Lo más desconcertante es que todas las cosas útiles tienen un precio y se compran sólo con dinero, y que así es como está organizado el mundo. Carson Mc Cullers

Suba, maestro, lo llevo, le dijo. Pensó que iba a responder con alguna palabra amable, quién no necesita eso. Él lo necesitaba, una palabra de agradecimiento, porque no todo es dinero en la vida; pero el viejo sólo se acercó al auto, arrastrando la pierna, Es la gota, no me deja en paz. 

       Había hecho un negocio redondo esa mañana, inmejorable, pero no era de los que pensaban que el tiempo es oro, aunque tuviera mil cosas por delante, podía detenerse, distraer unos minutos por el camino para alzar a un viejo, al fin y al cabo, eso es algo que aprendió en su casa. Le llamaron la atención los ojos acuosos y la ropa, y lo que le costó meter el cuerpo adentro, una pierna y después la otra, la que rengueaba, pero estaba de buen humor, así que tecleó sobre el volante y encendió un cigarrillo, todo mientras esperaba que el viejo subiera, mientras veía cómo se desplomaba, con sus ropas sucias, sobre la VW Tuareg.

       Estaba empeñado en cumplir, de algún modo todavía borroso, una obra de bien y no era de los que abandonan fácilmente lo que quieren. Solía verlo a la altura del semáforo, cuando iba camino a la acopiadora. No sabe bien por qué nunca antes se le ocurrió alzarlo, pero hoy está eufórico, un poco magnánimo. Un viejo a la altura del semáforo, pidiendo que lo lleven a alguna parte, un viejo necesitado como ése es lo que necesita esta mañana. Acaba de vender la cosecha a precio tope, ochocientos el quintal, una pegada porque apenas cerrado el negocio subió al auto, encendió la radio y escuchó que había bajado. El empleado de la acopiadora era un tipo nuevo, le preguntó si le hacía una transferencia, pero después de lo que pasó en este país con los bancos, él ha vuelto al viejo estilo, un fajo de billetes en un bolsillo, en el otro bolsillo otro fajo y el resto en un envoltorio de papel de diario; se usa lo que se tiene que usar y el sobrante, como hacía su madre con los pequeños ahorros de aquella época, el sobrante a una lata vacía en el patio, al fondo, ya sabe en qué lugar. 

       Ha vendido bien, en el mejor momento, eso es algo que aprendió de su padre. Sabe que a su padre no le hubiera gustado que sacara los animales del campo, que mandara a mejor vida el tambo y le metiera derecho con la soja; lo que pasa es que en la época de su padre la soja no existía, la soja es un invento nuevo, un gran invento. Pensar que antes, con el tambo, había que reventarse en el campo, el tambero, el peón y él largando los bofes o escuchando la cotización de Liniers con los huevos en la boca; si hubiera seguido con todo eso la Gringa lo hubiera dejado hace rato.  Después de mucho darle vueltas al asunto, le parece que lo mejor es hacer lo que está haciendo, tomar de los viejos lo que sirve, pero tomarlo con un espíritu renovado, para hacer lo que da frutos.

       Nunca se sabe si hay que vender, en qué momento, porque siempre puede seguir subiendo el precio y entonces uno entrega hoy y mañana se da cuenta de que ha perdido el diez o el veinte, o se duerme en la ambición de sacar un poco más y cuando despierta se da cuenta de que ha empezado a bajar. Pero hoy él ha vendido al mejor precio, un golpe de astucia o de suerte. En estos años aprendió a comprar tierras, a sembrar lo que conviene y a colocar la cosecha cuando se debe, lo aprendió a fuego, por eso y no por otra cosa pudo hacer una diferencia, levantar el caserón en el pueblo para que la Gringa no chille, y comprar la cuatro por cuatro, el Bora y el bulín para encontrarse con Patricia.

