El impacto de lo que acordamos en llamar pandemia todavía no puede medirse en ningún campo de la actividad humana,  aunque sí nos atrevemos a asomarnos y ensayar tres pistas para leer el infinito campo del decir; campo que incluye no sólo las palabras que se escribieron, hablaron y escucharon sino también, y principalmente,  sus circunstancias. Porque las palabras son, como ha dicho Ortega y Gasset del hombre, ellas y sus circunstancias. De ese campo ancho y ajeno, pondremos en foco la realización de un oxímoron: las reuniones en tiempos de aislamiento.

Primera pista: una que sepamos todos

Si pudiéramos acceder a un registro donde constara todo lo que se dijo y se escribió, en todos los idiomas, durante el último año, quizás lo primero que advertiríamos es que la humanidad en su conjunto, casi como un coro, ha pronunciado infinitas veces la misma palabra: pandemia. Y luego, todo un campo semántico alrededor de este término donde estarían el nombre de la enfermedad y el número del infortunio más veces dicho: 19.

En todos los “rincones de la aldea global” hay momentos donde un acontecimiento puntual sacude los repertorios léxicos: una catástrofe es también un reguero de palabras que va corriendo como una mecha encendida mientras da vuelta al mundo. Pudimos ver en las pantallas un registro digital de ese reguero a propósito de la muerte de Diego Maradona hace unos meses. Pero nunca ha ocurrido de modo tan prolongado que este fenómeno lingüístico haya formado la imagen de una ola gigantesca que viene desde oriente hacia occidente y va clausurando fronteras, paralizando ciudades, metiéndonos en una situación de aislamiento que jamás habíamos experimentado como humanidad. Queda pendiente la tarea del big data de mirar analíticamente ese reguero de palabras: las recurrencias, su duración e intensidad.

Segunda pista: cuerpo a cuerpo

Pensemos, como nos enseñó la pragmática, en los entornos del habla que incluyen, más allá de la palabra misma, el medio por el que se transmite, el tono, los sujetos involucrados, los acentos, los circuitos del poder en que se insertan, las acciones y reacciones que provocan, entre otras circunstancias.

Pensemos en el rumor de las conversaciones y los átomos de su sonido, rodando de boca en boca; la materialidad de los signos se esfumaron un día y pasaron a ser bits que viajaban matemáticamente codificados y decodificados. Las máquinas intentaron lidiar con los suspiros, las miradas de reojo, las muecas; pero les fue igual que a las pantallas intentando el simulacro de los cuerpos: un “río de congojas” propias de todo acto de habla corría sin remedio hacia la nada.

El decir es, en gran medida, un acto de cuerpo a cuerpo. Lo enseñamos a nuestros alumnos mostrándoles dibujos o videos del acto de locución y de audición; involucra el cerebro y también la saliva y hasta las llagas de la boca; involucra la posibilidad de distinguir la voz de un amigo que grita nuestro nombre en medio de una multitud callejera, en medio de otros ruidos. El decir dejó de ser mayoritariamente, en tiempos de pandemia, un acto de cuerpo a cuerpo.

Casi como en las películas distópicas, las voces perdieron “el grano” (para decirlo con un término de Barthes) y comenzaron a sonar mediadas por los sintentizadores de las plataformas: nasales, interruptas, irreconocibles, alargadas, ¿adelgazadas como las huellas de las gaviotas en las playas?

Tercera pista: el saber del encuentro

Hace muchos años, Eliseo Verón planteó la similitud entre la plaza, como lugar de reunión donde el vecindario se enteraba de lo que había pasado durante el día, y el noticiero local que nos acostumbramos a ver con la misma función. El noticiero, a mi entender y para seguir con las comparaciones de otra época, se parece más a un bando real, leído por alguien con autoridad frente a una multitud. Ahora, en tiempos de distanciamiento, las plataformas ofrecieron el simulacro de una sala de reunión. Si bien no fueron inauguradas en la pandemia ni a propósito de ella, comenzaron a penetrar todos los espacios de la vida social: desde la conferencia académica a la intimidad amorosa, pasando por el oficio religioso, la consulta médica, las transacciones comerciales; zoom, meet, entre otros, cuadricularon las formas de encuentro. Se hicieron frecuentes las reuniones en las que se podía esconder,  sino la identidad, el rostro en vivo y disfrutar la ventaja de permanecer agazapado tras una inicial, una foto, un logo. Estar sin ser visto. Hablar sin ser visto. A resguardo de la interpelación inoportuna, la fuga era posible con un click que adujera dificultad técnica.

 Así, desprovistas las palabras del significante de las voces, desposeídas de la materialidad sonora que sale de una boca y llega al oído del otro, privados los términos de los matices de sus circunstancias, el decir en tiempos de aislamiento quedó a merced de los procesos de codificación y decodificación de la máquina. Y la máquina a merced de las conexiones… probando… intentando otra vez …  tratando de mantenernos conectados … a veces sin éxito…

Elena ha abandonado la reunión.