El verano del que quiero hablar, el verano en que cumplí trece años, fue el verano de los incendios. Todavía el fuego estaba a varios kilómetros, pero el aire en el pueblo se había llenado de olor a ceniza y hacía tanto calor que había que cerrar las puertas y ventanas antes del mediodía, quedarse adentro, con la espalda desnuda sobre las baldosas para sentir algo de fresco.

Una tarde papá llegó del campo después de un día y una noche persiguiendo un ternero que se había espantado. Tenía espinas de amor seco en toda la ropa, tajos en las manos y oscura la cara de tanta tierra. Dijo que sentía fiebre y pasó derecho al patio. Se sacó la ropa, abrió la manguera, la colgó de una rama y dejó que el agua cayera en la cabeza. Después entró a su pieza y no salió hasta el domingo, cuando sonaron las campanas de la iglesia. 

A la noche, papá quiso cenar en el techo. Fue hasta la cocina, cortó fiambre, queso y rodajas de pan, agarró un sifón y una caja de vino. Yo cargué dos reposeras. Comimos callados mirando cómo el fuego coronaba la loma al Oeste. 

Una luz rojiza untaba las panzas de las nubes. 

Cuando dejábamos de masticar, en el silencio, podíamos oír el chasquido del monte ardiendo que sonaba como un rezo. 

—Qué espectáculo  —dijo papá en un momento.  

Yo agaché la cabeza varias veces para decir que sí. Después le pregunté si estaba lejos. 

—Como a dos días del cementerio —contestó.

El cementerio quedaba a un par de kilómetros al Sur por la ruta y después entrando por un camino de tierra, incrustado en medio del campo y rodeado por miles de palmas caranday. Ahí estaba enterrada mamá. Una vez al mes íbamos a barrer la mugre que se juntaba en el zócalo del nicho.  

Nos quedamos un rato más, callados, mirando el incendio. Cuando papá terminó la soda, bajamos. 

***

Esa noche soñé con mamá. En el sueño ella era joven, espigada, usaba el pelo negro ajustado en un rodete y vestía un kimono rojo. Su cara era la de una mujer oriental. Sabía que era mamá porque hablaba como ella, el mismo timbre, la misma tonada, pero en el sueño no llegaba a percibir ni una sola palabra de lo que decía. 

***

Por entonces, si me preguntaban, yo no podía explicar en una palabra de qué trabajaba papá. Se la pasaba en el campo, aunque no teníamos campo. Ponía alambrados, cortaba leña y a veces cuidaba las vacas del carnicero, les daba de comer, las arreaba hasta el río y las preparaba cuando había que carnearlas. Algunos fines de semana, por las noches, era mozo en el único bar del pueblo. 

Ese verano yo tenía un único amigo, Tanque. Un chico fornido que vivía en la ciudad con su familia y venía los veranos a la casa de su abuela. De día la pasábamos tirados en el piso fresco hablando de todo hasta que se ponía el sol. Nos habíamos hecho inseparables y, a pesar de nuestra mínima diferencia de edad (él era un año mayor que yo), le gustaba decir que tenía experiencia (él decía calle) porque venía de la ciudad. 

Los fines de semana después de cenar, él me visitaba. Llegaba a casa en una Zanella 50 que su padre le había regalado para que se manejara en el pueblo. Traía su videocasetera y nos pasábamos la noche mirando películas de karate. A veces salíamos a la chacra a comer duraznos y a repetir las tomas de karate que habíamos visto. 

Una noche trajo una con letras chinas en la carátula. Se trataba sobre una chica que era enviada por sus padres a casarse con un hombre rico y enfermo, pero durante el viaje se enamoraba de uno de los escoltas y tenían que huir peleando. La chica se llamaba Quio Ju y era igual a mi mamá del sueño. 

Cuando terminó, le dije a Tanque que sentía exageradas las escenas de acción, los personajes flotaban en el aire, se quedaban suspendidos en cada patada. Él no estaba de acuerdo, dijo que era una historia de amor y que la acción, en este caso, era una metáfora.  No dije nada sobre el sueño y la mujer de la película. En lugar de ir a la chacra, subimos al techo. La línea de fuego se había movido, se veía como una serpiente roja sobre un fondo negro.


***

A la noche soñé otra vez. Mamá cruzaba un maizal montada en un caballo. Tenía el kimono rojo, ahora el rodete comenzaba a desarmarse y mechones negros le rayaban la cara. Otra vez hablaba cosas que no podía escuchar.  El caballo avanzaba hacía mí balanceándose a cada paso como imitando el movimiento del maizal, que sacudía el viento. 

***

A la mañana siguiente papá me sacó de la cama temprano. Sirvió dos tazas de mate cocido y cortó pan. 

—Arden las palmeras—dijo y se quedó mirando la mesa servida. 

Nadie sabía porqué en ese lugar del monte habían crecido palmas caranday, pero desde siempre, cientos o miles tapizaban este lado de la loma, hasta llegar al cementerio. 

—Tome el mate y busque el revólver —soltó. Todavía me trataba de usted. 

Subimos a la chata. La estación de servicio, el tanque de agua, el puente, todo el paisaje empequeñecido en el cuadro del espejo retrovisor, que miraba cada vez que íbamos al cementerio. Pero esta vez pasamos de largo. 

Un poco más allá, papá aceleró para agarrar la loma de Toro Muerto. En días normales, la vista se perdía en los penachos de las caranday, pero ahora, desde la parte alta de la ruta, se podían ver las copas ardiendo como antorchas. Chispas subían hasta formar una nube negra. 

