Martes, viernes. Sábado y domingo. Viandas para 130 personas. Las organiza por uasap (para que no le falte a quien se anotó, ni falle quien se comprometió a buscar su porción). Sesenta pibas y pibes de la Escuela de Fútbol −que patean en un campito prestado por un vecino− reciben su desayuno todos los sábados. Los más chiquitos, además, otros tres días de la semana. Diez escuelas de fútbol social (o sea, escuelitas de barrios pobres), participan de los torneos de la Liga de Fútbol Social del Suroeste, que ella creó. Ayuda escolar a los rezagados de la pandemia. Como promotora sanitaria, charlas en las que tres niñas abusadas por padre y padrastros pudieron contarlo. Y la ocurrencia más reciente: celebrarle los 15 a las chicas cuyas familias no tienen para hacerlo (cuatro fiestas, ya), y la campaña de búsqueda de 70 madrinas y padrinos, para que 70 chiques reciban regalo en Navidad.  

A Mónica Bianchini le gustaría ser profesora de matemáticas. Le encanta también la contabilidad. Pero aunque lo intentó varias veces en el Instituto René Trettel de Fabián, de Matienzo, no ha podido avanzar. En el Comedor Atrapando Sueños de Villa Adela, suma actividades que la ocupan entera.

Desde hace cuatro años. Cuando el merendero de la parroquia del barrio (un cura casado, que se gana la vida como taxista, sorprende) resultó escaso: los fines de semana la gente seguía necesitando.     

−Ofrecí ayuda. Y así empecé preparando de comer para 80.

En el garage. Para conversar, nos arrinconamos junto a una pequeña mesa. Frízer, heladera, cocina, libros y útiles escolares. Bolsas con ropa del ropero comunitario, paquetes de comida, medicamentos, vajilla, semillas. Ocupan todo el espacio. En Aviador Richardson 2448, a pocas cuadras del CPC Ruta 20, en la casa donde vive con su esposo, ocho de una prole de nueve, y cinco nietes.

Mónica Bianchini tiene 43 años. Y enfermedades de una persona mucho mayor. Hipertensión, diabetes, insuficiencia cardíaca, dos veces ACV. Tomo ocho pastillas diarias, me cuenta, mientras Homero y Mora, con confianza de perros silvestres, se me abalanzan por una caricia.

−Que me cuide, me pide la doctora. Que piense en mí.

La doctora del dispensario. Mónica Bianchini no tiene obra social.

Que está loca, le dicen sus hijas y sus hijos. Que pare.

−¿El esposo? −Él me apoya siempre. Ya sabe que soy así… Pero le preocupa mi salud. Cuando tuve ACV me pagó una fisioterapeuta particular…

Después de trabajar 25 años en el supermercado Buenos Días (antes, Spar), durante la pandemia, al hombre lo dejaron cesante. Con una indemnización que fue cobrando por mes. No alcanzó para nada, aclara Mónica y agradece: 

−Por suerte hace dos meses consiguió trabajo en una textil de Los Bulevares.

Dos colectivos para ir, dos para volver. Sale de la casa a las 4.50 de la madrugada. Vuelve a las 8 de la noche. Por mes, 55.000 pesos. Sin obra social. Explica Mónica Bianchini, el trabajo de su marido. Casados desde hace 25 años.

Ella cobra los 50.000 de la pensión por madre de más de siete hijes. Está contenta porque hasta la menor, de 18, todavía en la escuela, ya tiene su trabajo.

Otra de las hijas, la ayuda con las viandas. Integra un equipo de seis chicas del Programa Potenciar Trabajo de la Nación, destinadas por la Municipalidad de Córdoba a ese Comedor Comunitario. La Muni aporta también una tarjeta Activa, para comprar 10.000 pesos de mercadería por mes. Más vacunación, biblioteca, semillas para huerta, formación en promoción social.

Yisela, una sobrina que vive en Canadá (donde trabaja en un asilo), compró cuatro termos y 70 tazas para les pibes del fútbol; Anahí −a partir de las charlas de educación sexual, sobreviviente de violencia de género− demuestra su gratitud donando dinero; la secretaria general de la Gráfica, Ilda Bustos (y otros dirigentes del gremio), ponen de su bolsillo a menudo; la Red Cristiana Córdoba, calzado para las infancias. Larga y heterogénea, la lista. Más rifas, empanadas, inscripción a los torneos de fútbol, colectas y otros etcéteras, sostenidos por el motor de Mónica Bianchini y el vecindario. Feisbuk mediante.

Lo repite, hacia el final de la entrevista. Le encanta y quisiera hacer más. La salud la limita. Y la entristece, no haber podido evitar que un chico de 14 años a quien siempre recibía en su casa (cuyo nombre, no escribo), dejó el fútbol. No tuvo una mamá que lo cuidara, reflexiona. Se droga. Y roba. Y con él, otros cuatro chicos de 17, de la Escuela de Fútbol.

Afiliada al peronismo. Pero está desilusionada de la política. Tanto, que, asegura, a veces ni va a votar. Sus padres, radicales. La mamá de Mónica Bianchini, jubilada como trabajadora de limpieza, la ayuda todavía. Con el apoyo escolar. El papá murió de hipertensión. Antes de los 50. Después de un estrés. Lo del comedor fue idea de él, dice la hija. Hugo Bianchini era carpintero, jugador de fútbol, director técnico de los infantiles en All Boys de Rosedal. Le dolía que muchos pibes fueran con hambre.

−Siempre hablaba de poner un comedor.

Villa La Tela, Matienzo, la orilla del Canal Maestro, San Roque, Villa Aspacia, Estación Flores. Desde esos barrios, cuatro veces por semana va gente con sus táper, a buscar las viandas del Comedor Comunitario que coordina Mónica Bianchini.

−Cantante −sin dudar. Como si nunca lo hubiera dejado de soñar.

De chica, quería ser cantante. Como Valeria Lynch. La potra de mi padre, ríe. Y sigue la lista: Palito Ortega (cuando cumplió 10 años, todas sus películas en caset), Los Pimpinella. Luis Miguel (con el club de fans, cada vez que viene). Y ahora, La Princesita. Esa resentida, la critica una hija. Se burlan de la música de viejos que le gusta. En cambio, comparten documentales de geografía, sobre la evolución de los planetas, el Big Ban. Y hace poco, en Start, ‘Santa Evita’, de quien Mónica Bianchini sabía muy poco.

−Qué persona Evita… Se me ponía la piel de gallina…