Durante muchos años hablar de previsión social -de jubilaciones sobre todo- era hablar fundamentalmente de un derecho para los hombres que, luego de una vida laboral en la que realizaban aportes, llegaban al momento del retiro en el que cobrarían haberes para cubrir contingencias de vejez o invalidez.

Las mujeres durante décadas estuvieron casi ausentes en este sistema, dada la estructura de la sociedad. La mayoría se limitaban a cumplir el rol de amas de casa y por lo tanto quedaban fuera del régimen jubilatorio. En el mejor de los casos contarían con la pensión tras el fallecimiento del marido, siendo un derecho  derivado  de  un  varón  titular,  más  que  de  la  titularidad  de  un  derecho  propio.

El acceso de las mujeres a la cobertura previsional, desde el inicio, estuvo marcado por la desigualdad respecto de la posibilidad de los varones de ingresar al mismo derecho, como en tantos aspectos de la vida en los que existe la brecha de género. Si bien hoy la presencia femenina en el mercado laboral es mucho mayor, la inserción y las condiciones siguen siendo inestables y en condiciones de inferioridad respecto al hombre, con una menor remuneración obtenida que repercute directamente en la posterior jubilación. 

El régimen jubilatorio nacional vigente determina que las mujeres que tengan 60 años de edad y 30 de aportes podrán jubilarse. Para el hombre son 65 de edad y también 30 de aportes. Esa diferencia, los 5 años menos en el caso de las mujeres, fue considerada una especie de compensación por el trabajo en la casa. Históricamente la mujer es la que se hizo cargo de las tareas domésticas, el cuidado de niños, ancianos y enfermos, mientras que el hombre se encargaba del trabajo rentado fuera del hogar.

Algunos datos que surgieron con el correr del tiempo muestran que al empezar a ocupar más puestos dentro de ese mercado laboral, las mujeres cobraban sueldos inferiores y por lo tanto sus aportes también eran menores. Esto se traduce en ingresar al sistema jubilatorio cobrando haberes más bajos.

Luego aparecieron las moratorias, aquellas que permiten comprar aportes para lograr la jubilación. En el año 2005 surgió el Plan de Inclusión Previsional (PIP) conocido como las “jubilaciones de amas de casa” ya que beneficiaba, fundamentalmente, a mujeres que habían hecho trabajos dentro del hogar no contemplados en los planes de seguridad social, o en la informalidad o precariedad que implicaba trabajar en tareas inestables sin poder llegar nunca a cumplir los requisitos para tener la posibilidad de acceder a una jubilación.

Desde entonces, la moratoria fue prorrogada varias veces, la última en 2019 -y con algunas restricciones- ​ que la revalidó hasta el 23 de julio de 2022. Es para quienes tienen entre 60 y 64 años.

Las cifras señalan que el 96% de mujeres entre 55 y 59 años no podrán jubilarse. Es decir que, si no hay una prórroga, la única opción que tendrán es la Pensión Universal del Adulto Mayor (PUAM), que representa el 80% del haber mínimo, que en este mes de marzo es de $16.457. 

Al día de hoy, significaría que una mujer mayor, que trabajó informalmente gran parte de su vida, que no logró la cantidad de aportes requeridos y que ya no contará con la posibilidad de ingresar en una moratoria, tendrá que vivir con poco más de $15.000 en un país en el que la canasta básica de los jubilados asciende a $49.614, según datos de la Defensoría del Pueblo de la Tercera Edad. 

Urge contemplar estas situaciones para lograr mejorar una realidad que nos atraviesa a todas. De acuerdo con estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), las mujeres vivimos más años que los hombres: al menos 1,4 años más. Pero ¿en qué condiciones lo hacemos? ¿cómo llegamos a vivir esos años? Es necesario volver a debatir el derecho de las mujeres a la cobertura de la seguridad social de manera tal de avanzar, de asegurar que esas vejeces femeninas tengan dignidad, garantizando que los ingresos jubilatorios o las pensiones resulten equitativos y justos.