Los “bonos verdes” son títulos de crédito, bonos, emitidos por instituciones públicas o privadas que buscan realizar proyectos verdes, es decir sustentables, y obtener financiamiento por parte de inversionistas interesados que, al final, recibirán retorno por el rendimiento de su inversión. O sea, son bonos tradicionales en el sentido financiero del término, pero con la particularidad de que, supuestamente, los fondos se dedicarán a proyectos sostenibles o que contribuyan con la mejora ambiental.

Aunque este tipo de bonos comenzaron a emitirse en 2007, su evolución los primeros años resultó relativamente pequeña. En 2013 se emitieron por un valor estimado de 11 mil millones de dólares estadounidenses y en 2018 la emisión de bonos verdes ya había crecido 15 veces hasta los 183 mil millones de dólares.
Las también llamadas emisiones de deuda con criterios medioambientales rondaron en 2020 los 300 mil millones de dólares y se espera que continúen creciendo a ritmo sostenido.  Claro, sigue siendo cierto que, por ahora, esos montos millonarios suponen “apenas” poco más del 3% las colocaciones realizadas en bonos globalmente. 

Es que uno de los factores principales que atentan contra el crecimiento de este tipo de colocaciones, es la desconfianza: ¿Quién o cómo se garantiza que el destino final de la inversión sea un proyecto verdaderamente “sustentable”?. 
Esta resulta una cuestión fundamental, porque una buena parte del interés en estos bonos, que no siempre tienen rendimientos “premiados” respecto a una inversión “normal”, es el interés de los inversores en que sus fondos sean utilizados en proyectos que genuinamente contribuyan a sostener el ambiente.

Por eso la Comisión Europea quiere dar un impulso a ese tipo de deuda con la aprobación, por primera vez en el mundo, de un reglamento comunitario que fija las condiciones para poder etiquetar como verde la emisión de un bono. 

Bruselas confía en que el estímulo de los bonos verdes contribuya a financiar las inversiones necesarias para lograr los objetivos de reducción de emisiones en 2030, que requieren la movilización anual de unos 400.000 millones de dólares.
Las nuevas normas, recogidas en un proyecto de reglamento que la Comisión Europea tiene previsto aprobar hoy, fijan las obligaciones que deberán asumir los emisores de la deuda para que sea etiquetada como “bono verde europeo”. 

El Reglamento establecerá también un sistema de registro y supervisión de las compañías que actúen como auditores externos para verificar la validez de una etiqueta a la que se anticipa una creciente demanda y con unos rendimientos superiores a los de los bonos tradicionales.

El proyecto legislativo, que debe ahora ser tramitado por el Consejo y el Parlamento Europeo, prevé importantes sanciones, de hasta 200.000 euros más multas periódicas, a los verificadores que, de manera deliberada o por negligencia, incumplan sus obligaciones de rigor y neutralidad. 
La Comisión quiere así evitar el riesgo de lo que llaman “ecologismo de fachada” de aquellas empresas que obtengan financiación verde en el mercado pero destinen el capital a actividades dudosamente sostenibles.

Fuente: El País de España