Siempre me costó aprender. Lo que otros entendían al instante, me llevaba más tiempo. Mi mamá decía que era una persona distraída, mi hermana, en cambio, se refería a mí cómo a un colgado, y mis compañeros, los sensatos, decían que yo era un burro.

Hasta cuarto grado lo único que entendía a la perfección era el funcionamiento del timbre del recreo. Siempre me sentí salvado por la campana. 

Mi mamá se equivocaba, yo no era distraído, todo lo contrario, era una persona muy atenta, mi brújula era la mirada, me daba cuenta lo que tenía que hacer imitando a la masa, me perdía en ella, me camuflaba, sabía de la injusticia que sería una mala calificación, una libreta espantosa, un acto de separación del resto. En el fondo no sufría porque rápido entendí que las aulas están llenas de los más inteligentes, de los promedios, y de los otros, esa suerte de soldados del azar que pueden pasar de grado o no, pero todos del mismo pelotón: el pelotón de Ñory Betty, una persona maravillosa. 

Pero la última semana de cuarto grado fue terrible. Me sentía angustiado, arrastraba una sensación extraña, un poco en el cuerpo y la mirada, un aliento a desaliento. Había escuchado, en una suerte de espionaje, una información clasificada. Escuché a Ñory Betty decirle a la directora que no alcanzaba ni cerca los contenidos mínimos y era probable que repitiera de grado. 

Fueron días tristes y no tenía el valor suficiente para decírselo a mi madre, tampoco para ponerme a estudiar y mostrar, al menos, un poco de interés en la derrota, nada. Para mí era la ruina, sabía que los repitentes eran más grandes y poco listos, quizás que problemáticos, seguro que eran hijos de padres separados. Todo encajaba. Sería un verano horrible, la sola idea de comprar un guardapolvo nuevo para usarlo en un grado viejo, me daba pena, bronca. Uno de los últimos días de clase salí del colegio y estaba mi mamá esperándome en la puerta. Me pidió que vaya a casa, a ella la había llamado la maestra. Volví caminando y me senté en la puerta a esperarla, fue interminable y se me aceleró el corazón cuando la vi doblar por la esquina, pegué un saltó y corrí a abrazarla. Me dijo que iba a pasar de grado, pero había una condición. Sí o sí tenía que estudiar en el verano, aprender los contenidos viejos, estar listo para los nuevos desafíos. Alegría.

El primero de febrero mi mamá me mandó a una maestra particular. No había otros alumnos a quien imitar ni preguntarle cosas. No había nada, era un enorme comedor oscuro con un niño mirando las flores del mantel de hule. Era un mano a mano. Ella y yo. Los primeros días creo que fueron de diagnóstico, para saber qué métodos aplicar con ese chico. Todo iba bien hasta que empecé a notar que se le acababa la paciencia. Yo no entendía lo que me explicaba y reprimía decirle que me aburría y que juguemos a algo.

Al mes la maestra particular estaba superada y me amenazó con llamar a mi mamá. No lo podía permitir. Que mi mamá que se hacía cargo de todo tuviera que ir a hablar con la particular me pareció imperdonable, y tomé cartas en el asunto la tarde en que la maestra particular finalmente me dijo que mi mamá vaya a verla al otro día. Mi modelo de respuesta frente a la angustia no era muy sofisticado: me quedaba quieto, desconcertado y no emitía palabra; pero aquella tarde de febrero hice algo diferente que lo cambió todo: mentí. Dije que mí mamá no iba a poder asistir porque no caminaba desde el accidente que tuvo hace poco. La maestra cambió su tono de voz, su mirada fue distinta y toda su ternura la utilizó para satisfacer su curiosidad. ¿Qué le había pasado, cuándo, cómo? Le di respuestas a cada una de sus preguntas y a veces ampliaba la información, estaba desatado, las mentiras fluían, trepaban, hacía conexiones y piruetas. Entendí que las mentiras tienen patas cortas, pero brazos largos. Las mentiras necesitan irse por las ramas, como un mono que huye de espaldas. 

No me sentí orgulloso, pero lo fui olvidando con el tiempo, sobre todo porque las semanas siguientes fueron las más hermosas de ese verano. La maestra me tenía paciencia y a veces me esperaba con la leche lista, me repetía una y mil veces todas las cosas que ya empezaba a entender. Pero todo se desmoronó la tarde que mamá me fue a buscar. En ese momento no solo me sentí un burro, sino un mentiroso. Volvimos caminando con mi mamá sin decir nada, tuve que escuchar de boca de otro todo lo que yo había inventado, me sentía avergonzado. Antes de cruzar una calle me tomó la mano y ahí supe de mi error. Quererme salvar con una mentira de que me retara la persona que más me quería en el mundo. Mala mía.

La mentira viene de todos los costados, de innumerables profundidades e insospechadas superficies. Viene un poco con la frescura de la campana para salvarte de la realidad. La mentira se va por las ramas, pero las raíces están en el suelo, el que a veces es bueno evitar