Va hasta el patio y busca el balde. Lo encuentra, después de dar vueltas un rato, removiendo plantas y macetas colgantes, al lado del naranjo. Seguro lo dejaron cerca del árbol por la época. Es mayo y las naranjas explotan entre el verde de las ramas. Son pesadas y apenas uno toca el tallo con el rastrillo caen sin esfuerzo. Las ponen en el balde. Y de ahí hasta la cocina: se lavan y listo. 

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Lo trajo el abuelo Ramón desde Tucumán. Perseguía una tana que venía en modo nómade y se instaló en Córdoba, en lo que era el barrio San Vicente en esa época. Llegó, dicen, sonriendo con el codo sobresaliendo por la ventanilla y un pucho en los labios. Vine, vi y vencí. Así comienza una familia. Parecía gris debido a capas de tierra acumulada, pero después de un lavado reparador mostró su verdadero rostro: celeste fuerte. Casi turquesa.

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Con el balde en la mano carga los dos trapos: un pañuelo avejentado de colores chillones y un calzoncillo negro estirado con agujeros. Uno siempre se mantiene seco. Es ley. El otro se usa para humedecer y sacar la tierra. El que sirve para secar lo engancha en la puerta de reja. Esperando su momento. Va hasta la cochera, abre el portón y le da arranque.

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Se hizo cierta fama en San Vicente y alrededores. El Renault 12 del Ramón, decían, levanta 100 en ruta si se lo pisa con decisión. En tercera, en la ciudad, rinde como si fuese un taxi gasolero, rumoreaban. Lo cierto es que pasaron los años y todas las mañana el Ramón salía tempranito para el taller en el Renault. Se sentía amparado con tan solo dejar las herramientas y mirar por el portón entreabierto. Reluciente, ayudado por el sol, las manijas y los espejos despedían reflejos en todas las direcciones.

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Lo pisa despacio. El embrague es profundo y duro. El acelerador muy suave. Ese contraste es chocante a la primera impresión. Con los manejos se va volviendo una sensación noble, agradable. Va marcha atrás y lo estaciona pegado al cordón. Le abre la puerta a los perros para que correteen y huelan los canteros vecinos. Como es domingo a la siesta la calle está muy tranquila. Pone la radio y deja abierta una de las puertas mientras pasa el trapo húmedo.

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Los fines de semana, a la tardecita sacaba las sillas y la mesa a la vereda y mateaban escuchando la radio. Ahí escuchó las primeras ideas sueltas. Sentencias que desparramaba el viento: 

-En el juego está todo inventado. No hay nada nuevo, pibe. 

-No todos pueden ser líricos. Algún obrero tenés que tener. -Los colores. Los colores. Eso es lo importante. El resto son habladurías. 

-Escuchá, Santiso. Sentí esas gargantas desaforada. Eso es una hinchada. Gratis tendrían que jugar estos mercenarios. 

-Listo, quedan 10. Ponganle un candado al área y los tres puntitos en casa. Así, por el estilo.

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La clave, escuchó desde chico, es no usar nada más que agua. Un baldazo sobre el techo. Trapear para limpiar tierra y mierda de pájaros. Otro baldazo para enguajar. El trapo seco para sacar brillo y dejar secar. Así. Sin jabón, ni detergente, ni cera. Agua. Solo agua.

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Cuando murió Ramón quedó durmiendo en la cochera un par de meses. Lo habían cubierto con una lona gris. Parecía que nadie quería verlo de frente. Era todo muy reciente y su piel turquesa podía guardar gestos, matices y sentencias del Ramón. El olor de la colonia fresca transpirada por los tapizados hubiese sido intolerable en ese momento.

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Media hora y queda impecable. Brillante. Vacía el balde con agua sucia en el cantero y guarda los trapos adentro. Silva y los perros se juntan. Mueven la cola y se atropellan. Entran a la casa. Pasa el tiempo: quince, veinte minutos quizás. Sale solo. Tiene un bidón a medio llenar en la mano. Escribe algo en él: VENDO MODELO 86 PARA QATAR. Lo deja cuidadosamente apoyado en el techo del auto. Toma tres pasos de distancia buscando perspectiva. Se detiene y mira pensativo. Da media vuelta y entra en la casa.