Esta semana nos vimos impactados por la muerte de dos jóvenes futbolistas, en muy distintas circunstancias, claro está, pero con la lamentable coincidencia de que dejan truncos sus sueños de “consagrarse en primera”, parafraseando a nuestro comprovinciano Rodrigo. Thiago tenía 16 años y jugaba en las inferiores de Talleres, adonde llegó desde el Gran Rosario. Lucas tenía 17 y nada quería más que su Barracas Central suba el lunes a Primera División.

Pero dos balas policiales decidieron poner fin a la vida del muchacho bonaerense, cuando venía de entrenar junto a otros amigos. Tratado como delincuente por la prensa porteña en un primer momento (nunca se pidió disculpas a su familia por la versión), el correr de la investigación compromete hora tras hora a su asesino y a sus dos cómplices, quienes les dispararon desde un auto sin identificación policial y sin dar la voz de alto.

En el caso de Thiago, hay mucha menos información disponible, pero todo indica que hubo negligencia, o al menos desatención, de quienes debieron estar cuidándolo en el Dique La Quebrada. Independientemente de que si había o no carteles advirtiendo sobre el peligro de bañarse, quienes solemos ir a cualquiera de los espejos de agua que tiene nuestra provincia, sabemos que por más que afuera haga 30 grados, en noviembre, el embalse mantiene una baja temperatura apenas te alejas un par de metros de la costa.  

Uno imagina que a esta hora capaz que se andan gambeteando por el cielo, en uno de los tantos picados que se arman. Hasta me puedo imaginar al de la T, mediocampista, buscando impedir que el “Diez” de la Sexta de Barracas le haga una finta. Sea como sea, Thiago no está más en el Centro de Formación de Talleres porque no lo cuidaron como corresponde. Y Lucas nunca sabrá si su club del barrio porteño de Barracas pasa a jugar en las grandes ligas, porque un policía asesino lo decidió.