Piazzolla, los años del tiburón

“Si no puedo tocar más el bandoneón es que no puedo sacar más un tiburón y viceversa: si no puedo sacar más un tiburón no puedo tocar más el bandoneón. Tengo que sacar una fuerza impresionante para las dos cosas”.

¿Quién es Piazzolla? 

Los años del tiburón (2018) es un documental luminoso que intenta responder la pregunta. Mejor: da una posible respuesta. Íntima y familiar. Conmovedores los tramos donde el sujeto del film emerge como alguien bien próximo, una especie de pariente más o menos cercano que uno ha frecuentado durante toda la vida. 

Daniel Rosenfeld monta imágenes cedidas por la familia Piazzolla -filmaciones en Super 8, conciertos, capturas de TV, recorridos por New York, gran parte inédita hasta ese entonces- sobre registros sonoros donde el propio Astor, en diálogo con su hija Diana, aborda y desmitifica diversas cuestiones. 

La fama, la incomprensión, la alimentación del ego, las aristas de todo plan estético, la música como matemática perfecta, el recelo, la determinación para ser quijote de sí mismo, todas vacilaciones que en la voz veterana de Piazzolla (los casetes fueron grabados a mediados de los 80´) suenan a balance. 

En esa misma época, recién, y tras más de cincuenta años de carrera, el compositor místico y rudo pero también el instrumentista preciso, precioso (¿qué idea habría del bandoneón sin Piazzolla, sin Troilo?) puede vivir plenamente de su trabajo, comprarse un buen auto, despreocuparse por la provisión.

La lucha contra uno mismo

Una lucha cuerpo a cuerpo, muy dura, contra los tiburones de la música, el lenguaje y la ortodoxia tanguística. También una lucha de Piazzolla contra Piazzolla.

El afán de un megalómano, los fantasmas de un hombre impiadoso con sus propios hijos: “Le dije nada más que me parecía que estaba dando un paso atrás con la disolución del Octeto. Estuvo diez años sin hablarme”. Esa línea es de Daniel Piazzolla, quien acompañó a su padre en algunas formaciones, especialmente durante la etapa europea donde Astor experimentó con los instrumentos electrónicos.

El padre, tirano, al reencontrarse con el hijo, sintetiza con una crueldad ligera el vacío de una década. Daniel, ya sin encono, rememora el dolor en el documental de Rosenfeld: “Yo soy muy importante. Por eso no nos vimos”.

“Me lo arruinaste”

Cuando le preguntó a Juan Canaro qué le parecía el arreglo que había hecho de su tango Ahí va el dulce, recibió una cortante respuesta: “Me lo arruinaste”. El encuentro terminó a golpes de puño; el pentagrama en el piso, estropeado. Esta faceta bastante práctica de su vida también es abordada en Los años del tiburón. Fueron varios los incidentes.

Nada más verdadero que el artista obsesionado, que defiende con el cuerpo el propio proyecto estético. Así fue Piazzolla: un desencajado del mundo, un inconformista de los lenguajes que siempre exploró otra vuelta de tuerca, una posibilidad más allá para nombrar las cosas.

Vicente Piazzolla, su padre, alias Nonino, lo bautizó en homenaje a un amigo suyo: el italiano Astorre dio lugar a la abreviatura y bajo esa estrella nacía en Mar del Plata el vagabundo cosmopolita, el hombre que le pondría la banda sonora a otra ciudad, Buenos Aires, haciendo de su apellido una referencia estilística, una manera de comprender, componer y ejecutar.

Harto ya de las polémicas baratas en torno a la música popular, planeando un futuro de compositor clásico en Europa, es Nadia Boulanger (“mi segunda madre”) la que arroja la pregunta: “¿Quién es Piazzolla?”. Fue el punto de arranque para que Astor comenzara a cambiarle a Buenos Aires toda su sonoridad, su respiración.

Piazzolla: Los años del tiburón - Trailer Oficial