Cada 4 de junio, desde el año 2000, se celebra el “Día de la Música Popular de Cuartetos”, en homenaje al debut del Cuarteto Leo.

Se trató de una iniciativa del diputado provincial del vecinalismo, Carlos María Pereyra, donde la Cámara de Diputados de la Provincia de Córdoba instituyó el día 4 de Junio como El Día de la Música Popular de Cuartetos en homenaje al debut del Cuarteto Leo y en memoria del músico Manolito Cánovas, muerto un 4 de Junio.

El cuarteto fue una creación de Leonor Marzano, quien desde su piano marcó los acordes del "tunga tunga".

Según cuenta el periodista Alejandro González, autor del libro "El libro de los Cuartetos", la historia se remonta al año 1943 cuando se produjo la primera transmisión radial de un concierto de una orquesta que readapta a su instinto las tradiciones musicales de sus antepasados.

El Cuarteto Leo une así el ritmo familiar para los inmigrantes españoles y piamonteses, por su origen en el paso doble y la tarantela, logrando un ritmo más alegre y bailable.

Leonor, junto a su padre Augusto Marzano, Miguel Gelfo, Luis Cabero y Fernando Achaval formaron el “Cuarteto característico Leo”.

El primer baile se realizaría semanas después en Colonia Las Pichanas.

pichanas la leo
Las Pichanas, donde nació el Cuarteto (Parte II)
Las Pichanas, donde nació el Cuarteto (Parte III)

En este 2020 se cumplen 77 años de aquella primera vez y el periodista González lo recuerda con un fragmento de su libro dedicado "a todos aquellos que desde entonces bailan como viven y viven como bailan, porque si no bailan no viven".

LA HISTORIA 

Todo comenzó allá por Julio de 1943 en Colonia Las Pichanas, Departamento San Justo, provincia de Córdoba, un pueblito que está a 200 kilómetros de Córdoba capital y que entonces tenía solo dos habitantes y una sola casa donde vivía el matrimonio del despacho de bebidas para los carreros que pasaban por el lugar.
Colonia Las Pichanas fue el primer pueblo en contratar y hacer debutar ante el público a un Cuarteto; al flamante Cuarteto Característico Leo.

Fue como a eso de las siete de la tarde que ya todo estaba listo para el baile. Había empezado a oscurecer. Las lecheras estaban echadas, los perros atados, y la tierra recién regada. Un par de baldazos de agua fresca de pozo sobre la yerba buena y el tomillo habían perfumado el aire, y una barra de noctámbulos y ruidosos grillos sobrevivientes del último verano y amigos entre sí reía imparable burlándose de algunas luciérnagas con quienes jugaban a las escondidas. Los grillos imaginaban que ellos estaban zampados en un cine de pueblo mirando a Enrique Muiño y que las luciérnagas, curiosas ellas, eran acomodadoras que querían sacarlos de una oreja.
Eran años de paz y tranquilidad casi inocentes en el interior del país.

Cruzando el charco, Europa estaba en guerra. Sus aromas y sonidos eran otros. Toda Europa olía fétida y sonaba a violencia. Olía a pólvora y a carne humana chamuscada venteada por siniestras chimeneas. La muerte contaminaba su aire. La sangre llegaba a sus ríos y a sus mares. Sonaba a cañones, bombas y metrallas. Y al silencioso aleteo de aves carroñeras rapiñándole los ojos a los muertos que siempre quedan mirando al cielo con los brazos en cruz, como preguntándole a Dios por qué. Europa olía al sudor que exuda el odio racial. Olía a ambición infinita, a barbarie; al helado hedor de la locura. Y tenía por sonidos retumbando entre sus escombros voces de órdenes al sometimiento y alaridos de niños mutilados y moribundos llamando a sus madres antes del final.

Era la guerra; la Segunda Guerra Mundial.

En Colonia Las Pichanas, mientras tanto, sólo grillos y luciérnagas interrumpían el silencio de la inminente noche. También el cuchicheo ansioso de los comedidos en medio de los preparativos de su fiesta Patronal. Había mucho que hacer. Y como el rumor decía que vendrían a tocar unos músicos de Córdoba que parecían importantes porque hasta podrían traer un acordeón a piano Hohnner con nácar rojo, aunque no hubo acordeón a piano sino un bandoneón, no había un solo detalle que olvidar.

Santo patrono que todo salga bien. Virgencita que no vaya a llover, decía el murmullo en forma de plegaria.
Los Sol de Noche tenían kerosén y presión suficientes, las lámparas mechas bien largas, y adentro de un par de viejos y herrumbrados tambores de aceite de doscientos litros cubiertos con bolsas de arpillera, el hielo en barra, a pesar del frío, enfriaba aún más la bebida para las calientes gargantas de los hombres.

Demarcando el contorno de tierra de la pista de baile propiamente dicha, y colgados de un alambre de fardo, cinco foquitos de luz mortecina dibujaban la silueta del improvisado escenario como si estuviesen por subir Pepe Arias o el mismísimo Fernando Ochoa. Pero subió El Cuarteto Leo nomás. Allí, sin que nadie pudiese haberlo imaginado, comenzó a escribirse esta historia.

Los músicos estaban nerviosos. Era su primera salida, su debut en público tocando un nuevo ritmo que no se sabía si podría gustar o no y en una fiesta Patronal, nada menos. Por aquellos años, excepto las procesiones de la iglesia católica, una fiesta patronal era el acontecimiento con mayor poder de convocatoria de gente en el interior profundo del interior del país.

Había que gustar y pasar la prueba para que después vinieran otras Patronales y después otras. Se abriría un nuevo y desconocido mercado y entonces sí podrían vivir por y para la música. Podrían mantenerse, ganar dinero con lo que les gustaba hacer: Viajes, gente, aplausos; sueños de artista.

Pero no sólo por esos sueños el padre, la hija adolescente, el muchacho y el otro músico estaban nerviosos y ansiosos. Eran muchas cosas juntas al mismo tiempo como si fuesen obstáculos a superar. Para llegar desde Arroyito a Colonia Las Pichanas, habían viajado más de sesenta kilómetros por caminos de tierra con guadales como de talco tirando con una lanza casera el piano de Leonor que venía sobre un carrito con pretensiones de tráiler. Era tanto lo que saltaban el carrito y el piano con cada pozo, que finalmente fue bautizado como el pianito saltarín. Llegaron tapados de tierra y no había donde higienizarse. La alternativa era acercarse a un aljibe y echarse agua con la mano. Nada era fácil. Ni siquiera divertir a la gente; nunca lo fue. Menos aun cuando esa gente que estaba llegando al baile hacía apenas un rato que había dejado de hacer fuerza o el arado tirado por caballos o por ellos mismos, o carpido la tierra a punta de azada con la obligación de un buen rinde porque así lo había ordenado el patrón.

Algunos habían ido al baile por curiosidad a pesar del cansancio. Muchos para conocer gente. Otros porque una Patronal siempre fue una Patronal, y la mayoría porque no había otra cosa que hacer y era peor quedarse en “las casas” solo, pensando macanas sobre el destino de alguna novia o un hermano que había quedado allende los mares en la Italia de Mussolini, en la España del generalísimo Franco o en el resto de la Europa nazi.

Y entonces ellos llegaron de a caballo, otros de a pie o en bicicleta. Despacio y sin hacer ruido. Felices y ansiosos por entrar al baile. Risas fáciles, dentaduras desprolijas en bocas grandes salpicadas con dientes amarillentos de tabaco y sarro. Narices coloradas. Bombachas batarazas. Fajas envolviendo las cinturas y boinas cubriendo las cabecitas negras y las rubias. Alpargatas Rueda y Luna los criollos, los gringos y los gallegos. Y zapatos Gomicuer los turcos vendedores de baratijas, beines, beinetas, y beinetones. Algún que otro galán de bigotes finitos a lo Oscar Casco, pañuelito al cuello como Clark Gable antes de que se lo llevara el viento de Scarlett O´Hara, y otros con mirada perdida en el inmenso cielo o lánguida, a lo Valentino, para disimular la curda que traían encima.

Ellas, las doncellas, llegaban todas nerviosas y risueñas. Perfumadas con colonias agrias de baratas y vestidas con polleras que hacían las veces de cobertores de impúdicas enaguas blancas. Las más pudientes, las del cortadero de ladrillos, lucían trajecitos dos piezas de Gath & Chaves y zapatos taco alto de cuero blanco recién blanqueados con almidón o tiza.

Las que estaban a la moda usaban furiosas guillerminas tipo Skipy, color marrón, con medias Ciudadela tres cuartos al tono. Y las más descocadas, con provocadores pies desnudos envueltos sólo con Chatitas plateadas. Todas ellas, las doncellas, custodiadas por sus robustas madres capaces de curar empachos de palabra, ojeaduras con otra ojeada, pata de cabra con una oración, la culebrilla sin tinta china, y de un solo tincazo decapitar a la lombriz solitaria.

Estaban ahí, venían al baile.
Eran criollos despreciados, como siempre.
Olvidados, analfabetos, con obligaciones y sin derechos.
Italianos y españoles inmigrantes, cansados y con poca plata.
Ahí estaban.
Esperando a La Leo, y que Molina Campos también a ellos los pintara.

Augusto Fernando Marzano, contrabajo y armónica, había nacido en Santa Fe como Jardín Florido y Daniel Willington, y al igual que a ellos dos le gustaba el aire de Córdoba. Era ferroviario de oficio, músico de raza y, por decisión, cordobés hasta la médula. Cómo habrá sido de cordobés, bohemio y musiquero, que una calurosa noche de diciembre de 1961 cuando tocaba con su Leo en un baile en Colonia La Isletilla, cerca de Hernando, capital nacional del maní, sintió un dolor en el pecho y para no asustar a su hija Leonor hizo una broma diciéndole que ya era hora de que tocara sola. En realidad el dolor en el pecho era un infarto que le astilló el corazón para siempre. Los médicos del lugar lo asistieron en pleno baile a un costado del escenario, y cuando su hija lloraba de nervios, él le pidió que continuara tocando porque había mucha gente en el baile y :
– Tienen derecho a divertirse; por algo vinieron a bailar con La Leo, ¿no te parece hija?
Algunos días después, el 8 de diciembre de 1961, Augusto Marzano, inventor del Cuarteto cordobés, creador de la música de Cuartetos y fundador del Cuarteto Leo, murió en la ciudad de Córdoba donde vivió la mejor parte de su vida cediéndole el mando de la agrupación y la pluma para escribir la historia a su yerno, discípulo, y padre de sus nietos: Miguel Gelfo.

Allá por 1938 Augusto Marzano tocaba la chancha en una orquesta característica llamada Los Bohemios. En aquella época, existían sólo dos tipos de orquestas que tocaban en público animando bailes:
La orquesta Característica, y La orquesta Típica.

La Característica era un popurrí permanente. Tocaba de todo. Iba desde: Con quién se mete/ la chica del diecisiete/ Pasando por: Alma si tanto te han herido/ por qué/ te niegas al olvido/ hasta: Pero hay una melena/ melenita de oro. Eran capaces de advertir con ritmo que Ahí viene el negro Simón/ bailando alegre el bahión/ retumban las campanas y llama a su mujer… como de dar a conocer el buen humor del brasilero americanizado Waldir Acevedo.

La orquesta Típica, en cambio, tocaba tangos y milongas porteñas que hablaban de pitucos lamidos, shushetas abacanadas, percantas amuradoras en lo mejor de la vida de uno, y de las Peggy, las Mery, las Bety, las July y todo el rubiaje desteñido de New York.

Ningún instrumento de una Orquesta Típica que se preciara de tal pronunciaba las “ene” porque al sonar las convertía en “ere “, como hacía el Zorzal. Con eso ya sacaban patente de buena Típica, linda para bailar.
La Típica tenía la impronta arrabalera como flor de enredadera urbana, un gran olor a targo, a corvertillos de la calle Olavarría y a cotorros abandonados. Era una orquesta típica de la ciudad y por eso mismo no gustaba en el campo. Es que el tango, en aquellos años, no gustaba en el interior del interior del país. Era demasiada la distancia entre lo rural y lo urbano. Buenos Aires estaba muy lejos.

Por eso aunque cualquiera de la dos orquestas, la Típica o la Característica, tocara con éxito en cualquier ciudad de la Argentina, sólo la Característica podía llegar a gustar en medio del campo.

Los Bohemios era una Característica que hacía el repertorio de Maurice Chevallier, del bueno de Glenn Miller, y algo de Antonio Tormo con La Tropilla de Guachipampa siempre y cuando el tema fuera movido como para hacer un solo de trompetas y maracas con un final a lo Xavier Cugat, tipo: Chuáááá, chuáááá… que después inmortalizaron Los 5 Latinos con Estela Raval. Cualquiera de las dos orquestas, la Característica o la Típica, tenía entre diez y doce músicos y siempre tocaban en la ciudad. Era imposible que se presentaran en medio del campo tantos músicos y donde, como quedó dicho, nadie tenía la menor idea que existieran las Peggy, las Mery, el Cabaret, Tropezón, un amor en cada esquina ni el pucherito de gallina con viejo vino carlón.

Tampoco sabían de la existencia de los negros Simón que bailaban bahión ni habían visto jamás las piernas de Blanquita Amaro que, aunque más robustas, eran tan bellas como las de Dolores Barreiro. Ni los ojos de Zully Moreno, ni El Glostora tango club, ni La Máquina de Pedernera, Moreno, Labruna y Loustau.

Marzano fue un visionario.

Se adelantó a todo - hombres y tiempo - creando la música más sencilla y el ritmo más pegadizo y bailable.
Y para abaratar costos, viajar sin muchos instrumentos y repartir entre pocos las monedas que él creía que podían llegar a ganar en cada baile – con el tiempo fue mucho dinero - decidió formar una agrupación de cuatro músicos con cuatro instrumentos, es decir un cuarteto que divirtiera por igual a criollos olvidados y discriminados y a inmigrantes. Y al que en homenaje a su hija Leonor, llamó Cuarteto Característico Leo.

Lo de Leo quedó dicho por quien fue, y lo de Característico fue para diferenciarlo del Típico, es decir del tango, porque tenía pensado tocar de todo (menos tango) con un estilo propio que estaba inventando. Un estilo de Cuarteto cordobés sin una pizca de ritmo tropical porque en el interior de la provincia de Córdoba nunca hubo inmigrantes ni influencia de Centroamérica sino de Europa. Por eso el Cuarteto cordobés nada tiene que ver con la cumbia santafecina ni con la cumbia villera de Buenos Aires.

Al final el cuarteto fue de cinco porque a ellos cuatro le sumó un cantante. Marzano, que era viudo, sentó al piano a su hija Leonor que era una buena pianista pero sobre todo una adolescente que extrañaba la presencia de su madre y siempre quedaba sola en su casa cuando él salía a tocar con la Característica. En violín puso a Luis Cabero que era todo un concertino sobre el tejado, como presentador y cantante eligió a Fernando Achával, él mismo en bajo, y en acordeón a piano puso a un muchachito que era mecánico en la concesionaria Ford de Feigín Hermanos de calle Humberto Primo y que ya había tocado un par de veces con Los Bohemios: un tal Miguel Gelfo.

Cuando Miguel Gelfo se incorporó a Los Bohemios tenía dieciocho años y Augusto Marzano cuarenta y tres, por eso desde el primer día Marzano le dijo Miguelito y después todos, toda la vida, le dijeron así.

Cuando La Leo debutó en Colonia Las Pichanas, Miguel Gelfo tenía veintitrés años y su futuro suegro cuarenta y ocho. Dos años después de ese debut, mientras Glen Miller tocaba tiernamente Serenata a la luz de la luna a embelesados noviecitos norteamericanos para que otros norteamericanos embelesados con el poder de venganza por lo de Peal Harbourt lanzaran sobre Hiroshima y Nagasaky dos bombas atómicas, Miguel y Leonor se casaron. Tuvieron dos hijos, Eduardo y Nélida, quienes cuando eran bebés y todavía ni caminaban, en lugar de decir ajó decían Tunga/ Tunga; más vale.

