Héctor Emaides abrió una disquería en una perdida galería a comienzos de los ochentas. 
Al tiempo, el Perro Mussnack dejó un cartelito en la puerta del local que decía “Vuelvo en 5 minutos”. Y se fue dos años a viajar por el mundo. Volvió y abrió de nuevo.

Ese subsuelo perdido en el centro se convirtió en un Aleph musical. Vinilos, cassettes, cds, deambulaban entre una procesión de detectives salvajes que buscaban esa perla sonora que nos ayudara a sobrevivir cada noche. Allí estaba el Perro para indicarnos la receta mágica, el vademécum de la felicidad grabada, la píldora de colores en una ciudad gris.

#Referentes Entrevista al Perro Emaides

- Tomá – te decía. - Escuchá esto -y te pasaba unos auriculares gigantes, ponía play 
y seguro que era un viaje de ida.

Es que hubo una época bastante reciente donde la música se compraba, se guardaba y se compartía desde un formato físico. Hubo una época no tan lejana donde los discos llegaban a vos por algún programa alternativo en la radio, o la sugerencia de un melómano amigo o porque ibas a la disquería del Perro con alguna referencia y ahí se abría una enciclopedia cultural donde todo podía aparecer y suceder. Era otra dimensión, sin algoritmos, ni Wikipedia, ni Spotify. Allí te encontrabas con una comunidad de raros artistas, de coleccionistas obsesivos, de intelectuales sensibles y las horas transcurrían entre intensos debates e iluminaciones espirituales.

Bajar las escaleras de la galería Libertad era como descender al paraíso de la escucha.
Es inconmensurable la magnitud de discotecas que se alimentaban desde esa boca que escupía canciones y referencias culturales.

Pero Héctor Emaides no sólo fue el disquero más reo y sofisticado de esta urbe, también organizó algunos de los shows y festivales más memorables.

Todo comenzó por la oportunidad de traer a Peter Hammill. Le tiraron el anzuelo y el Perro mordió.

Como tantas otras veces la ecuación monetaria no cerraría, pero quien nos quitaría la experiencia de ver a Wakeman, Fish, Micus, Lemper, King Crimson, Summers, Manu Chao, y otros, que de no ser porque formaban parte de su obsesión musical, jamás hubieran llegado a esta tierra provinciana.

1.100 shows recontó que organizó. Tres arritmias le trajeron aquellos eventos que en su mayoría seguían sus amores musicales más que el algoritmo del dinero. Porque era infatigable y empecinado y ponía el cuerpo antes que la billetera.

Porque amaba lo que producía, por eso, más allá de sus ladridos y uno que otro tarascón, al Perro lo amamos por esa música que nos habilitó, por esas noches que agitaron corazones, por esas experiencias que nos abrieron la cabeza.

De esas vivencias compartidas rescato los dos festivales de rock más importantes de las últimas décadas: el Nuevo Rock Argentino (1993) y el Cosquín Rock (2001).

El primero es fundante de la nueva generación que renovó formas y contenidos en el rock argentino. Otro fracaso económico que generó un hito cuyas resonancias hoy siguen vigentes. Sólo al Perro se le ocurriría hacer dos noches en la Asociación Española con bandas que apenas debutaban y muy pocos conocían en Córdoba. Babasónicos, Todos Tus Muertos, Los Visitantes, Peligrosos Gorriones, Martes Menta, Tía Newton, Juana la Loca y los locales Rastrojero Diesel y Abuelas Mecánicas, con Daniel Araoz de lisérgico presentador. 

El segundo porque implicó el nacimiento de una acelerada mercantilización del rock y la masividad como marca del éxito. Como me confesó en la última entrevista que le hice en 2017: lo que lo alejó del Cosquín fue una diferencia ideológica con José Palazzo. Aunque suene extraño para oídos superficiales hay ideas e historias políticas que definen la música. El Perro entendía que el Cosquín iba a convertirse en un festival dominado por visiones neoliberales de la cultura. Y él se identificaba con la izquierda y con lo alternativo.

Héctor se fue, después de padecer la peor condena para un hacedor, la pérdida de la memoria.

El destino que sabe de sincronías le puso casi la misma fecha de despedida que a su gran amigo el Palo Pandolfo.

Al Perro lo tenemos alojado en nuestras orejas, en esa banda sonora existencial que compartimos, un colectivo alternativo que vive como suena, porque, aunque no esté él, la rabia no se termina.