Simplificando apenas, la línea de razonamiento del desarrollismo es la siguiente: para bajar la pobreza y mejorar el bienestar de las mayorías, es necesario crecer durante muchos años a tasas sostenidas. La fundamentación es que ningún país con el PBI per cápita de Argentina ha logrado erradicar la pobreza y que los períodos de mejora de los indicadores sociales de nuestra historia reciente coincidieron con los de expansión del producto. Crecer no es suficiente, pero es necesario, al menos por dos motivos: porque simplemente distribuyendo la riqueza existente no alcanza, y porque el crecimiento permite redistribuir recursos sin generar conflictos políticos que pongan en peligro las estrategias de inclusión. Y para crecer Argentina necesita muchas cosas –inversión privada, una macroeconomía estable, buenas políticas de promoción– pero sobre todo una: dólares. Por si hacía falta, la experiencia macrista demostró los riesgos de subestimar este problema y hoy, salvo los muy neoliberales o los muy troskos, los economistas coinciden en que el principal obstáculo de la economía argentina es la falta de divisas, la espeluznante restricción externa (1). ¿Cómo conseguir dólares? En el mundo real, hay dos formas de hacerlo: endeudarse o exportar (o sustituir importaciones, lo que es bastante parecido a exportar). Descartada por motivos obvios la deuda, quedan las exportaciones.

Frente a este consenso duro, una parte de los ambientalistas, displicentes, se sacuden el tema de encima con un gesto breve, y disparan: “son estas políticas las que nos trajeron hasta acá”. Acá es el 42 por ciento de pobreza, por supuesto. En una nota publicada en Panamá Revista (2), Ernesto Semán escribe: “Los problemas no se resuelven desde el problema. El reclamo para reacomodar toda otra prioridad a la posibilidad de exportar para crecer y para reducir la pobreza que es del 42 por ciento es parte central de la política que llevó a la Argentina adonde está y al índice de pobreza adonde está; difícilmente sea también la solución”.

El problema es que el problema no es éste, sino el opuesto: el problema es que Argentina no viene haciendo lo mismo desde hace cincuenta años, con los mismos pobres resultados. De la desregulación aperturista de Martínez de Hoz a la heterodoxia retro de Grinspun, de ahí a los planes de shock de Sourrouille y al neoliberalismo de Menem-Cavallo, y de todo eso al neo-keynesianismo de Kirchner y de nuevo al neoliberalismo de Macri, Argentina es, económicamente hablando, un péndulo loco. Si el acumulado es decepcionante es justamente por eso: por la dificultad para estabilizar un modelo de desarrollo en el largo plazo.

En el corazón de esta dificultad está la debilidad exportadora. Argentina exporta poco: 15 por ciento de su PBI, 7 puntos menos que la media de América Latina, la mitad del promedio mundial y tres o cuatro veces menos que campeones de la exportación como Alemania o Corea del Sur. Por eso no es correcto hablar de expolio, porque quitando a la industria de la discusión, Argentina exporta –comparativamente– pocos recursos naturales: salvo el competitivo complejo oleaginoso, fuente de casi todas las divisas genuinas de las que dispone el país, y algunas economías regionales como los limones tucumanos, el resto de los recursos naturales están –contra lo que sostienen los críticos del extractivismo que denuncian saqueo neocolonia– claramente sub-explotados: cualquier comparación con los países vecinos, con los que compartimos mar, Cordillera, subsuelo y suelo, confirma que la producción hidrocarburífera, minera, pesquera y forestal podrían desarrollarse mucho más.

Argentina exporta poco: 15 por ciento de su PBI, 7 puntos menos que la media de América Latina, la mitad del promedio mundial y tres o cuatro veces menos que campeones de la exportación como Alemania o Corea del Sur.