Estacionamos al costado junto a un muro de piedras. El fuego todavía no había cruzado la ruta. Papá bajó. Yo me quedé sentado un rato mirando los pastizales ardiendo al costado del asfalto. Algunos hombres chicoteaban las llamas. Otros arreaban los animales de las casas cercanas, cabras, gallinas que todavía no habían sido alcanzadas por el fuego. Un chancho corría espantado con humo en las patas y en el lomo, chillaba y buscaba desorientado alcanzar la ruta. Apenas pisó el asfalto, alguien lo remató con tiro para que no pasara del otro lado. 

Abrí la puerta y me golpeó un olor agrio. Desde el costado de la chata pude ver a papá, parado de frente a las llamas. Miraba, lo descubrí después, cuando el humo se disipó, un caballo. Un caballo masilante, cadavérico. No supe si siempre estuvo ahí y yo no lo había visto o si recién había llegado. Como sí se hubiera manifestado. Estaba lejos pero lo suficientemente cerca como para contarle cada costilla y cada hueso de sus caderas. Un lazo le colgaba del cuello. Seguramente era de algún campesino de la zona. Estaba asustado y el lomo se movía en espasmos lentos. Lo vi bajar la cabeza con dificultad, Alzó una pata delantera y comenzó a golpear la tierra calcinada. Dio media vuelta y en dos zancadas se perdió entre las palmeras ardientes.

Solo después pude ver a papá con el revólver apuntando hacia la pared de humo. Tiró varias veces hasta que bajó el arma. 

***

—Es como en Sorgo rojo— dijo Tanque esa noche cuando le conté lo que había visto. 

Me relató la escena de una película que se llamaba así, en la que un grupo de niños apuntaban con rifles al sorgal porque sabían que entre las plantas venían a invadirlos. 

—Lo que fuera que viniera del otro lado, no podían dejarlo cruzar, entendés—,dijo— por eso empezaron a tirar. 

Dijo Tanque que después de un rato de tiros, el cuadro se habría y se veía a un caballo salir entre las chalas, con una mujer recostada, sangrando sobre el lomo.

Cuando papá se fue a dormir, en lugar de mirar películas, agarramos lo que quedaba de vino, su etiqueta de cigarrillos, los llevamos al techo y nos quedamos allí escuchando el aullido de los perros. Era una noche cálida, aclarada por la luna, y Tanque y yo nos quedamos largo rato conversando sobre lo que cada uno haría el resto del verano.  Al otro día, él viajaría a la ciudad para ir de vacaciones con sus padres. No lo iba a volver por varios meses, así que decidí contarle los sueños. Dijo que podían ser las películas, que me estaban haciendo mal. me compartió que los suyos; soñaba con comida, o que saltaba de árbol en árbol, o con gente conocida repitiendo diálogos del día. Gente a la que nunca le veía los pies. 

—Quiero aprender a fumar —cambié de tema. 

Tanque prendió un cigarro y me enseñó. Aspiré muchas veces hasta que sentí el mareo. La sensación de soltar humo por la boca me alivió. 

—Estás fumando— afirmó y me agarró la mano. 

Nos quedamos un rato así, con sus dedos enredados a los míos, mirando la víbora de fuego que hacía curvas en la loma, hasta que el silencio se hizo insoportable y bajamos.  

En la cama pasé largo rato sin poder dormir. Escuché a papá caminar por la casa a oscuras, ir hasta mi puerta y quedarse sin saber qué hacer. Después volvió a su cama arrastrando los pies. Hacía eso cada tanto. Creo que quería decir algo, pero no sabía cómo. 

***

En el sueño, esa noche, alguien me agarraba la mano. Estábamos parados frente al maizal, esperando. Era una tarde hermosa, el sol caía sobre el campo y plateaba las chalas verdes, hasta que en un momento se habrían como las aguas de un mar, y podía ver al caballo, el mismo caballo del incendio, flaco, macilento, y con el lazo colgando del cuello. Pero en el sueño, papá lo montaba. Tirale. La voz de mamá era clara esta vez. Me agarraba una mano y me decía tirale. Yo levantaba el revólver firme y tiraba.

***

No sé por qué vuelve este recuerdo a mi cabeza en este momento, pero por alguna razón siento una repentina necesidad de volver hasta esa casa, subir al techo y agarrar de nuevo la mano de Tanque. Y mientras me abro paso en mi recuerdo, lo que veo, sin embargo, es la taza vacía sobre la mesa y un pedazo de pan a medio comer, tal como lo encontré aquella mañana. Afuera el sol acentuaba más el olor a monte quemado. El fuego debía estar bordeando el cementerio. 

La chata no estaba. Junto al árbol donde la guardamos, había un bidón hasta la mitad de nafta. En mi cabeza, mis manos se mueven sin voluntad y agarran el bidón, camino hasta la puerta por un sendero pedregoso y tiro varios chorros en la cocina, en los muebles y en las camas. Después un fósforo hace lo suyo. Yo me siento a mirar en una piedra a varios metros. Así me quedo, hasta que siento los golpes de papá. Una trompada en la cabeza, otra, me revuelco, me patea.  

—¡Qué hizo, qué hizo! — grita. 

Pienso ahora que ni en ese momento pudo dejar de tratarme de usted. 

Después me abraza y llora. Puedo sentir la tensión en su espalda, el hipo como un pulso. Tardo unos minutos en mirar a la casa y darme cuenta lo que hice.