuidado del próximo, sino de aquel que está más allá de todo posible cuidado. Hemos logrado inmunizarnos de esa disposición elemental. En estos tiempos, es necesario recobrar la idea de archipiélago, de ese conjunto desordenado de cuerpos que se acompañan en su lejanía, en su distancia, pero que no se piensan en una soledad radical sino nuevamente en una posible y necesaria metamorfosis.