       Su madre escondía la plata en un hueco en la cocina, él se acuerda muy bien de eso, y de que ella le pagaba con pollos y huevos al tipo que pasaba por el campo a vender ropa y que con eso hacía funcionar la caja chica, esa lata donde guardaba el dinero. La vieja sí que era un fenómeno, pobre vieja; así, de ese modo, habían pagado el campo sus abuelos y así habían comprado sus padres el campo del vecino, para que él y su hermana pudieran tener cada uno un campito, como le gustaba decir a su madre; hasta que la llevaron al geriátrico siguió diciendo esas cosas, y ahora él ni se imagina a la Gringa criando gallinas, es posible que ni siquiera se acuerde de cómo son, si no ve gallinas desde que era chica y sus padres estaban de tamberos en el campo del lado. Se acuerda bien de cuánto pechó para que se fueran al pueblo, desde cuando estaban recién casados pechó, este guadal me tiene harta, decía, fanática como era por la limpieza, y así fue como dejaron la casa del campo, al peón se la dejaron, la casa que tenía de todo, y se fueron a vivir al pueblo, a una casita de mierda frente al pavimento, en una calle con luz blanca, cerca del centro, como la Gringa quería. Ahora sí vale la pena vivir en el pueblo, como viven ahora sí, en esta casa que han hecho detrás del Club, pero para tener este caserón tuvo que olvidarse del tambo y mentirle a su madre, que cada vez que iba a verla al geriátrico le preguntaba cuánta leche daban las vacas.

       Hasta dónde va, amigo, le preguntó al viejo y el viejo dijo hasta el cruce a La Almada, ahí esperaba que alguno lo alzara para hacer el otro tramo, hasta su casa. Mientras el viejo habla, se le acaba de ocurrir una idea, pasar por la agencia y comprarle un Corolla rojo a la Gringa. Si llegan a tener uno, lo compra ahora mismo; piensa también en unos pasajes a Orlando, para que vaya con los chicos, con la condición de quedarse él acá, así se toma unos días con Patricia, porque si no, se le encabrita esta otra. A veces no sabe si es mejor o peor esto de tener dos mujeres, un poco complicado para tipos como él, tal vez hubiera sido más cómodo hacer la de sus padres que envejecieron juntos, protestando y renegando, pero juntos. Activa el manos libres y llama a la agencia, ¿Garbino? Te habla Garessio. Che, te hago una pregunta. ¿Te queda algún Corolla rojo? No, metalizado no, tiene que ser rojo, una sorpresa.  ¿Tenés uno señado? Pero yo te lo pago cash. Estoy manejando, voy a casa. Si podés liberarlo, llamame que paso por ahí. Si no, pregunto en lo del Gusano y te perdés el negocio.

       El viejo carraspeó, pareció que iba a decir algo. Dijo algo: Discúlpeme, pero…, después ya nada, y entonces él le preguntó qué hacía parado en el semáforo. Voy a hacerme los rayos, contestó el viejo, un tratamiento, un viaje largo, más que largo incómodo, desde La Almada hasta la ruta y desde ahí hasta el hospital de Laguna, todo para que la sesión de rayos durara cinco minutos. Llegaba, lo metían en una máquina, escuchaba un golpe seco, como si le sacaran una foto, y ya nada más que hacer hasta el día siguiente. ¿Le gusta el rojo a la patrona?, preguntó finalmente el viejo. Él se largó a reír con ganas. Se le ha puesto que quiere uno rojo. ¿Usted es casado?, ¿qué tal le ha ido con las mujeres? El viejo intentó aclarar la voz, Quedé viudo muy joven, con los hijos…yo quisiera pedirle…

       Tuvo que interrumpirlo porque sonó el manos libres. ¿Lo pudiste arreglar? Paso por ahí en quince minutos. Giró en U, tomó la curva, después la ruta bordeada de álamos, pasó el pueblo que acababan de dejar atrás y se detuvo en la concesionaria. ¿Me aguanta un momento, maestro?

