No hay puestos de choripán ni vendedores ambulantes de cerveza. Los negocios están cerrados. El pueblo no se ha preparado para recibir a los miles de hinchas que acaban de llegar. El pueblo se ha preparado para recibir a una sola persona.

A nadie le importa hacer unos pesos de más. Lo único que quieren es estar ahí cuando llegue Julián.

En la vereda de la calle Ramón J. Cárcano, Elvira y Ana esperan sentadas en su reposera. Toman mate. No quieren dar notas a los periodistas.

—No, no. Yo no tengo nada para decir —dice Elvira.

—Pregunten a la gente más joven —agrega Ana.

La gente no quiere hablar con los periodistas. A nadie le importa decir. No están para eso. Quieren ver al primer campeón del mundo en la historia del pueblo. Todo lo demás es circo de ciudad. ¿Para qué sirve dar una opinión sobre algo, salir en un medio, que los escuche quién?

Calchín tiene apenas más de dos mil cuatrocientos habitantes. No están acostumbrados a esto que está pasando. Miles de vehículos están estacionados en cualquier parte. Al costado de las vías, en la plaza, en la banquina de la ruta.

De pronto un helicóptero parte el cielo. Es Julián. Ahora sí la gente enloquece. Saludan al vehículo volador que está lo suficientemente bajo como para distinguir que el niño pródigo del pueblo está apoyado en la ventanilla filmando con su celular. Desde abajo la gente saluda con un gesto casi infantil, como cuando llega un hijo en el colectivo luego de un viaje de egresados. Los que sacan fotos no son los habitantes de Calchín. Ellos sólo se dedican a mover el brazo y sonreír con la levedad de una abuela que dice: ahí volvió el nene. Casi sintiendo que cómo no iba a ser bueno si lo criamos acá.

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Saber quiénes son los habitantes del pueblo, que han quedado aparentemente desdibujados en una multitud ajena a este pago, es muy fácil. Son los que no filman, no tienen drones, no se trepan a los postes de luz. Son los que están tomando mate. Disfrutan del espectáculo de manera pasiva, como si fueran ellos también protagonistas. Quizás únicos merecedores de sentirse parte.

Cuántos de estos vecinos que están hoy, no le habrán pegado un grito para que no joda a la siesta con la pelota. Cuántos, depositarios de un vidrio roto.

Calchín es como una familia. No tiene nada que ver con lo que el pibe de oro ha vivido hace menos de veinticuatro horas en la euforia de Buenos Aires. Acá sí es casa.

Cuando Julián, después de bajar del helicóptero, sube al camión de bomberos, saluda a sus vecinos de siempre. Conoce las esquinas y la plaza. El espacio verde frente a las vías del tren. Cada gesto es conocido. El orgullo de su hogar está despojado de fama, de dinero, de medios de comunicación, de flashes de cámaras de fotos.

Una señora sonríe y cuando cruza la vista con él, mueve la mano con un gesto de Ya te voy a dar a vos. Es imposible imaginar qué hay al medio entre ellos dos. Es una historia que seguramente merece ser contada. El resto estamos de más. La multitud de turistas que por primera vez en su vida se han planteado la posibilidad de ir a Calchín, sobran en esta historia. Julián se reencuentra con su pueblo. Sabe quién lo saluda y quién se saca la foto para sí. Es de un nivel de evidencia pocas veces visto.

La recorrida del camión de bomberos acaba en la cancha que lo vio crecer.

El Club Atlético Calchín estalla. Está completamente desbordado. Está lleno de camisetas de Argentina, de River y de C.A.Calchín. Miles y miles. La tribuna se reparte entre celeste, rojo y blanco. El bufet explota de gente que compra cerveza, coca y choripanes. En los parlantes del estadio suena folclore. De a ratos la tribuna canta. Agradece y alienta. Un locutor lee las banderas colgadas en el alambrado.

—¡Saludamos a la gente de Tío Pujio que se ha acercado también! —grita.

A cada momento recuerda que ¡hoy es el día más célebre para nuestro pueblo!, ¡nuestro querido Calchín!

La gente aplaude y canta. El humo de las parrillas invade todos los rincones del estadio. Los pibes piden a sus padres que les compren espuma loca, cornetas y gorros de la selección y de River.