No existe en la historia del mundo del espectáculo de la República Argentina una orquesta, un conjunto musical, una compañía de teatro, un actor, un mago, un circo o cualquier otra variedad artística que haya actuado en público tantas veces como lo hizo El Cuarteto Leo.

Aún hoy, en el año 2006, nadie ha conseguido igualarlo siquiera. Y si no figura en el libro Guiness de los récords es porque nadie se preocupó en recopilar la documentación exigida y presentarla.

El Cuarteto Leo actuó más veces que The Beatles y The Rolling Stones allá y que Juan D’arienzo, Alberto Morán y Alberto Castillo acá.

El Cuarteto Leo, aunque cueste creerlo, subió a un escenario más veces que Enrico Caruso, Libertad Lamarque después del chirlo de Eva Perón y que María Félix, la Doña, después de Agustín Lara aunque siempre haya sido María y bonita.

La Leo tiene más presentaciones en público que River, Boca, el Real Madrid de entónces con Di Stéfano y el de ahora con Ronaldo y Zidane, el Santos de Pelé con Pelé y el Nápoli de Maradona con Maradona.

La Leo trabajó más que las Ponce y estuvo frente al público más veces que cualquier otro mortal en la Tierra, incluidos, lo que no es poco, la compañía de radioteatros más grande del interior del país, la de Jaime Kloner junto a la estrellita de su emoción, Ana María Alfaro, quienes venían segundos a un pescuezo seguidos por el Circo Sardinita, Doña Fidela, Humberto Gambino, las plegarias de la gente cuando se enferma el Cura Vasco, los aplausos que cosecha Jairo cuando canta a capela el Ave María y las lágrimas derramadas en la provincia de Buenos Aires por la muerte de Rodrigo.

Desde aquellas patronales en Colonia Las Pichanas en Julio de 1943 hasta el 20 de diciembre de 1988 La Leo realizó, para sufrimiento de la Afip, la friolera de 12.863 bailes. Esto quiere decir que en 45 años, que son 16.425 días, La Leo actuó 12.863 veces y descansó apenas 3.562 días. En promedio, durante 45 años seguidos cada 10 días tocó 7,8 y descansó 2,2 días.

Desde diciembre de 1988 hasta nuestros días, es otra la historia.

Resulta difícil entender, como no sea por discriminación, cómo fue posible que semejante fenómeno pasara por alto en la historia de la música y en la historia de los fenómenos sociales no sólo de la provincia de Córdoba y del país sino también del mundo. Está claro que no fue dejadez ni olvido sino consecuencia del poder ejercido por la blanca y santa discriminación que reinaba dominante en la Córdoba de las campanas hasta la aparición de algunos valientes sacerdotes que hablaron en voz alta.

Ese poder, esa moralina, fue quien decidió excomulgar todo lo popular porque lo popular era cosa de negros y lo negro viene del Diablo. Especialmente a El Cuarteto Leo, quien a pesar de la inquisición realizaba seis bailes por semana entre clubes y patronales a un promedio de 1.800 personas por baile.

Cómo habrá sido la discriminación y el temor a reconocer el poder de convocatoria y la ascendencia de El Cuarteto Leo sobre ese pueblo de bailarines que bailaban como vivían y vivían como bailaban porque si no bailaban no vivían, que hasta al mismísimo Juan Domingo Perón le mintieron sin despeinarse. Y si alguien logró mentirle a Perón en el apogeo de su poder cuando tenía al país en un puño, ese alguien sólo pudo haber sido un fabricante de milagros. Y si no Mandrake.

Si lo hubiese sabido, es posible que Perón se hubiese interesado por el fenómeno de El Cuarteto Leo y lo que generó en su momento. De haber sido así, Córdoba sería la provincia más peronista de la República Argentina. Con una extra: A la hora del exilio, en lugar de haberse ido al barrio Puerta de Hierro, en Madrid, podría haber desensillado tranquilamente en La Toscana o en la pista Cherubini a tomar unos matecitos hasta que aclarara.
Además podría haber contribuido a develar uno de los grandes misterios de la humanidad que se producía continuamente y se adueñaba de los bailes de Cuartetos, porque, durante mucho tiempo, los fines de semana, dos o tres veces por noche y sin previo aviso, en La Toscana se cortaba la energía eléctrica y en plena oscuridad desaparecía misteriosamente el vino de todos los vasos.

Se dijo de todo.

Generaciones enteras de bailarines se preguntaron quién se ha tomado todo el vino, interrogante que a pesar de haberse convertido en famosa canción aun hoy no tiene respuesta. Como tampoco tienen respuestas las preguntas que mucha gente se hizo durante años, y aún hoy se hace, a cerca del fenómeno social que encabezó y acompañó El Cuarteto Leo y sobre el cual durante cuarenta años nada se dijo en los diarios cordobeses ni en la síntesis radial de las 22 que todos escuchaban.

En las décadas del 40, 50, 60 y ’70 en zonas rurales de las provincias de Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, La Pampa y norte de Buenos Aires, nadie convocaba más gente que La Leo; ni la propia Iglesia católica para el día de la Virgen, lo que es mucho decir.

Cierta vez, en 1949, en las afueras de Paraná, Entre Ríos, como no había un lugar de grandes dimensiones donde pudiera actuar El Cuarteto Leo, al dueño de la pista El Pingo se le ocurrió poner a un grupo de patricias cuarteteras entrerrianas a coser bolsas de arpillera durante dos días seguidos. Después las colgaron de alambres San Martín con el que demarcaron una hectárea, es decir una manzana, y ahí adentro en pista de tierra se hizo el baile y actuó La Leo a sala llena en un escenario levantado sobre cajones de vino Tomba y manzanas de Río Negro.

