Avanza febrero y el calor hace mella en Córdoba. Hace un año que no veo a mi madre, Raquel Altamira. La pandemia, la cuarentena, el distanciamiento social, el miedo al contagio y la distancia se tornan un obstáculo insalvable durante el inolvidable 2020. Pero el calendario da vuelta la página y con la vacuna a la vuelta de la esquina, nos relajamos un poco, como todos. Es natural. Es humano. Al fin y al cabo, nada puede ser peor de lo que dejamos atrás. La ilusión del reencuentro activa la ansiedad.  

-¿Vienen para mi cumple? Vamos a hacer algo tranquilo, en familia. Tengo muchas ganas de verlos-, dice la voz de mi madre del otro lado del teléfono.
-Si, claro que vamos a ir. Nosotros también tenemos muchas ganas de verte-, confirmo casi sin pensarlo.

Aunque todavía rige el distanciamiento social, entre hijos y nietos no superaremos las quince personas. Si la noche ayuda podremos comer en el patio, al aire libre. De mínima, compartiremos la cena con puertas y ventanas abiertas. ¿Vale la pena el riesgo? No lo tengo claro. Pero no todos los días se cumplen 76 años. Y mi madre, que se cuidó todo el año, quiere festejar en familia. La cita es el jueves 25, a la noche.

-¿Por qué no lo adelantás al sábado así los chicos no faltan al colegio y nos podemos quedar el fin de semana? -, sugiero.
-Adelantar los cumpleaños trae mala suerte-, me contesta, sorpresivamente cabulera.
-OK, el jueves vamos, quédate tranquila.
-Tengo muchas ganas de verlos.
-Nosotros también.

El martes le gana la ansiedad y vuelve a llamar para confirmar que viajaremos. Comenta, como al pasar, que está con un poco de fiebre. Y que, por las dudas, se hizo un hisopado.

-¿O sea que se suspende la juntada?-, pregunto lo que considero una obviedad.
-No, ya encargué la pata flambeada. ¿Cómo voy a suspender? -, responde, sorprendida.
-Pero Ma, estás con fiebre. ¡No podemos correr ese riesgo!

Queda en pensarlo. A la noche se produce la llamada más temida: el hisopado dio positivo. Se hace un silencio incómodo. Un aire frío me corre por la espalda. Pienso en otros familiares y conocidos que se contagiaron y superaron el trance sin mayores problemas. Mi madre es una persona sana, vital. No tiene síntomas preocupantes: apenas una tosecita leve y un poco de fiebre. Será cuestión de esperar algunos días hasta que el virus haga su proceso y se vaya. Diez, quince días de cuarentena estricta e ibuprofeno. No mucho más.

Se suspende la reunión familiar. El jueves a las 22 nos comunicamos los tres hermanos por videollamada para darle una sorpresa. Cada uno en su casa, con su familia, con las copas llenas para brindar. Ella atiende y, sorprendida, empieza a renegar con la cámara del celular. Camina mientras filma el piso. No encuentra la cámara. Le explicamos cómo tiene que hacer, le decimos que se prepare y cortamos. Cuando volvemos a llamar tiene una copa de champagne en la mano. Brindamos por su pronta recuperación. Cuando termine su aislamiento, juntaremos los dos cumpleaños: el suyo y el de mi hermana, a mediados de marzo.

Pero pasan los días y la fiebre no baja.

………….

Como no le baja la fiebre, el sábado -el mismo día que debía vacunarse-, mi hermano y mi cuñada llevan a mi madre al Hospital Privado. Respetan estrictamente el protocolo sanitario: “aislada” en el asiento de atrás, con todas las ventanas del auto abiertas, mi madre cruza la ciudad sin emitir sonido, envuelta en las ráfagas de aire que surcan transversalmente el vehículo. Cuando por fin llega al hospital, parece recién bajada de un helicóptero. Tras las pruebas de rigor, queda internada en Terapia Intensiva. No porque esté grave: no hay camas disponibles en habitaciones comunes para pacientes con coronavirus. Nada de esto ha trascendido a los medios de comunicación, que hablan de Córdoba como la vedette del turismo nacional. ¿Blindaje mediático? ¿Negación de la realidad?