Dos pantallas gigantes pasan imágenes. Julián levantando la Copa América, la Libertadores. Una conferencia de prensa de Gallardo. La gente corea: Muñeee-co, Muñeee-co. Habla Scaloni para dar la lista de convocados a la copa del mundo. Aparece su nombre. La gente estalla otra vez. Los videos son loops y la gente se emociona una y otra vez con cada repetición. Cantan el hit del mundial.

El tunel de ingreso a la cancha está cerrado con un portón de chapa que de pronto se levanta. La gente enloquece. Los primeros en salir son los niños de las inferiores del C.A.Calchín. Después los amigos y familiares de Julián. Sacan fotos hacia la tribuna. La mamá llora, su marido la abraza y también llora. Todo esto que está pasando es por su hijo. Orgullo no ya sólo de ellos, sino del pueblo y del país. Su hijo, el que se fue de chiquito a vivir a la pensión de River, vuelve a su casa convertido en héroe de la patria, amado en todos los rincones de estas tierras. Cómo no van a llorar su mamá y su papá.

Los niños de la tribuna se trepan en el alambrado. Si alguno dejó fútbol, el año que viene se anota de nuevo. Todos quieren estar adentro. Cerca de Julián. Darle su amor. Los adultos también. Hombres de campo, de la obra. Mujeres del dispensario y de la fábrica. Todos los corazones desbordados.

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El profe hace formar a los chicos en dos filas. Quiere formar un pasillo para que Julián pueda saludarlos a todos. El locutor repite una y otra vez que los médicos del operativo recomiendan tomar agua para que a nadie le agarre un golpe de calor.

—¡Ahora sí! —advierte en el micrófono el encargado de mantener encendido al público—. ¡Le damos la bienvenida al campeón mundial! ¡JUUUUUUU LIAAAAAAAAAAAN ALVAREEEEEEEEEZ! ¡Lo recibimos con el corazón, con la alegría de Calchín! ¡Bienvenido a casa campeón!

Del túnel del que se espera la salida de un golem de tres metros, aparece El Araña. Un metro setenta. Setenta y un kilos. Sonríe como si lo aplaudieran por primera vez. En la mano trae una Copa Mundial de plástico. Saluda tímido, como si no asimilara semejante cariño. La gente explota. Todos le quieren entregar su abrazo. Los chicos de las inferiores se desordenan. El profe no los puede contener. Todos se van sobre Julián. Él los abraza uno por uno. Se toma todo el tiempo del mundo. Quién lo va a venir a apurar. Cada chico que lo saluda sonríe como si lo hubiera tocado la suerte. Los que ya han sido abrazados, ahora se abrazan entre ellos.

Después acompañan la vuelta olímpica. Detrás del alambrado la gente se mueve acompañando al ídolo, se amontonan cada vez más.

—Cuidado —dice Julián—, se van a golpear.

La gente no lo escucha. Todos quieren la foto, el saludo con la mano, la camiseta firmada.

En el escenario le habla a la tribuna, pero sobre todo a los pibes del Club.

—Esta es la alegría más grande de todas —dice—. Gracias a todos. Estoy agradecido de por vida por el cariño, por el apoyo desde el primer día, a la gente de Calchín y de cada rincón del país.

>>Estoy orgulloso de ser argentino. Haber cumplido este sueño es difícil de describir. A los chicos les digo que sigan soñando y creyendo, si trabajan y se sacrifican, si hacen las cosas bien y son buenas personas, cada día van a estar más cerca de cumplir sus sueños.

Hace una pausa. Pide disculpas por no poder responder todos los mensajes que le mandan.

—Pero que sean más, porque los veo y me llegan.

El presentador llama al escenario a Los Caligaris, la banda preferida del Araña. Él se queda a cantar con ellos. Los visitantes se empiezan a retirar poco a poco, ya tienen su foto, su experiencia. Los que quedan, los vecinos de Calchín, van a quedarse a festejar hasta que deje de parecer un sueño, hasta que el pibito que alguna vez esperó el colectivo al lado de la ruta para irse a Buenos Aires, se sienta otra vez en casa.