Otro día en un desolado paraje de Santa Fe, cerca de Tostado, cuando llegó La Leo era todo un desafío que la gente se enterara del baile porque no sólo no había luz eléctrica ni pista de baile; tampoco había pueblo. El desafío era cómo hacerle saber a la gente que esa noche actuaba nada menos que La Leo y en qué lugar.

Entonces a Miguel Gelfo, una vez más, le salió de adentro su veta marketinera y se le ocurrió hacer carteles colgantes con afiches de La Leo y colgárselos a las vacas mientras Marzano planificaba una descomunal e histórica estampida superior a la de paso de los toros. Los improvisados arrieros - marketineros pegaron unos cuantos gritos, hicieron algunos disparos al aire como para espantar a las vacas, y allá salieron al trote haciendo topless las primeras promotoras argentinas de la historia. La Leo actuaría a un costado del corral de donde salieron los animales y a donde volverían solos por estar aquerenciados y cuya marca y dueño era reconocidos por cualquier lugareño. A la tardecita, después de emparejar la tierra y hacer una hermosa y bien criollita pista de baile, la regaron con paciencia, y como quien no quiere la cosa la gente, feliz, empezó a llegar de a poco. Esa noche cortaron 2.067 entradas. Todo un récord.

El otro récord, el de venta de discos en la Argentina, es posible que hasta este año 2006 esté en manos de Antonio Tormo porque cuando nuestro país tenía casi doce millones de habitantes y medio millón de tocadiscos y vitrolas en el mercado, Tormo vendía dos millones de discos por año. Esto representa, aproximadamente, el 17% de la población de entonces y el 200% de la existencia de aparatos reproductores. Trasladando la estadística hasta nuestros días con 38 millones de habitantes, si algún cantante o grupo pretendiera sólo alcanzar a Antonio Tormo tendría que vender hoy en la Argentina seis millones de discos por año.

Con los temas El rancho e’ la Cambicha y Amémonos, el mendocino que de niño vivió en San Juan porque su padre trabajaba en una bodega sanjuanina, rompió todas las marcas conocidas. Con El Rancho e’ la Cambicha en un solo día en dos disquerías, solamente, ubicadas frente a Plaza Miserere (Plaza Once) y estación Constitución respectivamente en Capital Federal, vendió la friolera de 45.000 discos. Con el vals Amémonos (Buscaba mi alma/ con afán tu alma) vendió en una semana en todo el país 150.000 placas. Había gente que compraba discos de Tormo para tenerlos y mostrárselos a las visitas o a los amigos como quien muestra una foto autografiada y dedicada de puño y letra por su ídolo. Ni qué hablar del famoso veinte y veinte que con pasión y entusiasmo durante muchos años ordenaban los obreros cada vez que entraban a cualquier bar en cualquier ciudad del país. No alcanzaban a ingresar al local que ya hacían el pedido levantando la mano: Veinte y veinte, decían. Veinte centavos para el vaso de vino y veinte centavos para escuchar un disco de Tormo desde la vitrola.
La única competencia que pudo haber tenido Antonio Tormo en aquellos años podría haber sido El Cuarteto Leo y no Feliciano Brunelli que estaba muy lejos para atrás en tiempo y en cifras. Pero no fue así porque, aunque parezca mentira, aun teniendo el mayor poder de convocatoria en cualquier zona rural del país, El Cuarteto Leo todavía no había podido grabar su primer disco. Y era más o menos lógico que así fuera. Qué empresario o qué discográfica podía apostar y poner dinero para que grabara un cuarteto del interior creado por un viejo ferroviario devenido en contrabajista bohemio y en el que de cuatro músicos uno era él mismo y otros dos eran su hija y su yerno. Además con un mercado relativo porque La Leo tocaba en medio del campo, en lugares a veces inhóspitos donde ni siquiera había luz eléctrica y menos aún tocadiscos. Lugares perdidos en el medio de la nada. Pueblos fantasmas ni siquiera inventariados por Dios a donde no llegaban El Gráfico ni Billiken. Para cualquier sello discográfico, el negocio era vender discos a los provincianos exiliados en Buenos Aires, es decir cono urbano bonaerense, gran Buenos Aires y Provincia de Buenos Aires que era el mercado donde reinaba Tormo además de las grandes ciudades del interior.

Recién en el año 1953, es decir diez años después de su debut en Colonia Las Pichanas, el propio Augusto Marzano que había ahorrado moneda por moneda rompió el chanchito, se fue a Rosario, y en un sello grabador de aquella ciudad, el sello Trío, La Leo grabó su primer disco Long Play del que se imprimieron cinco mil copias.
Se vendieron como el pan caliente sin un solo aviso publicitario, sólo con el boca a boca al estilo de Los Redonditos de Ricota.

En menos de diez días no quedó ni un solo disco y muchos de sus compradores no sólo no tenían la menor idea qué era un disco o para qué servía sino que, ni siquiera, conocían la energía eléctrica.

El corte de aquel primer larga duración tenía mucha fiesta y mucha marcha porque era el pasodoble más famoso de la historia de los pasodobles y de La Leo, Sangre Ecuatoriana. Aunque también había una rancherita, En el Rancho de doña Lola, y un foxtrot, Baile usted, como para que criollos, mulatos, zambos, inmigrantes, hijos y entenados bailaran felices.

