La inscribieron con nombre de varón, pero, ajena a los padecimientos que la esperaban, siempre se sintió niña. No se recuerda de otro modo. En cambio, no ha podido olvidar ese día, en la escuela Manuel Belgrano de Rosario, cuando el director le dijo a su hermana mayor, que lo despedía por inmoral. Ivanna Aguilera tenía 9 años. Mientras la hermana vociferaba contra el director, a un costado de la escena, Julia, la maestra que le había regalado una muñeca, lloraba a mares.

Lograron que la aceptaran en un colegio religioso, donde no le fue mejor: los curas del María Auxiliadora le prohibieron tomar su primera comunión. Así fue como nunca terminó la escuela primaria, y a los 13, la calle se le impuso como único destino.

Su debut sexual fue una violación grupal. En 1976, a manos de una patota del Ejército que la detuvo junto a otras chicas trans. En el Batallón de Comunicaciones 121 de Rosario, durante tres días las abusaron y torturaron; las sometieron a simulacros de fusilamiento. Poco después, Ivanna Aguilera comenzó a prostituirse y emborracharse en el puerto, donde el territorio y los clientes se defienden con fiereza. Se hizo violenta. Gritos, empujones, navajazos. Las brasileras, por ejemplo, herían con una yilete que estratégicamente puesta sobre la lengua, de un escupitajo disparaban con fuerza de proyectil. La brutalidad del trabajo prostibulario se alternaba con la persecución policial y militar. Durante toda la dictadura, las chicas trans fuimos tratadas como carne sexual. Violentadas, y arrojadas desnudas a la calle, dice Ivanna Aguilera, y señala: la cadera reventada, una muñeca herida, los restos de una bala. Crímenes de lesa humanidad contra personas trans, según un reciente fallo de la Justicia Federal de Rosario, que la reconoce perseguida política por su condición de género.

A comienzo de los 70, a su tío José Centurión, obrero de la carne, las Tres A lo asesinaron frente al frigorífico Swift de Rosario. Por gremialista y homosexual. Ivanna es la cuarta de seis hermanas y hermanos que la aceptaron con naturalidad. Casi huérfanos desde muy temprano. La madre −depostadora de reses con un cuchillo que su hija conserva como tesoro− murió después de una puñalada con la que el padre le perforó un pulmón (por celos, decían entonces, balbucea irónicamente Ivanna). El padre fue preso, Ivanna nunca más lo vio.

Huyendo de un compañero violento y de esa vida sin futuro, Ivanna Aguilera llegó a Córdoba durante los primeros años de la primavera alfonsinista. Enseguida conoció a Cristian, un obrero metalúrgico que no hizo preguntas, se enamoró de ella, y la ayudó a dejar la prostitución. Sin él, yo hubiera sido una más de la estadística, agradece. Impedidas de trabajar, obligadas a prostituirse, el promedio de vida de trans y travestis es de 40 años. Muertas de adicción, enfermedad. O asesinadas.

Ivanna y Cristian vivieron juntos casi veinte años, hasta que él falleció en un accidente en la avenida Juan B. Justo, y ella volvió al desamparo. La familia del muchacho la desalojó de la casa que compartían. Le sobrevino una depresión profunda y durante dos años anduvo internación tras internación en el Morra. Muerta, dice. Estuve muerta. Entonces sintió un calor intenso que la quemaba, como un abrazo, y decidió recuperarse. A la calle nunca más. De acá para allá en bicicleta, limpió casas, aprendió depilación, cuidó personas mayores. Fue la fe, dice. El flaco Jesús, ese tipo que ayudó a les otres. La religión de ayudar a otres como yo quería, dice.

Dos décadas después, Ivanna Aguilera dirige el área Trans Travestis y No Binaries de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Primera funcionaria trans en esa casa. El cargo no impidió que en plena pandemia, un control policial la detuviera durante horas por una transgresión de 1988 al antiguo Código de Faltas que perseguía a las personas como ella.

En vísperas de cumplir 60 años, se sabe una sobreviviente. Cree que el deber de las viejas, las pocas que llegan a viejas, es seguir luchando para que las niñeces trans crezcan en libertad. Que puedan ir a la escuela, estudiar, elegir un trabajo. Muy bien el documento de identidad autopercibida. El cupo laboral trans. Pero no alcanza, reclama. 

La ley de inclusión laboral trans y travesti, se enorgullece, salió del patio de su casa de Barrio General Bustos, que ella y algunas compañeras construyen de a poco. Ladrillos bloque, un mandarino que da frutas a veces sí, a veces no. Un asador gastado de tanto uso. En ese paisaje de austeridad prolija, bajo el paraíso que abriga nuestra conversación, Ivanna Aguilera se quita la pañoleta, sobretono de los anteojos que protegen sus ojos con glaucoma, y me muestra las huellas de la silicona usada por las de su generación, que díscola, le navega por el cuerpo. Eso, nunca más para las chicas trans. Que puedan elegir sobre sus cuerpos; recibir atención médica segura, insiste. 

Locuaz y precisa. Gestos de actriz. Como se soñó desde su adolescencia: agraciada, sexy. Atractiva según los modelos femeninos de la época. Después de años de persecución, camina sin miedo. Y no le importa si la miran raro. Pero no olvida cuando de solo andar la detenían. Me cuenta: en los primeros años de la democracia, a ella y a Cristian los pararon al salir de un supermercado y los encerraron en la seccional séptima de Alta Córdoba, hasta el día siguiente.

Al enviudar, Ivanna redobló una militancia que había comenzado cuando la casa de Villa Cabrera donde vivía con su pareja se convirtió en un refugio para compañeres sin hogar. En los 90, fundó la primera organización de diversidad sexual de Córdoba; participó en programas contra el sida y el primer censo de personas trans y travestis de Argentina. Capacitó a personal de salud. Fue presidenta de Devenir Diverse, estuvo en la organización de una escuela de liderazgo en la Universidad de La Plata, y creó las cantinas de inclusión laboral trans en las facultades de Filosofía y de Comunicación de la Universidad de Córdoba.

Un currículum, a la altura de cualquier concurso universitario.