Los primeros estudios encienden algunas luces de alerta: mi madre padece una neumonía bilateral leve. El Covid 19 tiene a su merced una pequeña neumopatía. Ella está bien, despierta y, sobre todo, segura. “Estoy mejor, bajó la fiebre y me super controlan, lo que me da gran tranquilidad”, le escribe a mi hermana desde su teléfono celular. El lunes amanece con un poco de tos. Le ponen una cánula con oxígeno en las fosas nasales y comienza el tratamiento con esteroides (dexametasona). Como no se la puede visitar, acordamos con mis hermanos hacer videollamadas o enviarle videos de sus nietos por WhatsApp. La imaginamos recostada pero activa, con el celular a mano. El lunes le mando una foto de mi hijo con el uniforme del colegio. Después de un año, comienza las clases presenciales. Pero la palomita nunca cambia de color. No mira el celular. Intento hacer una videollamada. Nada.  A la tarde suena mi celular. Interrumpo un zoom. Es ella. Le pregunto idioteces: si se aburre, si tiene tele, si está bien de ánimo. “Hice un gran esfuerzo para llamarte”, me dice. Y corta. Es evidente que el virus avanza. Mi hermana habla con los médicos: la fiebre no cede y le aumentan la provisión de oxígeno, todavía vía nasal. Nos invade la angustia. Necesitamos verla, que sepa que estamos pendientes, que estamos…

El miércoles empiezan las complicaciones pulmonares. Le ponen corticoides para frenar la inflamación. El jueves dejan entrar a mi hermana a verla. Mi madre está muy cansada, sin fuerzas para nada, apenas abre los ojos y casi no conversa. “No tiene fuerzas, pero la animó la visita”, nos cuenta mi hermana. El viernes, con su consentimiento, le ponen una sonda gástrica. Ya no tiene fuerzas para comer. El sábado no puede respirar por sus propios medios. La duermen para ponerle un respirador. El domingo la ubican boca abajo para que pase mejor la noche. El cuadro se complica cada vez más.

Viajo a Córdoba para juntarme con mis hermanos. La impotencia nos gana a todos: no podemos hacer nada más que esperar. Y estar juntos, unidos, aunando fuerzas y energía positiva. Ninguno es católico, pero agradecemos los rezos ajenos. Los religiosos y los laicos. Empiezan a llamar amigos y amigas. Hago algunos posteos pidiendo por su recuperación.  La respuesta es inmediata, abrumadora: todes destacan la fortaleza de mi mamá y piden por su pronta recuperación. Si superó el asesinato de su esposo y nos crio sola en un país extraño, si se sobrepuso a la persecución política, al desprecio y la envidia, ¿cómo no va a vencer a este virus de mierda? Su fortaleza es su mejor arma contra el coronavirus. Su fortaleza y sus ganas de vivir. De vernos. De festejar otros cumpleaños. La cadena energética está activada.

Vuelvo a Río Cuarto, pero no puedo dejar de pensar en ella, en que está sola, en que está al límite. Las horas son eternas, las lágrimas no cesan, los recuerdos se suceden con vértigo. La angustia me carcome. 24 horas después de haber vuelto, viajo otra vez a Córdoba.

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El hospital donde está internada mi madre es una inmensa mole de cemento y vidrio que se divisa desde una de las principales avenidas de ingreso a la ciudad. Transitar sus pasillos en estos días es sumergirse de lleno en una escena surrealista: guardias que te toman la fiebre y te rocían las manos con alcohol, médicos y enfermeras que cruzan por los pasillos cubiertos con delantales, barbijos, máscaras, guantes; aparatos empotrados en las paredes que irradian alcohol en gel. La “nueva normalidad” parece una película de Steven Spielberg.

La médica de la terapia intensiva nos mira con ojos penetrantes mientras nos explica con paciencia cómo está mi madre. Intento, en vano, adivinar su expresión bajo el barbijo. Su diagnóstico, en cambio, es de una claridad aterradora: “La paciente está en estado crítico”, nos dice luego de detallar que, además de los pulmones - totalmente “tomados” por el Covid 19-, han surgido otros problemas “sistémicos” que ponen en riesgo su vida: insuficiencia urinaria, palpitaciones, arritmia, exceso de potasio en sangre. Términos desconocidos para nosotros pero que en boca de la doctora parecen conformar un combo letal. Cómo será de grave la situación que nos permiten entrar a verla a la terapia -con todos los recaudos del caso- a los tres hijos.