A pesar de semejante éxito en ventas, el Cuarteto Leo debió esperar cinco años más, hasta 1958, para grabar su segundo larga duración que se llamó Del brazo con la suerte.

Apenas dos discos grabados en quince años, un liderazgo indiscutido y una popularidad nunca antes vista ya que tenía fechas vendidas con dos años de anticipación, no tienen una explicación lógica.

A eso se le llama fenómeno.

Es cierto que La Leo iba a un mercado donde nadie podía vender discos porque no había electricidad ni tocadiscos. Pero justamente ahí está parte del fenómeno: que vendiera discos donde nadie sabía qué era un disco ni para qué servía y el que sabía no podía escucharlo.

Con el tiempo, El Cuarteto Leo batió todos los récords.

Hasta 1970 había grabado 53 discos long play ganando la friolera de 18 discos de oro por sus ventas en la época que se un disco de oro se entregaba por cada millón de discos simples vendidos.

Eso también se llama fenómeno.

Del brazo con la suerte, el segundo registro de El Cuarteto Leo, superó al primero y se vendió más rápido que aquel.

Para aquella histórica placa La Leo formó con Miguel Gelfo en acordeón a piano Hohonner con nácar rojo, Leonor Marzano en piano con radiador, José María Saracho en violín, Augusto Marzano en chancha, y José Sosa Mendieta en voz, canto y encanto.

Dos años antes de aquel segundo disco, el abuelo de Eduardo Gelfo se dio otro gran gusto en su vida artística revalidando de paso, y por si hiciera falta, su olfato para el éxito popular y su innato sentido de adelantarse en el tiempo.

El primer gran acierto había sido crear El Cuarteto Leo para divertir a quienes nadie divertía. Y el segundo fue apuntar a la ciudad pero con la precaución de acercarse de a poco antes de dar el gran salto.

Marzano había advertido que la llamada revolución industrial en Córdoba estaba generando un éxodo de juventudes rurales hacia la urbe que en algún momento haría que la aldea creciera.

Y no se equivocó.

El impulso que le había dado a la industria desde 1949 el brigadier Juan Ignacio San Martín, entonces gobernador de Córdoba, fue avasallante. Córdoba llegó a ser el polo industrial más poderoso de Sudamérica. La creación del I.A.M.E y su Escuela de Aprendices. La fabricación del avión IA 22 DL al que todos los trabajadores le decían Dele-Dele. La invención del primer avión del mundo sin hélices, el Pulky. La moto Puma. El primer tractor argentino: El Pampa. El Rastrojero, la proliferación de pequeñas fábricas y talleres mecánicos en los barrios, hoy autopartistas. La urbanización de nuevos sectores, Talleres, Belgrano, el Córdoba Sport, el Abasto, las mujeres que llaman la atención, el vino, los alfajores y La Voz del Interior (como decía El Chango Rodríguez) eran demasiados síntomas de personalidad, progreso y aglomeración humana como para pasarlos por alto.

En menos de diez años en la Fábrica Militar de Aviones se construyeron 1.030 aviones, es decir más de cien aviones por año. En 1927 la ciudad de Córdoba era una aldea que tenía apenas 250.000 habitantes y todas las noches, por orden de la empresa ANSEC que distribuía la energía eléctrica, las vidrieras de los comercios del centro de la ciudad eran alumbradas sólo por lámparas a kerosén porque la energía no era suficiente. Sin embargo en 1960, Córdoba capital ya tenía 600.000 habitantes y antes de la década del ’70 sumaba más de 800.000.

En 1939 en toda la provincia de Córdoba había 4.000 industrias, pero en 1951 había 40.000.

En 1954 se asentó Fiat en Ferreyra y en 1955 IKA (Industrias Káiser Argentina, la Káiser, hoy Renault ) en Santa Isabel.

El desafío era cómo hacer para entrar en la ciudad y no morir en el intento. Marzano sabía que había varias Córdoba en una sola.

La gente veía una, pero él no. Él sabía que eran muchas y que cualquier error podía dar por tierra con todo lo hecho hasta el momento.

Estaban la Córdoba lectora que leía el diario Los Principios, la que leía La Voz del Interior y la que leía solamente el diario Córdoba que era vespertino.

Si no leía uno de los tres diarios, no era de Córdoba.

La Córdoba de las campanas, religiosa, conservadora, y de doble apellido leía Los Principios. La Córdoba obrera leía La Voz del Interior que la tapa del diario eran de avisos clasificados y la contratapa de noticias policiales. Y estaba la que leía el vespertino Córdoba cuando no veía la recién aparecida televisión. Pero también había una Córdoba perfumada, de turismo a la violeta, que usaba colonia Atkinson y tomaba Cinzano con hielo y limón en Alta Gracia preocupada sólo por los resultados en Wimbledon, los conseguidos por el CASI y por Indios Chapaleufú, y eso que todavía no había nacido Adolfito Cambiasso; ni la Dolfina.

Y estaba la Córdoba sudorosa y proletaria. La que todavía no había inventado el Fernando pero ya tenía predispuestas las mediterráneas papilas gustativas para tomar sangría con cucharón de la olla y luego chupar los limones amoratados por el tinto mientras metía los pies en el Suquía a la altura de La Calera.

Una Córdoba elevaba vítores a jugadores de rugby y de polo con 10 de handicap, la otra le putueaba la madre al referí por un gol en orsay.

Una Córdoba prefería canapé de salmón o de paté de foie. La otra Córdoba estaba inventando el choripán. La mayoría de los hombres de Córdoba iba a Las Ponce pero más de la mitad lo negaba aunque tuviera en la billetera una foto autografiada de puño y letra por La Chorro Ancho.

Una Córdoba en allegro moderatto escuchaba conciertos por Radio Nacional, y la otra, en allegro rampante mama mía tutti porca miseria, a Pancho Olguín por LV2 y a Armando Miguel Montoya en Hora del pedido por LV3.

Con la Córdoba estudiantil que escuchaba a Martín Paz ó a René S. Lutter, Marzano prefirió no meterse porque intuyó que serían los hijos o los nietos de criollos e inmigrantes, si alguna vez ingresaban a la Universidad, quienes decidirían cómo, cuándo y qué.

Y tampoco se equivocó.

Fue en el agite de los ’80 en el Comedor Universitario cuando el Cuarteto cordobés entró en la Universidad de la Reforma.

En el invierno de 1956, trece años después de su debut y con sólo un disco grabado, La Leo hizo su primera aproximación a la ciudad y desembarcó en lo que ahora se conoce como El Cinturón Verde de Córdoba capital.
Primero tocó en la pista El Negrito, que estaba en camino a Los Molinos. Debutó y gustó. De allí saltó a la pista Cherubini. Luego a Santini - Muñoz, el club Jabase, y La Carbonada, hasta que tocó en lo que con el tiempo llegó a ser la catedral del Cuarteto : La Toscana.

Durante trece años, desde 1956 hasta 1969, El Cuarteto Leo orbitó la ciudad de Córdoba tocando sólo en la periferia, a cincuenta, sesenta o más cuadras de Colón y General Paz pero sin meterse en sus entrañas porque, si bien La Toscana se ubicaba en Juan B. Justo casi al cuatro mil, en aquellos años estaba más cerca de la zona de quintas que del asfalto.

Marzano y Gelfo, conocedores del mercado como que lo habían inventado, tenían sus motivos y sabían que todavía no había llegado el tiempo para entrar a la docta urbe propiamente dicha.

El primer motivo era que la mayoría de los cordobeses de la ciudad le tenía asco y desprecio a la música de La Leo, y la minoría restante también.

En aquellos años, cada vez que la realidad pasaba lista, la mayoría y la minoría mostraban su compromiso con lo popular levantando los hombros, blanqueando los ojos, meneando la cabeza, y espetando esta proclama reformista y cuasi revolucionaria: Y... mientras haya salud.

No sólo a la música de La Leo despreciaban estos compatriotas sino a los músicos que tocaban en La Leo, a la gente que bailaba con La Leo y a todo aquello que tuviera olor a Cuarteto o apenas sospecha de Cuarteto porque para ellos el Cuarteto era cosa de putas y de negros y ya se sabe cómo es esta clase de gente, herejes de mierda, que Dios los perdone, decían.

De tal manera y como la cosa más natural del mundo, en Córdoba se ejerció una abierta y pública discriminación racial nunca denunciada, siempre disimulada y permitida por la educación, la Justicia, los medios de difusión, y la iglesia católica. Faltó un pelito así para tener a algunos cordobeses con capuchas blancas en la cabeza clavando gigantescas cruces de madera ardiendo en la puerta de La Toscana.

Mucha gente en Córdoba no sabía en aquel tiempo, y aun hoy no quiere saber, que discriminar quiere decir separar. Separar es elegir y elegir es quedarse con una parte, la mejor, descartando la otra para tirarla a la basura. Cuando se trata de frutas el sistema es perfecto, pero cuando se trata de seres humanos es siniestro.

Ese extremo racista disimulado por las costumbres que son las que hacen las leyes, por el famoso humor cordobés, por nuestro cantito al hablar y el no te metas tan argentino, tuvo su nefasto esplendor a partir de 1974 con José López Rega en el papel de Tomás Torquemada y luego con la llegada del gobierno militar. Ellos censuraron oficialmente la difusión de la música de Cuartetos por las emisoras de Córdoba y persiguieron, encarcelaron, y hasta torturaron gente por el solo hecho de tener una pigmentación diferente, arrastrar los pies para bailar y las vocales para hablar. En aquellos años de la dictadura militar, el más perseguido fue la Mona Jiménez y los más golpeados y torturados sus seguidores.

La otra razón para la demora en debutar en la ciudad era que El Cuarteto Leo no tenía todavía un repertorio para el hombre urbano y su realidad.

El hombre, cualquiera lo sabe, también es su paisaje. Y tanto Marzano como Gelfo sabían que no era lo mismo divertir a inmigrantes y a criollos de bombacha bataraza que a gente de overol de la ciudad que se pasaba diez horas por día parada frente a un torno.

El problema no era el ritmo sino il tempo y las letras

El problema era, además, el número de legajo y la tarjeta asignada para marcar entrada y salida de fábrica que pasó a ser la nueva identidad del hombre urbano. Pero la verdadera y más poderosa de las razones para esa demora anunciada era que Córdoba, como otras ciudades del mundo en crecimiento, no era lo que aparentaba ser sino lo que era.

Y por entonces Córdoba era apenas una indefinida aldea.

En otoño olía a humo de hojas secas quemadas por las viejas junto al cordón de la vereda. Y a cuadernos Lancero. Y a niños tomen distancia...

En primavera olía a glicinias y a Paraísos florecidos. Y a Glostora, la de la juventud triunfadora. Y a Propalación Saturno, la inconfundible voz amiga de toda Córdoba. En invierno y en verano olía a conventillos húmedos, y todo el año a Palmolive, el suave jabón de belleza...

Córdoba era una aldea de felicidad infinita, con alianzas de La Joyita.

En las décadas del ‘50 y del ’60, en la ciudad de Córdoba había gente que miraba las vidrieras de Grimoldi y luego iba a tomar té para dos con Selva Negra en la Confitería Oriental. Pero también había gente que aprovechaba la barata de Calzado Los Gallegos y después comía una muzzarella con fainá en la San Luis o tomaba de parado un vino con una milanesa picada en los bodegones del Mercado Norte. Unos soñaban con ser Gregory Peck o Mirtha Legrand, otros estaban convencidos que ya lo eran. Unos escuchaban a Ray Coniff, los otros empezaban a bailar con Sosa Mendieta.

Y estaban quienes no frecuentaban confiterías paquetas, pizzerías populares con baños malolientes, bodegones con olor a queso rancio y curdas hablando en voz alta. Y ni siquiera iban a Las Ponce.

Ellas, las doncellas, leían Corín Tellado y después de emprolijarse el rímel corrían al curso de corte y confección en Academias Teniente o al de dactilografía en la Pítman.

Ellas todas las noches soñaban que al otro día, mientras llovía, una voz grave les recitaba al oído las rimas de Bécquer mientras les hacía el amor en la piecita del fondo. Y a la noche siguiente, eso era lo grave de la voz, las abandonaba mientras dormían.

Ellos iban a estudiar a La Chacra, al Jerónimo Luis, o al Montserrat. Se instruían con Astolfi y con Juan Ramón Giménez, aquel gallego que solía tener un burrito cuyo trote era imperceptible al oído porque tenía cascos de algodón. Ellos también estudiaban en la Universidad reivindicando postergados sueños paternos de doctor, mientras de paso buscaban alguna bandera nueva y propia para izar.

Todas ellas y todos ellos escuchaban por radio al jujeño Enrique del Campo que era una resonancia musical y a Percy Llanos que era peruano como Chabuca pero además era El Discotecario de la Noche de Radio Universidad.

Eran hijos de empleados bancarios, empleados públicos, empleados del Correo, del Ferrocarril, de la maestra, o del farmacéutico de la esquina.

Era la época en que antes de integrar el Cuarteto Corazón junto a Jairo, Daniel Salzano se había enamorado perdidamente de una vendedora de casa Los Gobelinos a quien durante años le dedicó infinitas indirectas y notorias cartas de amor desde La Voz del Interior.

Y ella como si nada.

Es más: Se sabe que Salzano todas las noches soñaba que al otro día, mientras llovía, por el laberinto de escaleras del diario hacia el nido de la Sección Espectáculos bajaban la Pachanga Salinas y la Gallina Sarmiento y al unísono le decían: - Daniel, te busca una vendedora de Los Gobelinos.

Cuando Los Gobelinos cerró sus puertas, Salzano se fue a vivir a Madrid. Así le dijeron en la puerta del diario la Pachanga y la Gallina a una piba que preguntó por él un día que llovía. La piba tenía uniforme de vendedora y se notaba que estaba apurada por ir a llorar.

Con los años, una madrugada, Salinas y Sarmiento vieron a la dama con un caballero sentada cerca del piano, bajo las luces de neón, junto a un tipo que era casado tomando Caballo Blanco en el Bar Unión. Afuera hachaba el aire un aguacero. Se notaba que ya no estaba apurada por irse y que disimulaba un llanto por dentro. Porque si algo tienen de bueno los chaparrones en Córdoba, es que son ideales para terminar con un gran amor, ya que bajo la lluvia todos los lagrimones son pardos.

Por fin trece años después de orbitar la ciudad, un viernes de la segunda semana del mes de Febrero del año 1969, cuando Córdoba empezó a mirar por sobre el hombro a otras ciudades de otras provincias como síntoma universal de crecimiento porque así son las ciudades y sus ciudadanos cuando crecen, El Cuarteto Leo tocó por primera vez en Córdoba capital y comenzó a escribir la otra parte de la historia.

Era carnaval, cerca de las once de la noche, en Alta Córdoba, sede del club Rieles Argentinos. Sorpresivamente quedaron casi quinientas personas afuera y otras tantas que no pudieron llegar. No cabía un sólo bailarín más. Ni siquiera una simple serpentina, graciosa y fina.

Y entonces ellos llegaron en sus motos.

Otros en Rastrojeros, en colectivo, o en taxi.

Venían como a la fábrica: apurados y en hilera.

Tenían cromados los caños de la Puma Cuarta Serie, y una rosa roja fileteada en el tanque de la Gilera.

Hablaban en voz alta. Usaban zapatillas Boyero, championes Pampero o zapatos de Mil Saldos y Los Gallegos.
Ellas, las doncellas, usaban anchas vinchas blancas, el pelo batido y se peinaban con spray.

Las más langas sólo se hacían la Toca.
Ellos eran operarios, ellas empleadas domésticas.
En aquellos carnavales del ´69, llegaron al baile de Cuartetos como siempre llega el pueblo a las cosas: muchos, todos juntos, y para siempre.

Alejandro González Dago

En la Córdoba de la Nueva Andalucía
En el día del Cuarteto, un fragmento de mi ensayo El Libro de los Cuartetos
Historia del Cuarteto Cordobés. Publicado en el año 2007