La democracia apenas cursaba sus primeros 600 días de vida. La inestabilidad política, económica e institucional eran una amenaza permanente. Y el presidente Raúl Ricardo Alfonsín, que aún no había cumplido dos años de mandato, tenía su primera prueba de fuego: las legislativas de 1985.

El pueblo fue convocado a las urnas para el 3 de noviembre con el fin de renovar la mitad de la Cámara de Diputados. Después de siete años de dictadura, en menos de dos años la Argentina volvía a las urnas y la participación casi empardó la de las presidenciales anteriores. En 1983 votó el 85% de los habilitados mientras que el 83% lo hizo en 1985. El deseo de elegir estaba instalado. También el derecho.

Desde abril del mismo año el país presenciaba el enjuiciamiento a los responsables del genocido y la primavera democrática reverdecía como pocas veces en la historia. Alfonsin aún cursaba su luna de miel con la sociedad y el llamado a elecciones ratificaría aquel gran y último momento del gobierno radical.

Con 129 diputados obtenidos en 1983, el objetivo del radicalismo era ratificar el apoyo popular avasallante con el que había sido ungido Alfonsín dos años antes. Mientras, el Partido Justicialista sufría la ausencia en el poder y las profundas diferencias entre los exponentes de la vieja guardia ortodoxa y la renovación peronista, que buscaba nuevos aires para el movimiento.

Esos síntomas evidentes de mala convivencia se materializaron cuando el promisorio dirigente Antonio Cafiero optó por abrirse del sello oficial del Justicialismo y presentarse bajo el paragüas del Frente Renovador, mientras Herminio Iglesias, el siempre sindicado responsable de la derrota de 1983 y Jorge Triaca, que hacía pocos meses había testificado a favor de la dictadura en el jucio, encabezaban la lista oficial del peronismo. La división auguraba malos resultados. 

En Córdoba, el poder de Eduardo César Angeloz era indiscutible y el radicalismo se perfilaba para reinar durante largos años. A diferencia de lo que sucedía en provincia de Buenos Aires, en tierras mediterráneas peronistas ortodoxos y renovadores lograron una lista de unidad y el viejo dirigente Raúl Bercovich Rodríguez compartió lista con el joven José Manuel De la Sota. Pero la unidad no fue suficiente.

La UCR no logró el 52% de 1983. La fragmentación y dispersión del voto, propio de elecciones intermedias, hizo bajar la marca al 43% en todo el país. Con ese porcentaje, se ratificaba el rumbo institucional del gobierno y sumaba un diputado más: de 129 pasó a tener 130. A nivel nacional, el PJ logró, en total, el 25% de los sufragios y perdió 10 bancas.

Para el peronismo fue el punto final de una generación que había sido corresponsable del martirio vivido por el pueblo argentino en los años precedentes. La lista oficial de Herminio Iglesias, en provincia de Buenos Aires, quedó en cuarto lugar con menos del 10% de los votos. El renovador Antonio Cafiero lograba el segundo puesto, por debajo del radicalismo, con el 27% de los sufragios y se consagraba como jefe del PJ y posible candidato presidencial.

En Córdoba, el bipartidismo se distribuía equitativamente las 9 bancas: 5 para el radicalismo, con la presencia de dos alfonsinistas como Storani y Becerra, y 4 para el justicialismo. José Manuel De la Sota obtenía así su primer cargo electivo.    

En las primeras elecciones legislativas intermedias desde el retorno de la democracia, accedían a una banca jóvenes dirigentes con una larga carrera por delante y experimentados hombres de la política con años de trayectoria. Un novel Leopoldo Moreau estrenaba títulos junto el consagrado Oscar Alende. La coordinadora radical ponía sus hombres, como Marcelo Stubrin, mientras la renovación peronista lanzaba a la cancha a un prometedor Carlos Groso. Miguel Ángel Toma, Horacio Masacesi y María Julia Alsogaray, quienes marcarían el pulso político de los años por venir, eran arte de los nuevos integrantes de la Cámara de Diputados, renovada en las primeras elecciones intermedias desde el retorno de la democracia.