Discurrir hoy sobre el futuro puede ser producto de un ciego optimismo, de un pesimismo convencido de sus visiones o, simplemente, de una divagación. En verdad, no elegiría ninguna de estas tres posiciones. Nunca he sido pesimista; nunca he sido optimista, excepto en un tramo de mi juventud revolucionaria; y las divagaciones no son mi fuerte, pese a lo que otros puedan opinar con entero derecho.

Siempre que me creí capaz de predecir algo sobre el futuro, me equivoqué. Confié en la llegada próxima e inevitable de la revolución; confié en que el regreso de Perón movilizaría unas fuerzas y controlaría otras; confié en lo que, a fin de los años 1960, se llamó el sindicalismo clasista; confié en la omnipotencia de las ideologías; confié en la productividad del conflicto no simplemente como dimensión inevitable de la escena democrática, sino como el mejor modo de tramitar las diferencias sociales y políticas.

Hoy siento que se han debilitado esas confianzas o que se han convertido en testimonios de una historia que yo no comprendía, porque pedía que los hechos se ajustaran con mayor disciplina a mis esquemas y deseos. El tema, sobre el que se nos pide una opinión, es el futuro después de la pandemia.

Me pregunto, en primer lugar, cuándo comienza un futuro que no sea una repetición mejorada o peor que el presente. Me pregunto en qué momento se traza una línea para calificar al tiempo como futuro y no como reiteración de lo que llamamos ʺahoraʺ.

Sobre ese tiempo, que ignoro cuándo tendrá su comienzo, habría que hacer otra aclaración: si nos referimos al futuro inmediato, digamos las primeras semanas o los primeros meses, o nos referimos a un horizonte hecho de pintorescas o eruditas imágenes y también de audaces o imprecisas predicciones. Pensar no excluye imaginar, pero solo imaginar no consolida hipótesis. Me interesa el futuro inmediato, por la sencilla razón de que, si hay futuro, esa será la primera etapa, que habrá que superar para demostrarnos que se puede entrar en la segunda, y así sucesivamente.

El futuro no es un simple instante de tiempo, sino que implica una idea de continuidad entre etapas diferentes. La primera: liberados del enclaustramiento y las separaciones forzosas, quizá grupos cuantitativamente importantes se prodigarán en los contactos próximos, los amontonamientos sentimentales y amistosos, que ahora la pandemia ha vuelto peligrosos e indeseables. Todo dependerá en ese caso de las regulaciones que el gobierno imponga con la fuerza que, si es preciso, debe ejercer para que se cumplan.

Si el futuro inmediato es un festival de contactos, no tendremos ninguna seguridad de que será posible evitar una recaída, un regreso del virus después de su circunstancial derrota. Hoy mismo, a tres semanas del enclaustramiento, estoy escuchando diferentes sonidos en la calle y viendo más gente, como si el paso de los días fuera un principio de cura. Se sabe que el enclaustramiento es muy difícil tanto para los jóvenes como para los viejos. Y a propósito, mejoremos nuestro discurso: ¿no sería posible que se dejara de llamar ʺabuelosʺ a los viejos? Esa palabra, de resonancia estrechamente familiar, suena como si a las mujeres, desde la edad de procrear, se las llamara madres. Hay muchos viejos que no quisieron ser padres ni madres y por lo tanto no les parece exacto un apelativo que los convierte en abuelos. El futuro que espero deberá ser cuidadoso con esos usos vulgares de la lengua, que hoy se condenan en el caso de las mujeres, pero que persisten para los viejos.

Es un detalle, pero todos los que nos ocupamos del lenguaje sabemos que el detalle es probablemente lo más significativo de una interpelación. Baste mencionar el ejemplo histórico del peronismo, que instaló al sujeto político ʺdescamisadoʺ.

Bien, en ese futuro inmediato, son prioridad los que más padecieron durante los meses de la peste: los que sufrieron hambre, en primer lugar; los chicos y chicas que no tuvieron escuela, en segundo; los que sufrieron dolencias que fueron desatendidas porque el sistema de salud estaba razonablemente concentrado en la pandemia; las adolescentes embarazadas y solas o con hijos pequeños; las mujeres sometidas a la violencia. En ese futuro inmediato se deberán restablecer los accesos a servicios de educación y de salud que concentraron sus capacidades y esfuerzos en el virus. Quienes perdieron el espacio de la escuela, sin otros reemplazos, son los más pobres, y los que más necesitan. La educación por las redes no equivale a la presencia comunitaria de los maestros y profesores, sobre todo para los chicos y jóvenes cuyas familias, por carencia y marginación, no pueden ni desempeñarse eficazmente como reemplazo, ni completar los vacíos metodológicos que las redes, aunque parezcan mágicas, abren.

Así quedan subrayadas, una vez más, las diferencias sociales y culturales, porque las redes no son una máquina de distribución equitativa. Como al mercado, cada uno entra en ellas con lo que trae de otra parte. Es evidente que el aula virtual funciona de un modo en los hogares donde, antes, otras aulas no virtuales han ejercido su influencia sobre los adultos. Lo virtual puede ser despiadadamente antiigualitario, como cualquier otro sistema simbólico. Será también necesario atender la seguridad, que no afecta tanto a los pudientes como a los más pobres, a los vecinos de barrios carenciados y a los que viven en los extremos precariamente urbanizados de las ciudades. El futuro inmediato debe hacerse cargo de esos hombres y mujeres: volver a poner en marcha lo que antes de la pandemia funcionaba, aunque funcionara con baches y deficiencias. Sabemos lo que cuesta poner en funcionamiento algo que se paró de repente, porque una máquina, que funcionaba quizá de modo inadecuado o incompleto, se frenó en seco. Empezar de nuevo.

Bien, en ese futuro inmediato, son prioridad los que más padecieron durante los meses de la peste: los que sufrieron hambre, en primer lugar; los chicos y chicas que no tuvieron escuela, en segundo; los que sufrieron dolencias que fueron desatendidas porque el sistema de salud estaba razonablemente concentrado en la pandemia; las adolescentes embarazadas y solas o con hijos pequeños; las mujeres sometidas a la violencia. En ese futuro inmediato se deberán restablecer los accesos a servicios de educación y de salud que concentraron sus capacidades y esfuerzos en el virus. Quienes perdieron el espacio de la escuela, sin otros reemplazos, son los más pobres, y los que más necesitan.

La educación por las redes no equivale a la presencia comunitaria de los maestros y profesores, sobre todo para los chicos y jóvenes cuyas familias, por carencia y marginación, no pueden ni desempeñarse eficazmente como reemplazo, ni completar los vacíos metodológicos que las redes, aunque parezcan mágicas, abren. Así quedan subrayadas, una vez más, las diferencias sociales y culturales, porque las redes no son una máquina de distribución equitativa. Como al mercado, cada uno entra en ellas con lo que trae de otra parte.

Es evidente que el aula virtual funciona de un modo en los hogares donde, antes, otras aulas no virtuales han ejercido su influencia sobre los adultos. Lo virtual puede ser despiadadamente antiigualitario, como cualquier otro sistema simbólico. Será también necesario atender la seguridad, que no afecta tanto a los pudientes como a los más pobres, a los vecinos de barrios carenciados y a los que viven en los extremos precariamente urbanizados de las ciudades. El futuro inmediato debe hacerse cargo de esos hombres y mujeres: volver a poner en marcha lo que antes de la pandemia funcionaba, aunque funcionara con baches y deficiencias. Sabemos lo que cuesta poner en funcionamiento algo que se paró de repente, porque una máquina, que funcionaba quizá de modo inadecuado o incompleto, se frenó en seco. Empezar de nuevo.

Se necesita un pensamiento sobre el pasado que se dedique no solo a los días transcurridos bajo el imperio del miedo, sino antes, cuando muchos rasgos de la realidad social nos avisaban que éramos débiles en varios flancos, no solo en el que atacó sorpresiva e imprevisiblemente la pandemia. Pero eso no es todo. Es necesaria la voz a la que se reconozca esa capacidad de síntesis sobre el sufrimiento pretérito y el futuro que habrá que construirse.

No me refiero al cansado y cansador tema del gran acuerdo, sino a un debate que, eventualmente, resulte en acuerdos parciales, sectoriales, regionales, que, aunque no borren las diferencias, permitan negociarlas y, si es posible, sintetizarlas (una síntesis más difícil que la hegeliana). Un gran acuerdo no consiste solamente en los puntos elementales en los que acordarían tirios y troyanos: necesitamos empleos, necesitamos salarios, necesitamos producir, necesitamos exportar.

Exportábamos a raja cincha durante el conflicto con el campo del año 2008, lo cual no impidió enfrentamientos, provocaciones, insultos, cortes de ruta y nuevos antagonistas. Los acuerdos son muy difíciles, porque suponen que alguien resigna una parte de lo que le ha tocado en suerte y, muchas veces, esos afortunados no están moralmente educados para resignar lo que obtuvieron en repartos anteriores de los ingresos, las tierras, los bienes simbólicos, o su propio trabajo, del que tienen la convicción que debe repartirse lo menos posible. Nadie está dispuesto a considerar, ni siquiera como hipótesis, que la riqueza nacional es un bien común colectivo, y que los impuestos deberían repartirla de modo más equitativo.

En este sentido, expreso mi deseo. Lo mejor que puede aportar el futuro de la pandemia es una reforma impositiva, con un acento puesto sobre los bienes personales. Los empresarios pagarán más si son ricos, no si sus empresas son prósperas e invierten productivamente sus ganancias. Si la pandemia nos convierte en un país impositivamente más justo, podremos decir que hemos vencido y que habrá un futuro.

Todo depende de nosotros. Debemos eso a los muertos y a quienes están sufriendo.

Beatriz Sarlo nació en Buenos Aires el 29 de marzo de 1942. Formada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires -donde fue docente desde 1983 hasta 2003- es escritora, ensayista y crítica literaria. Ganó el Premio Konex de Platino, la Beca Guggenheim y el Premio Pluma de Honor de la Academia Nacional de Periodismo de la Argentina, entre otros. También dictó cursos en las universidades de Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota.

Fuente: publicación El futuro después del Covid-19