Mientras todas las miradas están puestas en el juicio del año que se lleva adelante en la Cámara 8va. del Crimen, tribunal que juzga a 13 policías por la muerte de Valentino Blas Correas, en la Cámara 5ta. del Crimen de Córdoba acaba de concluir el juicio por uno de los crímenes más alevosos que sufriera un policía en los últimos años: la ejecución del policía retirado Héctor Pedro Ruiz.

El 21 de noviembre de 2020 en horas de la noche, y después de un día de trabajo cumpliendo funciones de Policía Adicional, Pedro Ruiz se dirigía a descansar a su domicilio a bordo de su motocicleta marca Honda XR250 Tornado. Pero no se percató que en otra motocicleta de menor cilindrada, dos hombres jóvenes lo seguían a distancia. Al llegar a la altura de Río Negro al 900, en pleno Barrio Observatorio, los delincuentes decidieron que era un lugar apropiado para concretar el asalto: la oscuridad y la ausencia de personas en la calle fueron las claves. Sin mediar palabras ni humanidad, y claramente superados por la mayor velocidad y agilidad del rodado de Ruiz, optaron por dispararle con un arma de grueso calibre, en plena marcha. El proyectil ingresó por un costado, impactó en un riñón del desafortunado policía, y su cuerpo fue atravesado completamente, impactando posteriormente el mismo proyectil en su mano derecha, que también fue traspasada, produciendo finalmente daños en el manillar de la motocicleta.

Derribado, con una gravísima lesión en su torso, y su mano derecha destrozada, Ruiz intentó en vano evitar el robo con sus últimas fuerzas. Llevaba una mochila, y dentro de ella, el termo, un mate, sus documentos personales, algunos pocos pesos, una foto de su madre y de su hija, y la pistola que había comprado para hacer Servicios Adicionales tras haber pasado a retiro hace ya unos años.

Las heridas habían sido muy graves, y estaba absolutamente imposibilitado de maniobrar su mano hábil, por lo que no representaba ningún tipo de amenaza para los asaltantes. Pero aún en su estado, logró ponerse de pie, y su obstinación en proteger la mochila centró la atención de los delincuentes en ella.

Los asaltantes no tenían tiempo que perder, ni un asomo de piedad en su conciencia: y estaban ante un hombre que, a pesar de las tremendas y dolorosas heridas de arma de fuego, y un traumatismo de consideración producto de la caída de la moto, no soltaba su mochila; pero al mismo tiempo, esta insignificante resistencia no representaba en absoluto un peligro ni mucho menos un obstáculo de consideración para los asaltantes. Pero sin dudar, uno de los sujetos se le aproximó y le efectuó otro disparo a corta distancia, esta vez al tórax. Pedro Ruiz cayó de rodillas ante sus matadores. Pero con el último hálito de vida, continuaba aferrado a su mochila.

De rodillas enfrentó la muerte. Porque, sin dudar, le volvieron a disparar otra vez en el tórax. Pedro finalmente se derrumbó a los pies de sus asesinos, mientras un hemotórax masivo inundaba sus pulmones de sangre. Sin resistencia alguna, ahora sí pudieron sacarle la mochila, tomaron algo del suelo —al parecer su celular— y la persona que lo había ejecutado trepó a la moto del desgraciado policía, huyendo ambos delincuentes del lugar: el objetivo, claramente, era robar una motocicleta que se destaca por su maniobrabilidad y extrema agilidad en el paisaje urbano. Eran motochoros que necesitaban una moto con esas características como para poder seguir “trabajando”.

Todo sucedió muy rápido, en menos de 30 segundos. Porque un asesino no necesita tanto tiempo cuándo está completamente dispuesto y decidido a la acción.

Si bien a la hora del hecho la calle estaba desierta, un vecino de la zona con sueño liviano, se despertó con el primer disparo, y asomándose por la ventana de su departamento ubicado en un primer piso, pudo ver el detalle de la espantosa escena: cómo el moribundo, “cansado y abatido” según sus palabras, Pedro Ruiz se aferraba a su mochila. Y lo más tremendo: el modo en que, sin ningún tipo de reparo, y del mismo modo que una persona realiza una tarea mecánica que muchas veces ha llevado a cabo, le dispararon no una, sino dos veces. La primera, como dijimos anteriormente, dejando a Ruiz de rodillas, casi suplicante ante sus verdugos. La segunda, simplemente para vencer toda resistencia y poder terminar su trabajo sin inconvenientes. El testigo quedó totalmente traumatizado. “Fue muy movilizador. Como si me hubiera pasado a mí: lo mataron como a un perro” fueron sus palabras en el juicio.

