Este es un momento enrarecido de la vida política argentina, donde el balance respecto de los 40 años de recuperación de la democracia se refracta frente a un espejo trizado a fuerza de amenazas contemporáneas que ponen en duda las conquistas y pactos sociales alcanzados.

Ante la pregunta sobre lo que está en juego en el presente, mi respuesta es: todo aquello que nos define como ciudadanas y ciudadanos, en la medida en que disputamos el conjunto de derechos, sentidos, valores y visiones de mundo a partir de los cuales queremos vivir juntos y construir una comunidad o imaginar políticamente un país. Y quisiera poner el acento en el nivel de riesgo que esto conlleva, y el modo en que al final del día afecta nuestras vidas.

El retorno hace cuatro décadas a un sistema de gobierno democrático fue nada más y nada menos que el límite al abismo que significó la última dictadura genocida en Argentina. Lo que inicia en 1983 es una reconstrucción ardua, dolorosa y necesariamente incompleta, porque el Estado terrorista asesinó y desapareció personas, suplantó identidades de niñas y niños, torturó, persiguió, expulsó al exilio y censuró a militantes, periodistas, sindicalistas, artistas, políticos, docentes, estudiantes, trabajadoras y trabajadores, jubiladas y jubilados, niñas, niños, jóvenes…

Consolidar la frágil democracia recuperada en los ochenta ha sido, desde entonces, una tarea permanente, casi cotidiana. Hemos salido a defenderla en las calles, en cada marcha del 24 de marzo y en manifestaciones por la ampliación de derechos ciudadanos diversos. La defendemos cuando trabajamos por una sociedad más equitativa, cuando valoramos la educación pública, la salud pública, el medio ambiente, la soberanía territorial o cuando buscamos pluralismo y diversidad en la comunicación, por solo dar algunos ejemplos. Y también, claro, defendemos la democracia o la arrojamos al abismo cuando realizamos una opción política.

Nuestro presente es, ciertamente, cruel en términos sociales: al gran sufrimiento social en el que viven millones de ciudadanas y ciudadanos que se encuentran bajo la línea de pobreza, en contextos de desigualdad que abisman las posibilidades de desarrollo y vuelven utópicas las formas del buen vivir, se le suman los altos niveles de violencia y odio viralizados y consumidos en medios y redes sociales. Un cóctel que, aunque para nosotras y nosotros tenga un claro color local, se replica en diferentes latitudes bajo el signo de lo que Enzo Traverso denomina posfascismos; esto es, movimientos que aun cuando pueden guardar ciertas semejanzas con el fascismo clásico, gestan nuevos modos de segregación, estigmatización y odio, y van específicamente en contra del Estado como modo de organización social.

Es decir, mientras que los fascismos alemán o italiano consistieron en movimientos de extrema derecha, anticomunistas, antisindicales, racistas y vinculados a movimientos obreros empobrecidos, el posfascismo sin tener origen en un movimiento fascista adopta prácticas y medidas autoritarias, xenófobas, nacionalistas y antiestatalistas. Se trata de una derecha radical que, sin embargo, no tiene un lazo genético con el fascismo y que ha resultado ser extremadamente pregnante y transversal en nuestras sociedades. Las razones que se enuncian para ello son diversas, pero el denominador común en el caso argentino al menos, es un desprecio por la democracia representativa como forma de gobierno, en la medida en que los argumentos que enuncian como plataforma política los líderes del “orden” y el “punto y aparte” incriminan al Estado como institución corrupta, denostan derechos ciudadanos largamente debatidos, consensuados y conquistados, se alimentan de autoritarismos y rompen pactos morales y sociales fundacionales, al tiempo que desconocen los procesos de memoria histórica del pasado reciente. Reescriben de este modo un relato apócrifo a la medida de sus necesidades argumentales y abisman el consenso democrático hasta el punto de fragilizarlo y poner en riesgo la vida en comunidad.

Nos encontramos en un momento agonal, de gran desesperanza y fractura social. Con malestares muy diversos, con propuestas políticas que desde la derecha buscan antagonizar y polarizar para alcanzar el poder, pero que no se traducirían en modo alguno en la reducción del sufrimiento y que no perfilan un horizonte de pacificación social, sino de exacerbación de las desigualdades e incremento del individualismo.

Ante los discursos de odio que se expresan cotidianamente en medios y redes con una liviandad escalofriante, nuestra posición como docentes, investigadoras e investigadores desde las ciencias sociales, y en particular desde el área de Estudios de la Comunicación del Centro de Estudios Avanzados, fue a lo largo de este año generar instancias de debate y visibilizar el malestar, a fin de fomentar la construcción de un pensamiento crítico a partir de la producción de datos, reflexiones e información socialmente relevantes. Tanto desde el espacio de las aulas, como desde el ciclo Conversaciones Arrobadas —en su cuarta edición en 2023—, hemos procurado fijar una agenda de temas urgentes en torno a comunicación, ciudadanía, política y democracia, a fin de presentar a la sociedad claves de lectura para este tiempo histórico complejo y fuera de quicio. Es necesario defender la democracia con el cuerpo y el pensamiento en las aulas y en las redes y en las calles, y comprender que estos 40 años constituyen un estandarte para la lucha por el sentido.

Este articulo fue publicado en Cuadernos de coyuntura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba.