Por Alejandra Boccardo *

Nada parece pasar en estos pocos kilómetros a la redonda, ubicados en el medio de la provincia de Córdoba. Una pequeña población que recibe su nombre a partir de un triste pozo lleno de perdices que fue encontrado hace más de un siglo, un lugarcito emplazado sobre la ruta nacional 158 que pasa desapercibido a los ojos de cualquier persona corriente.

Sin embargo, si uno se acerca lo suficiente y observa el interior de esta burbuja hermética, si se presta minuciosa atención a los detalles que hacen funcionar a este ecosistema, se dará cuenta de que es mucho lo que pasa, mientras no pasa nada.

Recorrer todas las calles de Las Perdices no llevará más de media hora, a eso se lo aseguro. Pero, también le aseguro, su andar será interrumpido decenas de veces y deberá detenerse sin excusas, porque así lo dispone alguno de los mandamientos implícitos que rigen en pueblos como éste. “Detendrás la marcha cada vez que un vecino o vecina solicite conversar con usted”. Así, el plan original de salir a caminar por el pueblo para distenderse un rato, termina por convertirse en un largo paseo donde encuentra heraldos que, en cada esquina, anuncian los últimos sucesos locales. Si tiene suerte, tal vez halle a algún erudito que pueda comentarle lo que está pasando a nivel nacional o incluso, internacional.

De esta manera, termina usted por haber utilizado todo el valioso tiempo de una larga mañana para caminar apenas un tercio del pueblo. Eso sí, será un experto en temas de actualidad, sabrá hasta el más mínimo detalle de todos los tópicos del momento y podrá usarlos luego para generar conversación cuando la vecina o el vecino venga de visitas a su casa para tomar unos mates. Verá usted cuán útil fue salir a pasear, cuando tenga la oportunidad de regodearse por tener las primicias más picantes y provenientes de fuentes de calidad.

Donde nunca pasa nada

Puede ser que tenga suerte y que, llegando al mediodía, se encuentre frente al Hotel Famaluc. Con seguridad, muchos le aconsejarán que no deje pasar la oportunidad de almorzar en el comedor del mítico alojamiento. Allí, será testigo de las reuniones matutinas que mantienen decenas de hombres, que entran y salen constantemente, eligen sus mesas y preparan sus papilas gustativas para saborear el aperitivo de las 11 de la mañana que esperan desde que despertaron. Tan frecuente es su concurrencia que no necesitan expresar su pedido; Don Italo, dueño del hotel desde hace más de veinte años, ya tiene el trago preparado cuando ve a los señores a punto de abrir la puerta de ingreso. Un vino tinto para el Hugo, un Smuggler para el Flaco, un Cognac para Don Brinatti.

En pueblos como Las Perdices, la hora de la siesta no es un simple momento del día, sino todo un ritual. En esa específica franja horaria, pareciera como si las sensaciones, los olores, los sonidos y hasta el clima, se sincronizaran al unísono para invitar a todos a hacer silencio y cerrar los párpados para no romper la armonía creada. Los únicos habilitados para hacer uso de sus cuerdas vocales son los tradicionales pájaros pueblerinos, los benteveos. Bicho feo carancho asau, cantan las aves bajo el abrasador sol del verano, musicalizando la siesta.

Todo el centro queda vacío, deshabitado. La plaza sólo recibe a algunas parejas jóvenes que aún no conocen el desamor y dan sus primeros besos en el monolito central. La Municipalidad, la iglesia y la escuela son los testigos exclusivos del nuevo romance.

Donde nunca pasa nada

Así, el visitante urbano que llega a estas coordenadas podrá rápidamente llegar a la conclusión de que se encuentra en medio de un pueblo casicampo. Así he puesto por llamar a este tipo de localidades, en donde la tranquilidad reina orgullosa y se siente en el aire una paz indescriptible. Los perdiceños duermen cada noche sin la más mínima preocupación, felices de sentirse seguros en los confines de sus cálidos hogares y rodeados por calles desiertas. No son pocas las veces en las que olvidan cerrar con llave la puerta de entrada de sus casas, tanta es la confianza que depositan en sus coterráneos.