Mi madre está dormida. Entubada, con respirador, sonda gástrica, cables y agujas clavadas por todos lados. Tiene los ojos tapados con vendas. Los números digitales de los pequeños tableros de la moderna aparatología que se amontona como un castillo cibernético mutan todo el tiempo, con desenfreno. Las alarmas suenan en forma caótica. Nos miramos, incrédulos; cuesta reconocemos detrás del delantal y las máscaras. Mis lágrimas empapan el barbijo. ¿Es la despedida? ¿Así termina todo? ¿En serio?  Se me estruja, literalmente, el corazón. La escena es desgarradora. El dolor, infinito.

Salimos con mi hermano. Mi hermana se queda otro rato. Una enfermera completamente cubierta con ropas y plásticos nos rocía de alcohol mientras nos sacamos el delantal, la cofia, el doble barbijo, la protección de los calzados, la máscara. Nos vuelve a echar alcohol, una y otra vez. Cuando ya me saqué todo, me mira y pregunta: “¿Puedo?”, mientras me apunta nuevamente con el rociador. Adivino una sonrisa detrás de esa máscara plástica que cubre su rostro. “Claro”, le digo. Me baña en alcohol. “Mi mamá es enfermera”, alcanzo a decir, pero ella, terminada la faena, ha vuelto a su cubículo de vidrio para seguir la evolución de los pacientes internados. Recuerdo las palabras del presidente Alberto Fernández: ellas y ellos, el personal de salud, son les verdaderes héroes y heroínas de esta historia. ¿Qué duda cabe?

Cuando por fin nos reencontramos en el bar del hospital, mi hermana nos cuenta que mi madre logró superar la crisis; que, apenas nos fuimos, las máquinas infernales dejaron de sonar y también desapareció la arritmia; que la doctora la miró condescendiente y con voz tierna y pausada sentenció: “Tu mamá está estable”.

Esa frase –“está estable”- aplacará nuestra ansiedad en los próximos días. La situación de mi madre sigue siendo crítica, pero nos aferramos a esa pequeña esperanza, desesperados como náufragos en un mar de incertidumbre. “No mejora, pero tampoco empeora”, traducimos al criollo.

Mi madre tenía turno para vacunarse el sábado, pero el martes le dio positivo el hisopado de Covid 19. La meta estaba tan cerca…y tan lejos. Ahora hay que esperar…

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Diez de marzo. Se cumplen 45 años del secuestro y desaparición de mi abuelo. Cambian a mi mamá de habitación: pasa de la 13 a la 19. Sigue estable. Me dejan verla un ratito a la tarde. Entro solo. La terapia está relajada. Me visto solo. El médico de guardia me ata el delantal por la espalda. Mi mamá sigue igual. Llevo una nota escrita por uno de mis hermanos de la vida, Gustavo Coria, que me la entregó hace un rato, cuando nos hicimos una escapada al negocio donde trabaja para despejar la cabeza y compartir un café. La nota recuerda que después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 huimos al exilio y al poco tiempo llegó la terrible noticia del fusilamiento de mi padre. “Todo era desgarrador, habían asesinado a Huguito y a su padre también, Miguel Hugo. ¿Cómo la seguís después? Yo no sé cómo, pero Raquel plantó bandera y con un coraje inmenso se puso a trabajar para bancar a sus hijos, niños entonces. Ellos pudieron tener algo de humanidad en medio de tanta barbarie gracias a ella y parte de la familia”, escribió Gustavo.

Tengo el papel impreso con el texto de Gustavo en mis manos enguantadas. Se lo leo a mi madre en voz alta. No sé si me escucha. Quiero creer que sí, aunque no reaccione. Mi hermana dice que los médicos le explicaron que no está en coma inducido, sino dormida, y que por lo tanto su cerebro está activo. Sigo leyendo: “Al volver del exilio, Raquel trabajaba de enfermera en el hospital Córdoba: se levantaba a las cinco de la mañana todos los días y por las tardes se integraba a la cátedra de Semiótica, de la que era profe”. Hago una pausa y le pregunto cómo hizo para trabajar de noche en un hospital público de México, hacerse cargo de nosotros tres y estudiar una carrera universitaria. Pienso que es esa fortaleza, ese afán de superación, lo que la mantiene ahí, “estable”, dando pelea, aunque no me conteste. Pienso que lucha para festejar otro cumpleaños con nosotros, para sentirse orgullosa ante cada victoria de sus hijes, ante cada logro de sus nietes.