       El viejo lo vio bajar, meterse la camisa adentro del pantalón, entrar a la concesionaria Garbino Automotores; lo vio gesticular y reír a carcajadas con un hombre a través del vidrio. Desde atrás, desde la calle, escuchó gritos y con esfuerzo intentó girarse, pero apenas si pudo volver un poco la cabeza; no alcanzó a ver demasiado, nomás la parte trasera del auto, donde había una muñeca, un paquete de papel de diario en el piso y caída desde la luneta, una campera de cuero. Estaba embotado, a punto de reventar, y tenía miedo de no retener; varias veces había intentado pedirle al hombre que se detuviera para orinar a la orilla del camino, pero siempre algo lo había interrumpido y ahora estaba en un auto, en la calle de un pueblo, y no podía hacerlo frente a la gente que pasaba.

       El hombre demoró mucho, tanto que el viejo no supo qué hacer con la pierna, hinchada como un botellón, pero finalmente regresó, con un juego de llaves que hizo sonar como una campanita. Me ha traído suerte, maestro, esta mañana todo me sale bien, dijo mientras arrancaba. El viejo sonrió, los ojos más acuosos que antes.

       Atravesaron el pueblo y retomaron la ruta de álamos; Bueno amigo, ya estamos llegando, dijo poco antes del cruce a La Almada. El viejo se tomó su tiempo para bajar. Él se acordó de una tarde en que cruzaba la calle con su padre, una tarde del último tiempo de su padre, y entonces se largó a llover y él no supo si debía avanzar o regresar a reparo a la vereda. Con esas cosas nunca se sabe, a ver si por hacer mejor todavía lo humilla al viejo; es preferible que baje solo, como pueda, qué se le va a hacer. Él sabe esperar, esta mañana él puede esperar que un viejo baje a su ritmo.

       Buena suerte, maestro, hasta la próxima. Ya había acelerado cuando escuchó decir Gracias, en la voz débil, cascada del viejo. Había hecho un par de kilómetros cuando, en un movimiento automático, metió la mano debajo del asiento y descubrió que el paquete no estaba. Viejo zorro, se dijo mientras giraba en U.

       El viejo todavía esperaba en el cruce. Ni se imaginó que me iba a dar cuenta al toque, pensó, y cuando el otro preguntó ¿Pasa algo, amigo?, él se le abalanzó, ¿Qué te creés?, ¿que soy boludo?, gritó hurgando en el fondo de aquellos ojos, pero no encontró nada que no fuera la terquedad de un viejo.  Lo agarró de la camisa y lo increpaba, Dónde la guardaste, decime dónde la metiste, hijo de puta, pero el viejo no dijo nada, sólo largó un gemido y por un momento pareció que iba a desvanecerse.

       Era tan terco que terminó por apoyarlo contra la VW Tuareg, con las manos sobre el techo del auto, pateándolo en los riñones, tanteando dónde había metido el paquete, impotente ante la empecinada mudez del otro. Dame la plata, viejo de mierda, o te doy en los huevos, fue lo último que dijo, mientras el viejo se orinaba, los pantalones mojados como solía pasarle a su padre.

María Teresa Andruetto  

Nació en Arroyo Cabral, Córdoba y vive y escribe desde Unquillo desde hace más de 20 años. En 2012 recibió el premio Hans Christian Andersen, considerado el «pequeño Nobel de la literatura».​ Escribe poesía, cuentos, y novelas. Desde los 80 lee y difunde a escritoras, y desde que es una de las autoras más reconocidas del país, lo hace a través de la colección Narradoras Argentinas de EDUVIM. Sus notables Lengua Madre y La Mujer en Cuestión son indagaciones sobre la  memoria como construcción colectiva, en los pliegues de la vida cotidiana.  Apasionada por escuchar y construir voces singulares, encuentra riqueza en los cambios que trajeron los feminismos, también en las relaciones entre madres e hijas. El cuento Un hombre viejo a la orilla del camino fue incluido en  Cacería (Literaturas Random House Mondadori, 2012)