Por supuesto que el ambientalismo, cuyo protagonismo público es relativamente reciente, no es el responsable de esta realidad, atribuible sobre todo a los volantazos de política económica señalados más arriba. Pero eso no implica que la realidad no exista: Argentina exporta poco, y necesita exportar más. Y aunque por supuesto sería deseable exportar más software y menos soja, chips en lugar de maíz, servicios profesionales en vez de trigo, el desarrollo de industrias exportadoras intensivas en conocimiento y la agregación de valor constituyen procesos largos que exigen tiempo, continuidad en las políticas públicas y… dólares, con lo que volvemos al comienzo (la experiencia de Tierra del Fuego, que acaba de prohibir la salmonicultura, resulta ilustrativa al respecto: la provincia lleva décadas de promoción industrial en beneficio de la electrónica con el resultado de una armaduría que ayudó a generar empleo y evitar el despoblamiento, pero que ha convertido Tierra del Fuego en una letal aspiradora de recursos públicos, con subsidios equivalentes a 1.200 millones de dólares al año, un monto que multiplica por muchísimo cualquier otra de las políticas industriales existentes en el país y que equivale a 6.500 dólares per cápita por cada habitante fueguino).

Inmunes a estos argumentos, algunos ambientalistas denuncian decadencia económica y exponen el dato más doloroso:  42 por ciento de pobreza. “Argentina –escribe Semán– lleva produciendo pobreza desde hace al menos medio siglo”. La simplificación es indigna del autor, que conoce bien la historia argentina, sobre la que ha escrito buenos artículos y libros. Si es cierto que a mediados de los 70 la estructura social experimentó una transformación hacia una nueva “Argentina de la pobreza”, no menos cierto es que la causa reside en el abandono –o el agotamiento– de las políticas desarrollistas que mal o bien permanecían vigentes, tanto como en la incapacidad de encontrar y sostener un modelo alternativo. Por lo demás, tampoco es cierto que todo lo hecho en los últimos 50 años haya sido “producir pobreza”. Hubo en efecto momentos de fuerte aumento de la pobreza, como durante la hiperinflación alfonsinista, la crisis del 2001 y los últimos años del macrismo. Y es cierto que, considerando el período pos-Rodrigazo, en ningún momento se logró perforar un núcleo duro de pobreza estructural de alrededor del 25 por ciento. Pero también es verdad que hubo etapas en las que, lejos de seguir multiplicando miseria, la economía logró una reducción significativa de la pobreza: de manera acelerada pero breve durante los primeros años de la convertibilidad, cuando cayó de 60% a 30%, y de forma más sostenida a partir del 2003, cuando pasó de 70% a 27% (datos calculados con la actual metodología del Indec). Ambos períodos son también los de mayor crecimiento de la historia reciente (lo cual nos lleva una vez más al comienzo).

El mismo Semán lo reconoce: “El kirchnerismo desarrolló lo que probablemente sean las políticas más inclusivas de la historia argentina desde los años 40 sobre la base de la expansión de la capacidad exportadora del agro y la minería”. ¡Exacto! Esa es la idea: desarrollar políticas inclusivas en base a la capacidad exportadora. Y, desde ahí, avanzar en la agregación de valor a partir de la elaboración de los recursos naturales y el desarrollo científico-tecnológico, por ejemplo industrializando el maíz en granjas porcinas o fomentando la articulación entre el complejo científico-tecnológico y el campo, lo que por ejemplo permitió desarrollar una variedad de soja y trigo transgénico tolerante a la sequía (HB4), recientemente aprobada por Canadá (todas iniciativas que son lo contrario a “profundizar el extractivismo”, y a las que un sector importante del movimiento ambientalista –no Semán– se han opuesto).

A menudo, las críticas ambientalistas flotan en el aire; no están situadas, en el sentido de que ignoran el contexto global y aún el regional. Volvamos a los salmones de la discordia. Argentina importaba 45 millones de dólares anuales de salmón al momento de sancionarse la prohibición fueguina. Es decir que el daño ambiental que se evita prohibiendo la producción local se genera alegremente del otro lado de la Cordillera. Si la prohibición hubiera llegado acompañada por un cierre total de las importaciones de salmón o una iniciativa más amplia para convertir a la provincia en, digamos, territorio libre de salmón de criadero, la decisión hubiera sido más consistente. Pero si no, ¿qué sentido tiene cancelar una actividad en un lugar si está permitida en otro, a veces ubicado a pocos kilómetros? En ese caso, ¿no sería mejor regularla? ¿O al menos negociar con el país productor algo a cambio? Lo mismo ocurrió hace unos años, en una espiral psicodélica que puso en juego la relación histórica con Uruguay, con las papeleras de Gualeguaychú, prohibidas a este lado del río y habilitadas del otro. Y podría suceder con el litio, si prosperan las propuestas para prohibir la minería de litio en Argentina y es necesario seguir importándolo.

¿Qué sentido tiene cancelar una actividad en un lugar si está permitida en otro, a veces ubicado a pocos kilómetros? En ese caso, ¿no sería mejor regularla? ¿O al menos negociar con el país productor algo a cambio?

Un último señalamiento, que habrá que desarrollar más adelante y que resulta especialmente importante para el debate al interior del campo popular. En su versión dogmática, el ambientalismo muestra una desconfianza estructural hacia el Estado, al que ve más como un enemigo a vencer que como un espacio con el que interactuar y articular. En su versión inteligente, el ambientalismo reconoce que lo ideal sería contar con un Estado capaz de ejercer un control adecuado sobre las actividades potencialmente contaminantes, pero que dado que el Estado argentino carece de esa habilidad lo más conveniente es prohibirlas. En su nota, Semán responde a quienes proponen imitar los controles de países como Canadá o Noruega, que han logrado combinar economías basadas en la explotación de sus recursos naturales con altos estándares ambientales, con una pregunta: “¿es necesario recordar que Argentina no es uno de esos países, y que las capacidades estatales no se producen mágicamente a partir de ponerle enfrente un problema irresoluble por el solo hecho de que se hayan hecho en otros países con otros Estados y otras historias?” (el subrayado es del autor).

Al respecto, dos comentarios. En primer lugar, no es cierto que el Estado argentino, ni los estados sub-nacionales, estén totalmente desprovistos de capacidades. Por supuesto que están llenos de agujeros y cruzados por lobbies y presiones, pero algunos datos bien concretos –niveles de evasión e informalidad comparados con otros países de la región, por ejemplo– demuestran que el Estado, sobre todo el nacional, conserva poder regulatorio y sancionatorio. Iniciativas como la Ley de Góndolas o la Ley de Etiquetado Frontal demuestran la voluntad legislativa de avanzar en regulaciones: no todo es cipayismo y expolio en nuestra clase política. Pero además, para mejorar el poder regulatorio del Estado es necesario que lo ejerza: la historia de los países que han avanzado en la elaboración de estándares ambientales exigentes muestra que es a través de la experiencia concreta y la construcción institucional acumulada que se mejoran los controles, cosa que nunca ocurrirá sencillamente prohibiendo tal o cual actividad (en el caso del salmón, como explica Martín Schapiro, Argentina podría beneficiarse de las enseñanzas de Chile y Noruega ) (3). Por otro lado, un Estado fuerte requiere más recursos (por ejemplo, para contratar profesionales idóneos que supervisen y establecer organismos de control jerarquizados), para lo cual es necesario mejorar la recaudación, para la cual es necesario crecer, para lo cual es necesario contar con más dólares, para lo cual…

Concluyamos. El ambientalismo es un movimiento social, una disciplina científica y una voluntad política central para pensar la sociedad y el desarrollo en el siglo XXI. El ambientalismo bobo es una caricatura al interior de este movimiento, tan ruidosa como inconducente: su punto ciego es su absoluta falta de propuestas, la dificultad para transformar el énfasis proclamativo en un programa concreto, en un conjunto de políticas aplicables a las difíciles condiciones del aquí y el ahora. En el marco del debate sobre las condiciones ambientales del progreso económico, uno de los más interesantes y vibrantes de la conversación pública actual, hay que agradecerle a Semán la elaboración de un texto que contribuye a elevar el nivel de una argumentación que por momentos vuela a ras del suelo. Quisiéramos, de todos modos, señalar un último punto. En el final de su nota, Semán convoca al kirchnerismo a asumir la inevitabilidad de la unión entre activismo socioambiental y plebeyismo argentino. El objetivo, según dice, sería un proyecto “donde se juntan los pobres y los salmones y los desviados y los rechazados para construir un nuevo poder”. Aunque festejamos el intento, nos permitimos plantear nuestras dudas sobre el futuro de esta coalición entre pobres y pescados y nos preguntamos si, en caso de concretarse, estará liderada por Alberto Fernández, Cristina Kirchner o Nemo.