En la coalición gobernante existe un serio problema de diagnóstico sobre el devenir de la realidad económica. Y cuando se trata de resolver los problemas macroeconómicos fundamentales, los malos diagnósticos conducen a malas políticas, es decir a políticas ineficaces, que son las que no resuelven los problemas. Hablamos de inflación.

Este mal diagnóstico estuvo presente desde que los equipos del Frente de Todos comenzaron a reunirse para delinear el plan del futuro gobierno. Fue entonces cuando surgió la tan remanida como peregrina idea del “tipo de cambio competitivo y estable”, es decir, un dólar relativamente caro para los locales y barato para los extranjeros como presunto garante del equilibrio externo, que impulsaría un aumento de las exportaciones y una reducción de las importaciones.

Debe reconocerse que 2019, el año de la campaña electoral, no fue precisamente el mejor año para discutir el detalle del precio del dólar porque se estaba desarrollando la debacle macrista, que se expresó de la misma manera que todas las grandes crisis argentinas: siguiendo la secuencia de devaluación, inflación y caída del poder adquisitivo del salario. Si mencionamos la historia reciente es porque el gobierno de Mauricio Macri, entre sus múltiples malas herencias, dejó un tipo de cambio devaluado. Pero insistimos en que 2019 no era el tiempo del debate fino sobre estas cuestiones. El objetivo de la hora era terminar lo antes posible con la ruinosa experiencia cambiemita. Nadie estaba muy interesado en adelantar los detalles del programa económico futuro y era más fuerte la presencia de otra realidad bastante más acuciante: el súper endeudamiento. Y precisamente para decidir el valor óptimo del tipo de cambio se necesita contar con los dólares suficientes. Lo que todos los preocupados por la problemática económica sabían entonces era que el nuevo gobierno asumiría con reservas internacionales netas virtualmente nulas y con una deuda asfixiante. Esta fue la razón por la que se terminó eligiendo como ministro de Economía a alguien que había perfilado su carrera académica hacia la problemática de las renegociaciones de deuda soberana y que, de paso, resultaba digerible para los centros financieros globales. Martín Guzmán no venía con un plan económico de desarrollo bajo el brazo, simplemente porque ese no era su métier.

Sin embargo, cuando comenzó el gobierno de Alberto Fernández, la idea del tipo de cambio competitivo ya estaba instalada en muchos de quienes serían los principales funcionarios. No sólo se trataba de la dura imposición de la realidad de contar con un tipo de cambio acorde a las reservas disponibles, sino que se creía realmente en que el dólar ya devaluado debía mantenerse en ese valor. Estas razones están por detrás del hecho de que la principal causa de la inflación de 2020 haya sido, primero, la propia secuencia de devaluaciones del tipo de cambio oficial decididas por el Banco Central. En este punto es necesario grabar a fuego una relación económica de hierro: dólar alto es igual a salarios bajos. Se entiende que la situación de reservas heredada no daba mucho margen para abaratar la divisa, es decir para revaluar el peso, pero lo que hizo el gobierno fue lo contrario: una virtual tablita devaluatoria que redundó en que en 2020 la devaluación supere a la inflación y que, con ello, funcionara como su principal motor.

Repasemos las causas: la inflación es un fenómeno de costos, de aumento de los precios básicos de la economía, es decir los precios que están en la base de todos los demás precios. Los principales precios básicos son el dólar, las tarifas y los salarios. Cada uno de estos tres precios son en sí variables distributivas, que resultan de una puja distributiva. En 2020, salarios y tarifas funcionaron como anclas inflacionarias, el motor fue el dólar. ¿Había alternativas? Sí, pero no se discuten aquí. La urgencia imponía atender la pandemia y la renegociación con los acreedores para patear vencimientos.

Llueve sobre mojado

En este contexto comenzó a producirse otro fenómeno: la recuperación de la demanda global de commodities, parte de la realidad pos pandemia de algunos países centrales, con China a la cabeza. Ello se combinó con las malas cosechas de cereales y oleaginosas en las dos Américas, del Norte y del Sur. Los mercados de commodities son unos de los pocos mercados que funcionan como describe la teoría económica convencional: cuando sube la demanda los precios aumentan. Esto es así porque existen restricciones físicas para el aumento de la oferta al menos hasta la próxima cosecha, lo que quiere decir que los oferentes no pueden simplemente producir más en el corto plazo. El aumento de la demanda, junto a la caída de la oferta por razones climáticas, dio como resultado un aumento sostenido y muy significativo de los precios.

Un breve paréntesis. Debe descartarse aquí una explicación errónea, que es la de la expansión monetaria. Suele decirse que los paquetes económicos expansivos, como los que hoy impulsan muchas economías centrales, entre ellas las de Estados Unidos y la Unión Europea, aumentan la cantidad de divisas y debilitan al dólar, y que por ello aumentan los “bienes reales” como las commodities. Claramente el mecanismo no es este: los programas expansivos aumentan la demanda agregada global y es ella la que presiona sobre los precios. Hay que ser muy cuidadosos en este aspecto, porque el monetarismo se mete por todos lados. Y aquí abriría un paréntesis del paréntesis: cuando la tasa de interés estadounidense es muy baja, pueden producirse movimientos de fondos especulativos hacia fondos de commodities y retroalimentar con ello los precios, pero en este artículo no se explica el mundo, así que mejor cerremos todos los paréntesis.

Cereales y oleaginosas funcionan como precios básicos porque son los insumos principales en la producción de otros bienes, como las carnes. Detengámonos en uno de estos insumos, el maíz. En abril de 2021 la variación interanual de su precio en pesos, es decir, el precio internacional multiplicado por el tipo de cambio, fue de casi el 160 por ciento, una escalada que comenzó a partir de junio de 2020 y aun no se detuvo. El aumento de este insumo impactó más o menos rápidamente en los precios de la carne bovina, de cerdo, aviar, huevos y lácteos. Por ahora el precio de la carne en pesos, tomado el promedio de los cinco cortes más populares, muestra una suba interanual apenas por debajo del 80 por ciento, bastante menor al aumento de uno de sus insumos principales.

Diagnósticos

Frente a la presión de la “inflación importada” sobre los precios básicos de la economía local, resulta especialmente importante mantener la serenidad teórica para no caer en falsos diagnósticos. Con prescindencia de su mala -u obligada- gestión del precio del dólar, parte de los economistas del gobierno entienden que el problema de la inflación es de precios básicos y que estos precios son a la vez variables distributivas. La somnolienta idea del consejo económico y social iba en esta línea, la de coordinar la puja salarial, tarea que por ahora no fue necesaria, ya que la recesión de la pandemia se ocupó de contener y deprimir los salarios.

Esta comprensión es también la que está detrás del congelamiento de tarifas decidido en 2020. Sin embargo, en un marco inflacionario, las tarifas, incluidos los combustibles, no podían mantenerse congeladas para siempre, por eso el gobierno comenzó a soltarlas, provocando las tensiones conocidas al interior de la coalición oficial. Seguramente no se evaluó la oportunidad de subir naftas en el contexto de la disparada de los precios internacionales, privilegiando en cambio los resultados del balance de YPF. En todo caso, la idea que rondaba en los despachos oficiales era concentrar los aumentos tarifarios en los primeros meses del año y estabilizarlos hasta las elecciones, pero la continuidad de la suba de los precios internacionales arruinó los planes. La aceleración inflacionaria resultante encendió las luces rojas.

En las dos primeras fuerzas políticas, el Frente de Todos y Juntos por el Cambio, existen dos visiones principales para abordar el problema de la inflación: una es la ortodoxa, cuya naturaleza y fracaso no se volverá a explicar aquí, y la otra, seguida por buena parte de los economistas de la coalición oficialista, es la que atribuye los aumentos de precios en buena medida a la existencia de mercados oligopólicos, la mal llamada teoría de la inflación oligopólica. Brevemente, la idea es que habría un conjunto de empresarios que, aprovechando su poder en mercados concentrados, aumentarían permanentemente sus márgenes de ganancia, provocando la suba generalizada de los precios. Este razonamiento tiene muchas inconsistencias lógicas. La primera es que en todo el mundo los mercados son oligopólicos, no es un fenómeno local: el capitalismo es oligopólico. Sin ir muy lejos en toda la región son prácticamente las mismas multinacionales las que controlan los mercados alimenticios y, sin embargo, las tasas de inflación de los distintos países son bien diferentes (no debe olvidarse aquí que las leyes de la ciencia son universales: ¿por qué lo que sucede en Argentina no ocurre en Brasil o Chile?). La segunda es que efectivamente la existencia de oligopolios da lugar a precios oligopólicos, un margen de ganancia más alto y una renta oligopólica, pero el asunto termina allí. Ese margen no puede aumentar permanentemente, entre otras razones porque, si se vuelve demasiado grande, entrarían otros competidores globales o podrían competir productores con una tecnología más ineficiente, un proceso que habría explicado muy bien el economista David Ricardo.

Bajemos la teoría a la tierra. El precio de los alimentos en general y el de la carne en particular no sube porque los empresarios del sector son malos y voraces o porque los empresarios argentinos son peores que los del resto del mundo. En todo tiempo y lugar, los empresarios se mueven con la misma lógica de comportamiento: maximizar ganancias. Están compelidos a hacerlo. Si no lo hiciesen dejarían de ser empresarios, porque serían barridos por sus competidores. El rol de las secretarías de comercio es evitar abusos en el nivel de precios oligopólicos, pero la inflación, es decir el aumento generalizado y sostenido de los precios, se discute en otro lado.

Bajemos a tierra todavía más. La visión que se deriva de la inflación oligopólica es antiempresaria. La suba de la carne no sería el producto de los cambios en los costos de producción y la suba de los precios internacionales, sino del abuso de los empresarios y comercializadores de un sector “que la levanta en pala”. Esta visión suele complementarse también con otras ideas mágicas, como aquella que señala que los empresarios locales padecen de “reticencia inversora”. Pero nótese la incongruencia: se trataría de un reino del revés en el cual los propietarios de los medios de producción prefieren no invertir en sectores donde tienen una rentabilidad extraordinaria para en cambio “fugar” sus excedentes a países donde la rentabilidad es apenas normal.

Restricción material

Todo lo dicho hasta aquí forma parte de la discusión sobre la teoría que conduce a los diagnósticos y se traduce luego en medidas de política económica. Si se cree que la inflación es oligopólica, la sugerencia serán los acuerdos y controles de precios. Si en cambio se cree que la inflación tiene un alto componente importado, la sugerencia será buscar desacoplar los precios internos de los internacionales. Y de acuerdo a las leyes económicas, los desacoples se logran por dos vías: las restricciones a la exportación, que incluyen los cupos y la vigilancia, y los aranceles (retenciones).

En un contexto de alza de los precios internacionales se produce también un ingreso más alto para los productores, lo que habilita a establecer un arancel que separe precios locales de globales. Aquí el gobierno tiene dos opciones. La primera es subir las retenciones directamente a la carne y al mismo tiempo subir las retenciones al maíz. Esto, por un lado, le restaría ingresos a los productores cárnicos (dado que parte de su rentabilidad quedaría para el Estado vía retenciones) pero, al mismo tiempo, le bajaría los costos a toda la cadena cárnica (dado que la suba de las retenciones al maíz bajaría su precio interno). Esto incluye cerdos y aviar, y de paso también a los lácteos. Pero el gobierno argumenta su poco margen legal y político para impulsar estas medidas, una explicación atendible aunque no especialmente satisfactoria.

La otra opción son las restricciones. La experiencia del primer kirchnerismo -no olvidemos que la historia es el laboratorio de la teoría económica- es que si se cierran los exportaciones efectivamente los precios bajan, pero se generan dos efectos. El primero es que se desalienta la producción, es decir que “la mesa de los argentinos” se come los stocks de carne, lo que redunda en que los precios, tras el período de restricción y consumo de stocks, vuelven a aumentar por caída de la oferta. Debe recordarse también que durante las últimas dos décadas se produjo un reemplazo en el uso de la tierra, con un aumento de la producción agraria en detrimento de la pecuaria, proceso que sólo fue parcialmente reemplazado por el engorde a corral.

El segundo efecto, igual de negativo, es que dejan de entrar los dólares por las exportaciones, dólares que, aunque los asalariados no lo crean, también determinan sus ingresos salariales por la simple razón de que de ellos depende el nivel del tipo de cambio (y recordemos un dólar alto implica salarios bajos). La restricción externa, que no volveremos a explicar aquí, determina que no hay posibilidades de mejorar la inclusión y los indicadores sociales si no se aumenta la provisión de divisas. Esta es la principal restricción material de economías como la argentina y también una ley económica de hierro.

En suma, la conclusión preliminar es que el cierre de exportaciones por 30 días no sirve para el objetivo buscado. No sólo porque el tiempo es demasiado corto para producir algún efecto, sino porque, aun si los tiempos fuesen indefinidos, no se conseguirá el resultado buscado, como ya se demostró en el pasado. Si sólo apunta a contener precios de manera transitoria y negociar también, el cierre parece un instrumento precario. El único desacople eficiente son los aranceles. La contrapartida de las retenciones es política: aumenta la conflictividad con quienes deben pagarlas, pero realmente no parece un problema más serio que alejarse de la base electoral del gobierno por el precio de los alimentos. Su única contrapartida es que no sean homogéneas y se produzcan reemplazos productivos intersectoriales como ya sucedió en la primera década del siglo.

Exportaciones y salarios

Ahora bien, el problema del acceso al consumo de carne ¿es realmente la suba de los precios internacionales? Es verdad que China ingresó a la demanda para convertirse en competidor, incluso de los cortes más populares, lo que redundó en el aumento local de los precios de todos los cortes. Pero también deben considerarse otras tendencias de mediano y largo plazo.

Las exportaciones de carne subieron hasta 2009 y cayeron hasta 2015. En 2019 alcanzaron un récord de casi 4.000 millones de dólares y en 2020 cayeron a 3.400 millones.

Mientras tanto, el consumo interno también cayó desde mediados del siglo pasado, cuando llegaron a consumirse más de 100 kilos anuales per cápita, a menos de la mitad en el presente. En 2009 se consumían casi 68 kilos y y hoy apenas 45. La caída es especialmente violenta desde 2015. Estas variaciones marcan un cambio en los hábitos de consumo que acompañó el estancamiento de la producción, pero especialmente la caída de los ingresos, ya que el precio de la carne no mostró mayores variaciones a valores constantes. En paralelo, en las últimas décadas se registró un reemplazo de proteínas animales a través del consumo de carne aviar y de cerdo, cuyas producciones aumentaron haciendo crecer también las exportaciones y reemplazando importaciones.

En base a estos datos, las conclusiones preliminares son tres. Primero, para aumentar el consumo interno y exportar hay que aumentar la producción. Segundo, la caída del consumo de carnes rojas parece estar más vinculada a su mayor precio relativo (en relación a las proteínas competidoras) debido al estancamiento secular de su producción, que no obstante se recupera lentamente desde 2016. Tercero: el problema principal de acceso al consumo de las carnes rojas responde más a la pérdida del poder adquisitivo del salario que al aumento de las exportaciones, que durante la mayor parte de las últimas décadas funcionaron como destino alternativo para los saldos internos, salvo las cuotas especializadas de altos precios.

Como cambiar esta realidad significa encarar transformaciones de mediano plazo, una opción de transición sería destinar los ingresos de un potencial aumento en las retenciones a las carnes y al maíz a un fondo específico que subsidie el consumo de carne de los sectores de menores ingresos. Por esta vía no se interferirá en las cantidades producidas y exportadas, que es desesperadamente necesario alentar. Este programa debería mantenerse hasta que un proceso de crecimiento y desarrollo recupere los niveles salariales perdidos en los últimos años. El problema no es que la carne esté cara, cualquier sea la razón, sino que los salarios son muy bajos, y que la pandemia abortó su recuperación apenas había comenzado.