Pedro Ruiz murió en la calle, antes que pudiera ser asistido. Las heridas habían sido inferidas a muy corta distancia, con un arma de grueso calibre y en zonas vitales, con el claro objetivo de producirle la muerte solo para eliminar cualquier tipo de resistencia y poder robarle sin contratiempos. La mejor forma de poder lograr su objetivo, entendieron sus asesinos, fue destrozando el cuerpo de Ruiz.

Luego, vinieron los trámites de rigor. Llegaron los móviles policiales, una ambulancia y más tarde, personal de la Policía Judicial. El problema es que habían robado todas sus pertenencias, entre ellos sus documentos y su teléfono. Y además había otra situación y era que Pedro vivía solo y nadie notó su ausencia. Por esa razón el cuerpo de Ruiz permaneció mucho tiempo en la Morgue Judicial como un N.N. Recién pasado un lapso de tiempo considerable llegó el informe dactiloscópico, y un antiguo compañero suyo, el más antiguo investigador de la División Homicidios, pudo identificarlo. Mucho tiempo después que sucediera toda esta tragedia, la anciana madre del policía, y su hija, pudieron saber que Ruiz había sido asesinado, viviendo una situación doblemente dolorosa: por la pérdida humana de un familiar, y por el tiempo que había transcurrido hasta que el cuerpo fue identificado y ellos notificados.

Resta decir que el velorio del ex policía fue sumamente penoso, y no solo por su lamentable y trágica desaparición física; sino porque la familia no podía costear los gastos de un cajón. Con el apoyo de sus excompañeros y con un tardío y limitado apoyo de Servicios Sociales, finalmente se pudo llevar a cabo.

La investigación no fue nada simple, y como es habitual, inicialmente se tejieron hipótesis de todo tipo, incluso algunas que atribuían o intentaban atribuir a la víctima, injusta e infundadamente, alguna relación con los victimarios, cuándo aún nada se sabía de ellos. Pero pronto quedo claro que había sido una ejecución en el curso de un robo. Realizado el inventario de los objetos sustraídos, se advirtió que el teléfono que le habían robado a Ruiz podría permitir llegar a los autores.

Fue merced a una minuciosa y paciente tarea de monitoreo sobre el número de IMEI del equipo, que llevó adelante el investigador policial del caso, el Sargento Rodolfo Palazzi, que se logró determinar que el celular robado había sido reutilizado después del hecho, por alguien que introdujo otra tarjeta SIM. Así fue como los investigadores llegaron primero a identificar a una mujer, que los condujo al reducidor de una parte de los bienes que le habían sustraído a Ruiz, una persona de nombre Mario Raúl Bustos y que fue el tercer acusado en esta causa.

Ocurrió que la tarjeta SIM había sido registrada a nombre de una persona que en ese momento estaba detenida. Pero las diligencias que realizó Palazzi permitieron dar con una mujer relacionada a esta persona. Esa mujer, era la madre de una joven; y esta, era amiga de la hermana del reducidor, Mario Raúl Bustos, al que los autores del hecho le habían vendido o consignado parte de lo sustraído. De ese modo el teléfono había llegado a su poder, ya que aquella mujer se lo había comprado a Bustos, con quien tenía cierta proximidad. Pero enterada que el equipo había sido sustraído a un policía asesinado, se lo devolvió y le reclamó le retornara el dinero que había pagado por el aparato. Y fue justamente al intentar negociar la restitución del dinero que advirtió esta mujer, que Bustos permanecía con una de las personas que se comentaba, era uno de los asesinos del policía Pedro Ruiz, Diego Valentín Cravero, alias “Negro Diego”. Y que su cómplice en este y aparentemente también en otros hechos de robo, había sido una persona próxima a Cravero, de nombre Gabriel Sebastián Murúa, alias “Gordo Chuki”.

TODOS LOS CAMINOS (de una buena investigación) CONDUCEN A ROMA

A los asesinos, los bienes sustraídos a Ruiz, “les quemaban”. Y sabían que debían deshacerse de todo lo antes posible. Si bien en un primero momento no supieron que habían ejecutado un policía, al revisar el botín fue cuándo se dieron con la credencial policial del Sargento Ayudante retirado y con su arma. Sabían que habían traspasado un límite y debían deshacerse de todo aquello que los incriminara. Pero en el curso de estas acciones, sobre las que puso su atención el investigador del caso, comenzaron a surgir comentarios a las personas de su entorno, sobre lo que había ocurrido. E incluso y aparentemente con el objetivo de impresionar a algunos de sus interlocutores, comenzaron a sacarse fotos con objetos relacionados al caso, descuidándose en ocultar algunos detalles muy importantes, que después sirvieron para incriminarlos.

A decir verdad, esto de hablar o incluso de sacarse fotos, casi siempre sucede en ciertas franjas etarias y en ciertos tipos de delitos. Solo que en este caso el investigador a cargo de la tarea se ocupó de reconstruir pacientemente cada uno de las acciones de los asesinos.

Así fue como se llegó a conocer que querían vender la motocicleta usada en el hecho, un scooter de 110 centímetros cúbicos de color negro, que había quedado registrada tanto en los momentos previos, como durante el hecho —por una cámara ubicada en el lugar— y también tras su huida. O también, las fotos que, después del hecho, Cravero le envió a una joven, empuñando una pistola Bersa calibre .380, idéntica al arma que le habían robado Ruiz. Y también idéntica a la que usó Fernando Sabag Montiel en el intento de asesinato de CFK. Del mismo modo que Sabag Montiel, Cravero posó con el arma, solo que en este caso, después del hecho; en una conducta tan reiterada como autoincriminante en ciertos tipos de personalidad.

También pudo conocer el investigador de Homicidios que después de ultimar a Pedro Ruiz, ambos matadores fueron a una fiesta. Y en ella Cravero contó a unos presentes, como si de una hazaña se tratase, lo siguiente: “Me la mandé. Matamos un rati para el lado de Observatorio, le llevamos una 380 y una Tornado. Le disparamos como tres tiros. Lo dejamos tirado y volamos”.

Todo esto fue recolectado minuciosamente por el Sargento Palazzi y de a poco se fue reconstruyendo lo ocurrido con un nivel de detalle creciente.

Cravero en el juicio dijo dedicarse a la venta ambulante. Pero quedó plenamente demostrado que se dedicaba casi exclusivamente a perpetrar robos de manera muy violenta, camino que había iniciado a muy corta edad. “Trabajaba” con varias personas, entre ellos con “ChukyMurúa, su cómplice en este caso. Y Cravero era plenamente consciente del camino que había tomado, a tal punto que después de ocurrido el asesinato a Pedro Ruiz, y hablando con quien fuera su pareja y con quien tiene un hijo, le pidió “disculpas por la vida que había elegido”.

Porque Diego Cravero acostumbraba cometer robos con un despliegue inusitado e innecesario de violencia. Incluso en el debate surgió que al día siguiente del hecho, le disparó con un arma de fuego a un grupo de personas, hiriendo a tres de los presentes en la reunión. Y ese mismo día, utilizando también un arma de fuego, había asaltado a tres personas que se conducían en una moto; y con sus cómplices, lograron apropiarse de rodado. Esta vez al parecer no le resultó necesario o tal vez no estuvo en sus deseos ultimarlos, pero sí fue muy violentos con ellos. Como sea, el delito claramente era una forma de vida para Cravero. Y todos los indicios lo señalaban como uno de los protagonistas de la ejecución y robo a Pedro Ruiz.

LOS FISCALES

La instrucción que llevó adelante la Fiscal de Instrucción Jorgelina Gutiez fue impecable. Porque logró reconstruir con muy pocos testigos y con base en indicios y prueba técnica, un hecho que sucedió de manera muy rápida y en plena oscuridad; llegando luego de varios días de trabajo a un nivel de detalle tal que permitió acusar a Cravero y a Murúa como los supuestos autores materiales de homicidio calificado, y a Bustos por el encubrimiento agravado. La Dra. Gutiez es una funcionaria de una larga trayectoria, muy avocada a su trabajo y que por lo general evita el contacto con los medios de prensa. Pero es tan eficiente como silenciosa. Prueba de ello fue el resultado de esta investigación, que llevó a juicio a los tres acusados.

Pero la tarea no estaba concluida. Y ya en el juicio, fue el turno del Fiscal de Cámara Marcelo Alejandro Fenoll, un funcionario que inició su carrera en la Policía de la Provincia de Córdoba en los primeros años de la década del noventa, y que en el año 1996 optó por integrarse a la Policía Judicial que comenzaba a forjarse, institucionalmente, tal y como hoy la conocemos. De manera ordenada y criteriosa, Fenoll recorrió en los últimos 26 años un extenso camino que lo llevó desde un escritorio de sumariante en una Unidad Judicial de número de la ciudad de Córdoba, al actual cargo de Fiscal de Cámara. Y aunque en el caso de un funcionario dedicado todos los destinos que le tocan son desafíos importantes, fueron dos los que lo marcaron a fuego: su paso por la Unidad Judicial Homicidios y su desempeño, años más tarde, como Fiscal de Instrucción.

Es que en Homicidios le tocó integrar lo que se conoce como “Generación Dorada”, dónde compartió su trabajo con funcionarios de la talla de Raúl Garzón, Gustavo Reinaldi, Marcelo Hidalgo, Eugenio Pérez Moreno, Marcelo Jaime o “Pino” López Villagra, entre otros. Años más tarde Fenoll se destacó como Fiscal de Instrucción en su paso por el naciente Fuero de Lucha Contra el Narcotráfico; pero sobre todo como Fiscal de Instrucción en el Distrito III, lugar donde realizó una tarea muy prolija y productiva.

