Podría decirse que Juan Bautista Bustos fue el fundador del cordobesismo, entendido como el sentido de pertenencia e identidad y el justiprecio de los atributos de la provincia mediterránea. No se trataba de una visión chauvinista, ni de la réplica del feudalismo provinciano, extendida en aquellos tiempos, sino de la postura independiente que adoptó Córdoba, de cara al poder hegemónico del puerto.

Sin embargo, el ejercicio de ese planteo no le resultó gratis en términos políticos. La osadía de pretender convertir a Córdoba en el meridiano del país lo colocó en la línea de fuego del unitarismo duro de esa época. Bustos desafío al porteñismo convocando en Córdoba un congreso constituyente en 1821, al que la mayoría de las provincias enviaron diputados. La mera posibilidad de que el gobernador cordobés se saliera con la suya y ese congreso pariera una constitución federal, disparó la alarma en Buenos Aires. Prestamente, el hombre fuerte de la provincia de Buenos Aires, el veleidoso ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia, puso manos a la obra para vaciar la convocatoria bustista. Su empeño dio sus frutos con la firma, en 1822, del Tratado del Cuadrilátero, donde Buenos Aires y las provincias del Litoral —Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes— acordaron retirar sus representantes del “diminuto congreso de Córdoba”. Una vez más, la metrópoli hurgaba en las contradicciones secundarias y rivalidades subalternas para meter una cuña y sacar provecho para sí. Caída la cita cordobesa, el congreso se reunió en Buenos Aires y, como era de esperar, dio a luz la constitución unitaria de 1826 que fue repudiada por las provincias.

Bustos gobernó virtuosamente entre 1820 y 1829, al amparo de un Reglamento Constitucional que consagraba el formato republicano y garantías ciudadanas, tres décadas antes de 1853. Sin embargo, no escaparía a su suerte. Así como en 1828 el partido unitario fue por Manuel Dorrego, en 1829 llegó el turno de Bustos. Ese año fue derrocado por José María Paz. No lo fusilaron como al infortunado gobernador de Buenos Aires, pero solo porque pudo escapar de la derrota de La Tablada y, gravemente herido, refugiarse en Santa Fe, donde murió el 18 de septiembre de 1830.

Lo peor del caso es que, además, perdió la batalla cultural en su tierra, donde su nombre y su obra fue borrada del mapa durante casi dos siglos. Durante todo ese tiempo, volvió a imponerse el espíritu porteñista que se reservó para sí el derecho de admisión al panteón de la Patria y solo franqueó el acceso a los elegidos, marginando a otros. Mal que les pese a quienes persisten en esa mala praxis, la verdad histórica, tarde o temprano, pone las cosas en su lugar.

Así es como, desde hace algunos años, esa visión centralista y seudo ilustrada va perdiendo fuerza, dando paso a la justa recuperación de la memoria de ese notable cordobés que, lejos de avergonzarnos, es digno merecedor del respeto y consideración de sus comprovincianos.