La carta de mi amigo sintetiza lo que todos pensamos y pedimos: un esfuerzo más. Que libre otra batalla. Que no nos deje solos. “Intento escribir estas palabras como me fluyen, en medio de la tristeza de saber que hoy estás luchando por tu vida a brazo partido, como sabés hacerlo, como lo hiciste para decirle a los milicos: “no nos han vencido, acá estamos, vivos y en la calle”. Así que Raquel de las mil batallas te pido una más; quiero que podamos abrazarnos nuevamente, cagarnos de risa, de llanto o lo que sea, tomar una cubita o fumar un puchito, compartir la calle o lo que sea…”. Termino de leer con un nudo en la garganta. Mi madre sigue dormida, impertérrita. Tomo su mano, le acaricio la frente, le masajeo los pies. Siento paz, una intensa e inexplicable paz. También angustia. Mucha angustia. Sé que estamos, otra vez, en sus manos. Que ahora depende de ella, como tantas veces. Y confío. Y espero…

Vuelvo a Río Cuarto y en la ruta sintonizo la radio más escuchada de Córdoba. Mis colegas potencian las mentiras y se solazan comentando la última operación de la derecha: Beatriz Sarlo acusa a la esposa del gobernador Axel Kicillof de haberle ofrecido vacunarse “bajo la mesa”. La noticia, a esa altura, ya es vieja y ha sido desmentida por la propia Sarlo. Pero mis “colegas” insisten, dale que va, con opinar sobre esa noticia falsa. Después hablan de los “vacunados VIP” del gobierno nacional, sin mencionar el patético listado cordobés porque, advierten, muy profesionales ellos, que antes deben chequear los nombres difundidos por un oscuro legislador opositor. Cargan contra la falta de vacunas y cuestionan las demoras en llevar adelante el plan de vacunación. Periodismo de guerra, irresponsable, frívolo, tendencioso, financiado -vaya paradoja- con recursos del mismo gobierno al que critican. Ni siquiera el hecho de que el conductor estrella y propietario de esa emisora muriera de coronavirus los vuelve más responsables.

Decido hacer pública esta historia, contar los pormenores del Covid 19, del sufrimiento, la angustia y la incertidumbre que padecemos desde hace dos semanas y que parece no tener fin. Lo cuento así, en primera persona, porque mi madre no puede hacerlo; toda su energía está concentrada -como la de tantes otres en el país y el mundo- en dar la batalla decisiva contra el virus para preservar la vida.  

La pelea contra el coronavirus no es individual, es colectiva. Todos luchamos por sobrevivir a la pandemia, que ya suma más 50 mil víctimas en Argentina. Pero hasta que no nos toca de cerca no dimensionamos el riesgo. Muchos la pasan como un resfriado, es cierto. Pero otros no. A mi madre le tocó estar entre los segundos y sufrir el ataque impiadoso del virus, que la tiene postrada hace quince días, en la delgada línea que separa la vida de la muerte. Ella es fuerte y se aferra a la vida, como lo hizo siempre. Sé que, dentro de algunos días, semanas tal vez, podrá leer estas líneas y emocionarse con los innumerables mensajes de apoyo en Facebook, los llamados por WhatsApp, la solidaridad conmovedora y el acompañamiento incondicional de su familia y amigues. Y también podrá indignarse por las mentiras, los silencios, las ausencias y las prebendas de los que hicieron trampa para llegar antes a la ansiada meta, que ella no pudo alcanzar apenas por un puñado de días.  

Esta nota fue escrita y publicada por el periodista Hernán Vaca Narvaja el pasado 13 de marzo en revista El Sur. El martes 16 falleció Raquel Altamira, su mamá, viuda de Miguel Hugo Vaca Narvaja, ex trabajador de los SRT, fusilado en un simulacro de fuga la UP1 durante la dictadura militar.