A la hora del juicio, toda esa experiencia fue determinante para articular la prueba que logró destrozar las estrategias defensivas de los imputados, demostrando acabadamente Fenoll que Pedro Ruiz y sin razón alguna, había sido salvajemente fusilado solo para poder robarle sin ningún tipo de contratiempo ni problema. Fue vehemente y muy enfático en la acusación. De hecho, una de las frases que usó en el juicio, titula esta crónica.

Todo esto determinó que los Jurados Populares y los Vocales de la Cámara 5ta. del Crimen, convencidos por las pruebas y la articulación con que se expusieron, condenaran finalmente y por unanimidad a Gabriel Sebastián Murúa, alias “Gordo Chuki” y a Diego Valentín Cravero, alias “Negro Diego”, como autores penalmente responsables de los delitos robo calificado y homicidio calificado criminis causae, imponiéndoles la pena de prisión perpetua. Y a Mario Raúl Bustos, el reducidor de los objetos robados, como autor penalmente responsable del delito de encubrimiento agravado, imponiéndole una condena de 3 años y 3 meses de prisión, que se unificó con otro hecho anterior.

LA SILLA VACÍA

Ya han pasado casi dos años desde la desaparición física de Pedro Ruiz, pero sus compañeros de años de trabajo lo siguen recordando por su humanidad y buen trato, su hablar pausado, su reflexividad y particularmente por su buen humor. Presente en cada reunión y en cada asado con sus amigos de promoción, quienes lo siguen considerando un hermano de la vida, solía ocupar en todas las reuniones sociales una merecida centralidad por su histrionismo e inteligencia a la hora de divertir a sus amigos.

Habitué de los cafés de Alta Córdoba, se lo podía encontrar por las mañanas casi con total certeza tomando un café en alguno de los bares ubicados en calle Jerónimo Luis de Cabrera, sobre todo en los emplazados frente a la Estación Alta Córdoba. Ese era su espacio de socialización y relax, siempre que no estuviera trabajando. Porque Pedro Ruiz y al igual que miles de policías cordobeses ya jubilados, obligadamente tenía que hacer adicionales para poder llegar a fin de mes.

Así lo documenta la fotografía que un compañero de trabajo le sacó en su último cumpleaños y que ilustra esta nota: celebrando con otro policía, con mate y un pan dulce que hacía las veces de torta de cumpleaños. La existencia de un hombre trabajador, humilde y abnegado, que a sus 55 años y con muchísima vida por delante, fue ejecutado de manera tan injusta como salvaje. Sus irracionales verdugos al momento del hecho tenían poco más de 20 años y una vida absolutamente desordenada por los ilícitos y la violencia: claramente fueron por la moto de Ruiz para seguir escalando en su trayectoria de profesionales motorizados del delito, una modalidad que azota cada vez más las calles de Córdoba. Ahora pasarán gran parte de los que les queda de vida en una cárcel; y recién cuándo estén próximos a los 60 años, podrán tener la posibilidad de volver a vivir en libertad.

La sentencia ha sido dictada y muchos lo sintieron como una reivindicación. Pero el Derecho Penal no da nada a nadie, sino que le quita a unos por los daños que le han hecho a otros. O sea, todos pierden. La muerte de Pedro Ruiz lamentablemente, se ha transformado en una postal más de la inseguridad creciente y que cada vez genera más alarma entre los cordobeses. Pero también es la radiografía de la realidad de tantos policías honestos, que tienen que seguir trabajando mucho más de lo que el común de la gente imagina, solo para poder cubrir las necesidades básicas de sus familias.

Pero lo que es más lamentable fue que en el juicio que se juzgó y condenó a tres personas por el fusilamiento de Pedro Ruiz, la presencia institucional apoyando a su familia fue prácticamente nula.

Un triste y solitario final el de Pedro Ruiz. Cuya muerte, y salvo para sus seres queridos y excompañeros, lamentablemente quedará como un dato estadístico de la creciente inseguridad en Córdoba. Y sobre todo como una muestra elocuente de que tanto la honestidad como el dolor de las familias de los policías muertos, suele estar completamente ausente de los temas de agenda de un Estado Mayor cada vez más distante de los y las policías, a los que paradójicamente, les reclama tanta entrega cuando están en actividad. Pero tanpoco acompaña a los que dejaron sus años más valiosos al servicio de una institución que les da la espalda, lamentablemente en los momentos que ellos o sus seres queridos, más los necesitan.