En un posteo reciente de feisbuk Ludmila Da Silva Catela muestra sus piernas despatarradas en la butaca de un ómnibus y escribe: Rumbo a Jujuy.

Junto a una multitud que durante más de tres horas fue caminando por la ruta desde Calilegua a Libertador General San Martín, el 20 de julio participó de la marcha por los 47 años del Apagón de Ledesma, que este año fue más numerosa y colorida por la resistencia a la reforma constitucional de Morales. Después de la marcha Ludmila Da Silva visitó la zona del corte de ruta de Purmamarca.

Yo estaba cuando llegó un secretario de Turismo y muy prepotente pidió hablar con el responsable. Alguien le explicó que no había jefes; que ahí no existen las jerarquías como las de los blancos. Cuando lo atendieron, el funcionario dijo que los cortes perjudican al turismo. Los corren con ese argumento. Pero en los cortes está todo bien establecido. No hay grandes esperas porque cada seis horas se libera el paso y la gente lo sabe. En el hotel de San Salvador donde me alojé escuché al conserje informar a unos turistas la hora en que podrían pasar.

Ludmila Da Silva Catela es antropóloga. Viaja a Jujuy desde hace más de veinte años por una investigación en Ledesma. Y en Tumbaya, pequeña población entre Volcán y Tilcara rumbo a Humahuaca, ocupada en 1977 por militares que aterrorizaron al pueblo −entonces unos 150 habitantes− e hicieron desaparecer seis vecinos, todos afiliados al Partido Comunista.

Yo había terminado mi tesis de doctorado sobre personas desaparecidas de La Plata (de ahí, su libro ‘No habrá flores en la tumba del pasado’), y estaba muy preocupada por la memoria de los trabajadores. ¿Dónde está esa memoria?, me preguntaba, sabiendo que según la Conadep más del 30 por ciento de los desaparecidos fueron obreros. En eso, leo en Página 12 de un escrache a la mujer de Blaquier frente al Museo de Bellas Artes en Buenos Aires, del que ella era mecenas. Un escrache por los desaparecidos del Apagón de Ledesma. En ese entonces yo tenía una beca del Ministerio de Ciencia y Tecnología de la Nación. ¿Qué fue el Apagón de Ledesma?, me pregunté, y entonces viajé a Jujuy. Sola. En un colectivo hasta Ledesma, en taxi a Calilegua… Y empecé a preguntar, a hablar con la gente… (El Apagón de Ledesma: con la complicidad de la empresa de los Blaquier que ordenó cortes de luz en toda la zona, en julio de 1976 fueron secuestradas y salvajemente torturadas unas 400 personas, de las cuales 33 están desaparecidas).

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Después de esa primera vez Ludmila Da Silva ha ido a Jujuy muchísimas más. Con su colega Mariana Tello, que es de allá; con becarios…

Sin embargo ahora tenía miedo. Hay un montón de gente acusada de contravenciones por haber participado de las marchas contra la reforma constitucional. Pero estando ahí me di cuenta de que no hay que tener miedo. Frente a la cultura del miedo es importante la solidaridad.

Por solidaridad, quiere apurar el libro que contará sus investigaciones en Ledesma y la pequeña Tumbaya. Aunque, lamenta con un suspiro, difícil concentrarse en la escritura cuando se dirige el doctorado de Antropología de la Universidad Nacional; se coordina (con Natalia Bermúdez) un equipo de Conicet que investiga las marcas urbanas de las luchas por la memoria, contra el gatillo fácil y la reivindicación de los pueblos afrodescendientes y originarios; más dos hijes adolescentes, Mora y Valentín, que todavía van a la escuela.

Con elles y Diego Carro, su compañero, Ludmila Da Silva Catela (56 años que apenas se adivinan bajo su largo cabello de rulos al natural), vive en Unquillo, en una antigua casa color azul que están reciclando. A metros del gran pintor Carlos Alonso. Y a pocas cuadras de Uqbar, arte bar de aberturas lavadas y vidrios repartidos donde locuaz y entusiasmada capuchino mediante recorre su historia. Yo, cortado en jarrito mientras tomo nota.

¿Hasta cuándo seguirá la resistencia en Jujuy?

Esta no es una lucha actual. Es desde que se formó el Estado nacional. Las comunidades reclaman por la tierra; la defienden porque allí se produce lo que comemos. Luchan por el agua, por el litio que está en sus territorios. Luchan con alegría. Eso es algo que irrita a Morales. Los docentes siguen resistiendo. Hay un grupo de docentes de música muy jóvenes, los Malpa (Mal Pagados), que en la marcha de los 47 años del Apagón tocaron todo el tiempo sus sikus y quenas. La gente los aplaudía.

Aunque su trabajo con Jujuy viene de lejos, el nombre de Ludmila Da Silva Catela está fundamentalmente asociado en Córdoba al Archivo Provincial de la Memoria del que fue directora nueve años (desde su creación en 2006 hasta 2015). Una experiencia maravillosa, dice, que la hizo mejor antropóloga, agrega.

Durante su gestión, unas 10.000 personas, calcula, circularon anualmente por el otrora centro clandestino de detención de la Policía de la Provincia, el temible D2, frente a la Catedral, que los Organismos de Derechos Humanos transformaron en sitio de memoria. Miles de escolares participaron allí de una propuesta pedagógica elaborada por Virginia Rozza, de talleres en vez de visitas guiadas. No de adoctrinamiento, subraya.

Con Pablo Reyna, entonces secretario de Justicia a quien el Archivo le debe mucho, recorrimos todas las comisarías. Comisaría por comisaría. Revisamos depósitos llenos de ropa sucia, mierda de gato, objetos secuestrados. Fue una aventura. Buscamos en hospitales, en la Casa de Gobierno… Schiaretti nunca nos puso limitaciones. Todo lo contrario. Reunimos documentación que luego sirvió para los juicios. Empezamos de cero; casi no había antecedentes en el país. Fue una creación colectiva. Un enorme equipo, la mitad profesionales la otra mitad gente de los Organismos de Derechos Humanos.

Una historia que cuenta el video ‘Desarchivando el pasado’, dirigido por Pablo Becerra. Me siento muy orgullosa, sintetiza Ludmila Da Silva Catela con los ojos húmedos, y termina: tomábamos decisiones asamblearias. Los lunes, más de 30 personas discutiendo cómo hacer cada cosa. Todos opinaban. Incluido el señor de la limpieza.

Antes, por sus estudios de posgrado vivió 10 años en Río de Janeiro, donde trabajó con archivos de la represión en Brasil. De una tesis de licenciatura en la Universidad de Rosario y otra de maestría sobre jóvenes mormones (mi mamá, que era anarquista, un día me contó que en su juventud había sido mormona, explica riendo ante mi sorpresa), para su doctorado giró a una investigación sobre víctimas del terrorismo de Estado en Argentina. Con ese currículum llegó a Córdoba (por necesidad familiar. Yo me hubiera quedado allá. Todavía extraño) donde con la creación de una maestría en la Facultad de Filosofía comenzaba la historia de la formación académica en Antropología. De ahí al Archivo de la Memoria, después la dirección del Museo de Antropologías de la Universidad, ahora la del doctorado.

Estudiando en Brasil, también entrevistó a sobrevivientes del Holocausto para un proyecto documental del cineasta Steven Spielberg. Una experiencia que la marcó a fuego y a la que atribuye ese cambio que después de estudiar mormones, le abrió las puertas a la memoria de los crímenes de lesa humanidad. Las entrevistas para el proyecto de Spielberg, y una marca indeleble de la infancia: en 1975 cuando tenía ocho años, la pequeña Ludmila presenció en Ceres (en el norte de Santa Fe), el violento allanamiento de la casa de sus abuelos, con quienes vivía. Su madre enseñaba marxismo en las clases de economía y su padre era concejal peronista. Vivían en la casa de al lado. Los militares se llevaron a les padres y a un tío. Sus dos hermanitas de pocos años quedaron solas hasta que, cuando los militares se fueron, ella y sus abuelos pudieron rescatarlas.