Por: Manolo Lafuente

Así como hay lenguas prolijas que construyeron monstruosidades, existen lenguas sepultadas por malas que erigieron belleza.

Quizá ahora en el marco o en los ecos del Congreso de la lengua, no quede mal decir que en estos tiempos “hay que tener mucha “cancha” para echar al “buche” alguna “achura”. Tampoco fue censurable el definir la actualidad como dando “ocote”, palabra usada sin rubor por una profesora muy universitaria, sin que por eso se haya tenido que irse al idem de su cargo.

Ironías aparte, el quechua está presente en nuestra habla cotidiana aunque no lo sepamos y aunque Vargas Losa haya dicho que “América era una torre de Babel antes que vinieran los europeos”, ignorando que ya, Gilles Deleuze había definido como una “torre babélica de parloteo balbuciente”, al mundo al que nos quieren volver los que tendrían que irse de acá.

La solución es la cruza, creía Jorge Amado.

La confluencia, pensaba Jorge Washington Abalos.

El escritor, maestro y científico santiagueño escribió “Shunko”, novela ya clásica que Lautaro Murúa llevara al cine y que cuenta el inicial topetazo entre  un niño quechua hablante de Santiago del Estero y su maestro proveniente de la gran ciudad. Los prejuicios etnocentristas del maestro y su ignorancia de la cultura quechua y los niños, lo llevan a entrar en conflicto con sus alumnos y a distanciarse de ellos. Poco a poco es el maestro el que comienza a aprender de sus alumnos y a establecer una relación de respeto y aprendizaje mutuo.

Quizás las malas lenguas sean las que tanto nombran y nada leen a Jose Luis Borges ¿no?