En “La manía argentina” Carlos Correas pone en evidencia como, a partir de 1976, el gobierno de facto educó “conceptualmente” al pueblo “en y para la guerra”. Es lo que él llama la guerrificación del lenguaje. El proceso, entonces, fue una intervención lingüística que comenzó por instalar conceptualmente un lenguaje bélico que dividía entre un “nosotros” (los argentinos), un “ellos” (la subversión) y un tercero, el de “los indiferentes”.

No hay que olvidar que “el gran orador del proceso” fue el almirante Emilio Massera, hombre instruido en la lingüística, quien no perdió nunca su preocupación por el lenguaje y por la amenaza que teorías como el marxismo significaban para sus buenos y cristianos usos. De allí la desconfianza que generaban los libros y su posibilidad de desvirtuar “la realidad” generando confusión y desorientación en los fieles. Estos, los indecisos, los indiferentes, son aquellos más frágiles, aquellos que pueden desviarse del buen camino del sentido cayendo de esa forma en la confusión, en el sin sentido, en el absurdo (exceso de sentido). Por ellos es necesario dar una batalla, armar una guerra, que comienza por y en el lenguaje.

Que la mentada “guerra contra la subversión” haya sido en principio una guerra desatada por el uso del lenguaje, es también un hallazgo invaluable del libro de la periodista Marguerite Feitlowitz, Un léxico de terror, quien se centra en la figura de Massera. Marguerite nos recuerda que el lema más extendido en tiempos de dictadura era: “El silencio es salud”. Ante la posibilidad demoníaca del lenguaje que siempre puede hacernos decir lo que no queremos, mejor es callar. Hablar es convertirse en un potencial enemigo, en el lenguaje actúa una serie de fuerzas que desconocemos, a no ser que tengamos los conocimientos instrumentales del filólogo.

Si traemos estas referencias es porque esa guerrificación del lenguaje vuelve a hacerse patente en los últimos años junto con el ascenso paulatino pero atroz de la derecha reaccionaria en cada rincón de nuestra vida diaria. Es un retorno extraño (y, por ende, familiar) cuyo principal giro es el de tornar la vieja premisa schmittiana de amigo-enemigo, que unificaba a los pueblos identificando sus enemigos en el exterior, en una especie de premisa universal de cada individuo, de cada grupo, de cada cerrada comunidad con el sello libertario del dispositivo capitalista.

Habría que deslindar esta guerrificación del lenguaje (como adoctrinamiento, y como educación conceptual para la guerra), de un tipo de lenguaje al que ya le podemos dar el estatuto de discurso: el discurso bélico. El discurso bélico, ese que nace como “la continuación de la guerra por otros medios”, al decir de Foucault invirtiendo la famosa frase de Clausewitz, hace hoy lazo social. Como todo discurso, el discurso bélico tiene sus momentos y sus lógicas atrapantes. No nos es indiferente el juego sutil y hasta por momentos artístico en el que deviene el arte de la táctica y de la estrategia, pero es imprescindible allí reconocer un punto ciego que agujerea el topos del campo de batalla, y que puede cambiar en cualquier momento las coordenadas donde situamos al enemigo. El discurso bélico entonces es un juego de gestos, de movimientos, de alianzas y de tensiones. El discurso bélico no deniega el conflicto, no saltea los antagonismos, los explota para hacer avanzar las articulaciones, las demandas políticas, sociales, incluso las teorías y las conversaciones de todo tipo.  El uso del conflicto como base de la política está presente en toda la filosofía política de los últimos 40 años y ha mostrado sus efectos positivos en la visibilización de una gran cantidad de inequidades. 

Pero, como una continuación del marketing por otros medios, la alianza entre el discurso bélico y el mercado, nos entrega un engendro que retorna con la consigna del otro como enemigo (no como contendiente).

La guerrificación, como una variante reaccionaria del discurso bélico nos impulsa a luchar, a defenderse de los embates que recibimos, a una constante agresividad (sin táctica, sin estrategia), en definitiva, es una modalidad que nos empuja al acto. Y si en los años 80 Jean Claude Milner diagnosticaba en Francia la tontería como la base del convenio social, no hay que olvidar que de la tontería a la guerra hay unos pocos pasos. Si la premisa de la tontería es la de no reconocer ningún punto ciego, ninguna hiancia en la realidad, la guerrificación lleva a la tontería a la acción.

El llamado a armarse, la guerrificación del lenguaje que recorre hoy por hoy nuestras redes (virtuales y presenciales), está dentro de ese tipo de certeza. Estemos o no implicados, hoy la interpelación ideológica pasa por el llamado a tomar posición, e  identificar al enemigo. No es sorprendente escuchar este tipo de interpelación en los lugares más diversos. Como si de repente, la fragilidad a la que nos expuso la pandemia, la amenaza que significó y, al mismo tiempo, el lenguaje que se edificó para “combatirla”, nos situara en pie de guerra. No solo en el “mercado de las vanidades” en el que decantan nuestras redes sociales, sino en el mercado de los saberes que estructuran y disputan los derroteros de lo humano (post-trans-incluso ya no-humano). En cada aula, en cada pequeño nicho, en cada pequeña e ínfima comunidad, se arma una causa, se declara la guerra y se arman pequeños ejércitos a la caza de reclutas. Así, todas las disciplinas devienen reaccionarias y así como las neurosis (hablando de guerras) son la mejor defensa contra la angustia que produce la extrema fragilidad de lo vivo, nuestras guerras  defensivas nos obligan a responder allí donde nadie nos ha atacado, y a atacar allí donde no tenemos ninguna disputa. Una máquina de generar enemigos.

Frente al avance de la variante guerrificada del discurso bélico, no está de más recordar la premisa que en los años 70 lanzaban desde la revista Literal: “intrigar, conspirar, no dar el golpe”; lo que supone ya de entrada un giro al discurso bélico que no implica la total desarticulación del conflicto, sino “no matar la palabra, ni dejarse matar por ella”. Frente a la guerrificación, a la educación conceptual para y en la guerra, lo mejor es desobrar la teleología implícita en el lenguaje bélico repleto de ganadores y perdedores, de hundidos y salvados. Desobrar, es quitarle al discurso bélico su empuje a la acción sea esta de defensa o de ataque. Implica otro tipo de operaciones más sutiles: intrigar, es decir generar algún tipo de expectativa, captar algunas atenciones pero sin consignas claras; conspirar, “hablar, dice Horacio González, es ya estar conspirando”; es decir que teniendo en cuenta el malentendido radical que supone cualquier acto comunicativo, ante la falla esencial de la comunicación, hablar, conversar, es ir acordando un lenguaje entre dos o más; finalmente, no dar el golpe, no pasar al acto, teniendo en cuenta que la guerrificación es, sobre todo eso: un empuje al sacrificio. “No matar la palabra, no dejarse matar por ella”. Un paso antes de la guerrificación, un paso antes del sacrificio, he ahí un espacio para la crítica.