Sin embargo, muy cada tanto, pasa algo inesperado que paraliza a todo pueblo y les roba la seguridad que sentían: desapareció la bicicleta de la Pochi, una traffic blanca se llevó al perrito de Doña Nelly, o incluso, que alguien intentó entrar a la casa de los Juárez.

Y entonces, el temor invade a la población que se altera con los más mínimos indicios de anormalidades. Los heraldos de las esquinas se encargan de sembrar el pánico, más que de despejar las dudas sobre lo que en realidad pasó, y la gente comienza a adquirir hábitos de defensa propia: se cierra cada puerta de la casa, cada ventana y cada reja, los perros se encierran aunque ladren desesperados y se prohíbe el uso de las bicis a los más descuidados. Pero la rigurosidad defensiva dura poco. Después de unos días, todos se olvidan de lo sucedido y vuelven a sus rutinas despreocupados, para que la tranquilidad reine otra vez.

El visitante urbano, como decía, se sorprende ante estos hechos que su desconfiada mente no logra comprender. Como también se sorprende al toparse con niños corriendo libremente por la calle sin siquiera mirar hacia los costados. Niños y niñas corren tras una pelota imaginando que la cuadra entera es el estadio de River, de Boca o del equipo que su familia haya dispuesto como el preferido. Y, en días donde el calor imposibilita su buen desempeño en la cancha, los niños corren igual pero arrojando bombuchas de todos colores y desatando una guerra de agua, que no acaba hasta que alguna madre del barrio se asoma por la puerta para avisar, a los gritos, que ya está la merienda lista y la televisión encendida para ver los Power Rangers en la señal de Fox Kids.

Pero la chocolatada siempre se termina rápido, porque el día todavía destella luz y hay tiempo para seguir jugando. Entonces, uno ve cómo una patota de niños sale corriendo de la casa al ritmo de “el último que llega tiene cola de perro”. Lo que sigue son carreritas hasta el kiosco de la esquina, para aprovechar los 20 centavos ganados por haber ayudado a lavar el auto la semana pasada. La kiosquera, que a esa hora está mirando la novela de la tarde, ya está acostumbrada a su llegada y no se sorprende de los jadeos con los que la saludan, aunque le cuesta comprender lo que le están pidiendo y termina por adivinar: un chicle bubbaloo de tutti-frutti y dos bazooka de menta.

Donde nunca pasa nada

Cuando ya el sol se apaga y comienzan a soplar brisas más ligeras, los jubilados salen a “tomar un poco de aire fresco”. Están los que prefieren una caminata a paso acelerado por todo el pueblo y también los que son partidarios de sacar las sillas a la vereda, para ver la vida pasar.

Y claro que las veredas son anchas, como si hubiesen sido estratégicamente pensadas para alojar las reuniones de la señora y el señor que extienden sus reposeras y se disponen a esperar a que pase el primer transeúnte, para invitarlo a sentarse a su lado y hacerse compañía, mientras conversan del clima, del nuevo local que abrió doña Delia, de los precios tan altos, y de la hija de la Gladys que se va a casar con el hijo del Tito y cómo está su nuera y cuántos años tienen sus nietos.

El tiempo pasa lento en este rincón del mundo en donde cinco mil personas cohabitan y no hay mucho para hacer. El tiempo pasa lento en este pozo de perdiceños, donde las charlas son largas, los rostros son pocos y nunca pasa nada, mientras pasa de todo.

Fotos: Nazar Bodnarchuk

* Estudiante de cuarto año de la Licenciatura en Comunicación Social, orientación en Comunicación Gráfica, de la FCC-UNC.

Texto producido para el Qué – Portal de Contenidos en el marco de la cátedra de Redacción Periodística II – Periodismo de Opinión y Crónica de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba.