“Vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad…”
Raúl Alfonsín, citando el Preámbulo de la Constitución, 10 de diciembre de 1983.

“He dictado el estado de sitio…”
Fernando de la Rúa, 19 de diciembre de 2001

Volver sobre el 19 y 20 de diciembre de 2001 tiene un sabor agridulce. Su memoria implica ante todo aceptar que la onda expansiva de esas jornadas en las que el pueblo argentino se puso de pie se ha diluido. Lo que para muchos, nacidos en democracia, fue su primera movilización política; para otros, el punto de partida de un proceso revolucionario, una batalla contra los herederos de la dictadura o el advenimiento de un nuevo orden democrático participativo, horizontal, asambleario y autonomista, y, para una gran mayoría, una mera cuestión de supervivencia, es hoy parte del pasado. Reciente, pero pasado al fin: ya hay una generación en edad de votar que no vivió esos días históricos.

Resulta de hecho extraño al vagar por la ciudad de Buenos Aires, epicentro de una protesta que se extendió por todo el territorio nacional, rememorar la crisis y la revuelta popular: el ruido de las cacerolas, las bocinas de los autos, los martillazos contra las vallas de los bancos atrincherados, los gases lacrimógenos, las balas de goma –y las de plomo–, la sangre, el calor, el fuego, el humo y olor de los neumáticos quemados, las rutas cortadas, las caras cubiertas, el rugido de las motos, los aplausos, los cánticos y gritos populares (“¡Que se vayan todos!”), los ojos llorosos, el reencuentro de una sociedad fracturada, de clases recelosas unidas en un mismo destino (“Piquete y cacerola, ¡la lucha es una sola!”), el zumbido del helicóptero, las banderas celestes y blancas…

El recuerdo, doloroso, no puede evitar cierta añoranza, tal vez engañado por el paso del tiempo. Porque ese estallido social que conjugó los reclamos y aspiraciones de sectores muy diversos –desocupados, piqueteros, estudiantes, jubilados, sindicalistas, vecinos, ahorristas, asalariados, trabajadores estatales, militantes de derechos humanos– representó la erupción del profundo fracaso de la joven democracia argentina. Liberó la bronca contenida por años de luchas, hambre y frustraciones. No obstante, produjo una ambigua sensación de victoria en medio de la angustia y la incertidumbre. Una sociedad entumecida, acostumbrada a elegir sólo con el control remoto y la tarjeta de crédito, decidía reapropiarse de su futuro y descubría –finalmente comprendía– los diversos movimientos de resistencia que preanunciaban la crisis, de las puebladas por la falta de pago de salarios y los primeros piquetes vinculados a la privatización de empresas estatales y la exclusión masiva de sus trabajadores, a principios de los año 90, a los cortes masivos del bloque piquetero en La Matanza y la consulta popular realizada por el Frente Nacional contra la Pobreza que convocó a 3 millones de personas, en 2001. Renacía la esperanza, la posibilidad de construir finalmente el país justo, igualitario, libre, plural, soberano y generoso que los argentinos creemos merecer.

En ese sentido, el 19 y 20 de diciembre constituye un punto de quiebre e inflexión en la historia nacional. En esos días, el país tocó fondo; y, sin embargo, la sociedad civil salió fortalecida. El “2001” elevó el piso de la democracia, sentando nuevas bases de construcción y legitimación política. Estableció un límite al abuso de la elite dirigente. Y expresó claramente el rechazo de la sociedad a todo intento de atropello autoritario, condensado en la masiva y espontánea salida a las calles tras el patético discurso final del presidente Fernando de la Rúa, que, lejos de amedrentar y apaciguar los ánimos decretando el estado de sitio, avivó la llama de la insurrección y precipitó su huida en helicóptero de la Casa Rosada.

Los argentinos demostraron así que a pesar de haber aceptado en los años 90 canjear conquistas sociales por una ilusión de estabilidad y riqueza, no estaban dispuestos a sacrificar sus derechos políticos –más aun cuando la estabilidad y la riqueza se habían esfumado–, que la democracia debía convertirse en algo más que una formalidad. Y allí reside la razón por la cual el espíritu del estallido popular de diciembre de 2001 se encuentra siempre latente. Está en el aire, listo a inflamarse nuevamente ante la mínima chispa.

De la fiesta del 19 a la batalla campal del 20, que convirtió al centro de Buenos Aires en una guerra de trincheras urbana; a pesar de los saqueos, de los intentos de propagar el miedo, de la violencia y la represión estatal, que terminó con un saldo de 38 muertos y alrededor de 3.000 detenidos en todo el país; la democracia no se quebró. Era su forma representativa y, principalmente, sus representantes, los que estaban siendo cuestionados. Ya desde el Pacto de Olivos de 1994, la alternancia era percibida como una farsa y políticos y jueces eran considerados miembros de una clase privilegiada y corrupta que se apropiaba del Estado en beneficio personal y de los grandes grupos económicos. Una percepción acentuada por la incapacidad de la dirigencia para resolver la crisis económica que asolaba al país desde 1998 y por su permanente sometimiento a los “mercados” en desmedro del interés nacional. Un régimen en permanente estado de excepción, que, a fuerza de necesidades y urgencias, blandiendo la espada de Damocles del riesgo país y el default, ajustaba los derechos de sus ciudadanos. Lo demostraban los altísimos índices de votos nulos y blancos en las elecciones legislativas de octubre de 2001 (1) y la cantidad de movimientos que llamaban a impugnar el sufragio o a movilizarse 501 kilómetros para no participar del acto electoral. Lo reflejó el canto que se propagó a lo largo de la protesta y que aún hoy simboliza el espíritu de esas jornadas: “Que se vayan todos, que no quede ni uno sólo”. Y lo reconocían los propios líderes políticos: “Somos una dirigencia de mierda, en la que me incluyo”, declaraba acertadamente en noviembre de 2001 Eduardo Duhalde, que luego cumpliría su sueño de ser Presidente por la vía institucional a pesar de haber sido rechazado por las urnas.

El mejor alumno del Fondo Monetario Internacional en la década del 90 pagaba el precio de las políticas económicas neoliberales impuestas por la última dictadura militar y profundizadas por los sucesivos gobiernos constitucionales, que no habían logrado siquiera alcanzar los estándares mínimos de bienestar que la democracia se había propuesto: alimentar, educar y curar. La fiesta de la ficción monetaria se había acabado. Y la resaca era dolorosa. El país entraba al siglo XXI, pero lejos, a años luz del Primer Mundo y los cohetes espaciales menemistas que nos llevarían a Japón en 30 minutos, ingresaba en un futuro distópico y marginal, poblado de carros desvencijados cargados de basura tirados por caballos y ciudadanos harapientos. El bombardeo televisivo de imágenes espeluznantes (pobres cocinando gatos, ahorristas quemándose a lo bonzo, ciudadanos desesperados abalanzándose sobre la carga de un camión volcado) esbozaba un clima apocalíptico. Todo se había vuelto precario: el trabajo, la vivienda, la salud, la educación, la vida misma.

A diario se abrían nuevas brechas en las que asomaba el abismo. Argentina, que se ufanaba de ser el más occidental de los países de la región, chocaba de lleno con su fatídico destino latinoamericano. Como en una viñeta de Quino, su orgullosa clase media rodaba precipitadamente cuesta abajo inflando los índices de pobreza, la desigualdad alcanzaba cifras desconocidas y el desempleo batía récords, principalmente en los grandes cordones urbanos desindustrializados y entre los jóvenes, que hacían fila en los consulados extranjeros en busca de sus raíces para conseguir el pasaporte dorado que les permitiera ir a Hacer la Europa.

En esos días, el país tocó fondo; y, sin embargo, la sociedad civil salió fortalecida. El “2001” elevó el piso de la democracia, sentando nuevas bases de construcción y legitimación política. Estableció un límite al abuso de la elite dirigente. Y expresó claramente el rechazo de la sociedad a todo intento de atropello autoritario, condensado en la masiva y espontánea salida a las calles.

La sociedad argentina mostró sin embargo una capacidad de organización, resiliencia y solidaridad extraordinaria. Lo que el mercado y el Estado quitaban lo suplía a través de los movimientos de trabajadores desocupados, los clubes de trueque, las fábricas recuperadas por sus trabajadores, las asambleas barriales, las ollas populares… Encontró en su cultura, su militancia y su historia, la fuerza, creatividad y dignidad para mantenerse a flote y levantarse. Exigió a sus dirigentes, que exhibieron asimismo una inusitada capacidad de reacción para no verse fagocitados por la crisis, recuperar el orgullo y el sentido de la joven democracia argentina. Lo demostró el ingreso de las Madres de Plaza de Mayo a la Casa Rosada pocos días después de la feroz represión que sufrieron en la plaza.

La efervescencia de la revuelta mantuvo a la sociedad en un estado de agitación durante gran parte del año 2002. Hasta que el 26 de junio de ese año, el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, dos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, masacrados en Avellaneda por fuerzas policiales que reprimieron salvajemente el corte por parte de grupos piqueteros del Puente Pueyrredón, acceso vital a la ciudad de Buenos Aires desde el sur del Conurbano, le atestó un golpe brutal. El entonces presidente provisional Duhalde, que buscaba dar así una demostración de poder, debió adelantar su renuncia y llamar a elecciones. Y ante el hastío provocado por el estado de movilización permanente, la sociedad fue trocando sus sueños de solidaridad por pedidos de orden y seguridad.

El rápido regreso a cierta normalidad institucional y al crecimiento económico que siguió a la mayor crisis económica, política y social que vivió el país desde el retorno a la democracia en 1983 intensificó ese proceso y relegó la resolución de los dos factores centrales que la originaron: la crisis de representación política (2) y el brutal empobrecimiento de la sociedad argentina.

Tras ganar las elecciones presidenciales de abril de 2003 con sólo el 22% de los votos, luego de que el ex presidente Carlos Menem desistiera de presentarse al balotaje, Néstor Kirchner supo reconstruir la legitimidad del Estado al interpretar el estado de ánimo de la sociedad y sus demandas. Interpelando al pueblo, reformó la Corte Suprema de Justicia de la Nación, impulsó los juicios por lesa humanidad, se enfrentó al poder económico y a los organismos financieros internacionales, y estableció como prioridad las relaciones con los países de América del Sur. También integró su gobierno de manera transversal, dando la espalda a los sectores más rancios del peronismo al que pertenecía. Por sobre todas las cosas, logró un crecimiento económico sostenido que impulsó el consumo y la creación de puestos de trabajo. Como señala el sociólogo Gerardo Aboy Carlés, Kirchner fue en cierta forma “el presidente que el Frepaso nunca tuvo. […] Abrevando en lo mejor del alfonsinismo y la renovación peronista, de la intransigencia y del socialismo, de las inspiraciones iniciales del Frente Grande, ha conseguido imprimirle un sello propio a ese legado” (3).

Sin embargo, a pesar de numerosos logros y conquistas, a lo largo de sus doce años de gobierno –Néstor Kirchner fue sucedido en 2007 por su esposa, la legisladora Cristina Fernández, que gobernó por dos períodos consecutivos–, el kirchnerismo abandonó la transversalidad, se apoyó en el peronismo tradicional y llevó el debate político a un enfrentamiento binario típico de la política argentina concebida como lealtad futbolística, en la que los críticos son traidores, los matices no existen y abundan los tránsfugas y conversos, que en su mayoría nunca se fueron. Amparado en una oposición nada constructiva y menos aun autocrítica, y una elite que sigue convencida de que es posible desarrollar el país excluyendo a su población y que 60% de niños y niñas pobres sólo se deben a que sus progenitores quieren vivir –o como sea que eso se llame– a cuestas del Estado, el kirchnerismo impulsó una verticalidad absoluta en sus movimientos juveniles e intelectuales con atisbos de culto a la personalidad, inspirando un ánimo de revancha en un sector de la sociedad que terminó revirtiendo los avances de esa década.

Las clases medias, obnubiladas por el rápido regreso al consumo en cuotas –al punto de que a sólo 14 años del 2001 eligieron Presidente a un producto típico de la política-espectáculo-neoliberal de los años 90–, sólo parecen recordar del 2001 la indignación por la confiscación de sus ahorros.

No obstante, el paisaje urbano conserva las huellas de la crisis, de sus causas y consecuencias. Así, paradójicamente, los emblemas de los tres poderes del Estado interpelados por los manifestantes en esas jornadas, la Casa Rosada, el Congreso de la Nación y el Palacio de Tribunales se encuentran hoy rodeados de rejas y vallas antes inexistentes, como si el recuerdo de los manifestantes en las escalinatas del Parlamento Nacional, arañando sus puertas, hubiera dejado un trauma prolongado entre sus integrantes, que decidieron prevenirse de futuros estallidos. Una memoria de hierro que muestra que la distancia entre representantes, en su gran mayoría dueños de grandes fortunas, y representados, persiste.

Por otro lado, circula todos los días por las calles de las principales ciudades del país, una memoria viviente y ambulante de la crisis: miles y miles de cartoneros, incorporados ya como un elemento natural del paisaje urbano, pero despojados de sus caballos –prohibidos de ingreso en la ciudad–, y por lo tanto condenados a traccionar por sí mismos sus monumentales carros cargados de desechos reciclables y transables. Hombres, mujeres y niños, que viven de –y muchas veces en– la basura, que trabajan como condenados y en condiciones de extrema precariedad –último eslabón de la cadena de un negocio multimillonario– y que demuestran que los efectos del ajuste económico aplicado en Argentina desde el Proceso de Reorganización Nacional siguen vigentes. Las sucesivas olas de empobrecimiento que llegaron a su punto máximo en 2001 cristalizaron un núcleo duro de pobreza, hoy nuevamente cercano a la mitad de la población, que permanece excluido de la democracia argentina y amenaza con hacer inasibles los “beneficios de la libertad”. 

1. 15,9% promedio, llegando hasta el 40% en algunas localidades, como la ciudad de Rosario.

2.Según la encuesta World Values Survey, en 1999 sólo el 11% de los argentinos tenía mucha o bastante confianza en el Congreso.

3. Gerardo Aboy Carlés, “Después del derrumbe. Avatares de una reconstrucción enraizada en la recuperación democrática”, en Sebastián Pereyra, Gabriel Vommaro, Germán J. Pérez (editores), La grieta. Política, economía y cultura después de 2001, Biblos, Buenos Aires, 2013.

* Editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur