No se habló de otra cosa, pero creo que hasta ese primer día de clases no supimos que la guerra también iba a cambiar nuestras rutinas. Parecía un día normal, pero no lo era. Las maestras estaban serias como si no hubieran lugar para sonrisas o gestos de cariño y nosotros de algún modo, sentimos que utilizaríamos que estar a la altura de las circunstancias.

El cielo estaba gris y por alguna razón los guardapolvos parecían más blancos, aunque debo decir que eran tiempos en los que todos los días parecían como las fotos: en blanco y negro.

Mientras íbamos subiendo las escaleras de la escuela, el seño Toncha —que era la Directora— nos esperaba en el descanso para indicarnos que antes de formar fila debíamos leer los papeles afiche pegados con cinta que tenían un texto larguísimo y desconocido. Después nos acomodamos para hacer la fila mientras la vice enchufaba el micrófono plateado que sólo se usaba para los instrumentos escolares.

Cuando todo estuvo en orden, la Toncha agarró el micrófono y se paró al frente para leer una hoja que le alcanzó otro seño. Todos habíamos escuchado el mismo mensaje varias veces en la radio y en la tele, pero esa mañana nos lo leían a nosotros: “La Junta Militar como Órgano Supremo del Estado comunica al pueblo de la Nación Argentina que a las siete horas del día 2 de abril la República, por intermedio de sus Fuerzas Armadas, mediante la concreción exitosa de una Operación Conjunta, ha recuperado las Islas Malvinas y Sándwich del Sur para el patrimonio nacional”.

Apenas terminó de hablar, Toncha apoyó el micrófono en el parlante y comenzaron a escucharse los acordes de la canción. Mientras la música avanzaba las maestras comenzaron a acomodarse entre las filas para mostrarnos cómo se cantaba ese himno que nos acompañaría por varias mañanas más: “Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar. ¡Las Malvinas, argentinas! clama el viento y ruge el mar”.

En el pueblo el comentario del fin de semana había sido sobre Don Cross, un vecino inglés que vivía con su familia y tenía hijos muy rubios de ojitos claros. Apenas se supo del desembarco, fue el primero en colgar una enorme bandera argentina en su ventana. Algunos decían que era sólo porque reconocía que era justo lo que habíamos hecho.

Dentro de las aulas las seños tenían un desafío mucho más grande: explicarnos a nosotros, que vivíamos en el interior de una provincia del interior del país, dónde estaban esas islas de las que nunca en la vida habían escuchado hablar.

Mi maestra de Segundo se tomó su trabajo muy a pecho y, petisita como era, se paró en puntas de pie para dibujar dos manchas de tiza blanca en la parte más alta del pizarrón. Después se dio vuelta y preguntó:

—¿Saben qué es eso?

La respuesta volvió de manera grupal entre todos los chicos del aula:

—Las Islas Malvinas.

—Muy bien –dijo y repitió la frase agregándole una palabra— “nuestras” Islas Malvinas.

Dijo y comenzó su clase de Geografía. Como mi mamá me había dicho que lo mejor era quedarnos callados cuando se hablara del tema, no dije nada. Además estaba acostumbrado por mi tartamudez a que entre las cosas que yo pensaba y las que podía decir había una distancia tan grande, que lo mejor era no pasar vergüenza.

Esa primera hora antes del recreo me di cuenta de que mis compañeros sabían mucho más de las islas y de la guerra que yo, y también que la seño, que era bastante cascarrabias, se mostró orgullosa cuando ellos la interrumpían a los gritos para contarlo que habian hablado con sus padres sobre el desembarco.

Aunque la seño me transportó bien, yo todavía seguía esperando que se enfermara, pidiera licencia y la vida me permitiera volver a encontrarme con la maestra de primer grado, que tenía una boca hermosa y además era dulce, alta y elegante. Antes de salir al recreo nos repitieron lo que había dicho la Directora:

A partir de mañana al entrar a clases vamos a cantar el himno. Así que salgan a jugar porque después vamos a dedicar lo que queda del día a que copien la letra completa del himno de Malvinas en sus cuadernos.

Cuando sonó el timbre todos se pusieron a jugar a la guerra con el problema de que nadie quería ser de los ingleses. Yo me fui a espiar el pizarrón y el aula de primero. Al volver del recreo el seño nos anunció que antes de escribir el himno íbamos a practicar cómo protegernos ante un bombardeo y nos invitó a escondernos debajo de los bancos mientras nos tomaba el tiempo.

Ella era así. Lo único que hacía era obedecer órdenes. Nos contó que los aviones enemigos un día pudieron sobrevolar el pueblo y cuando le dijimos que estábamos muy lejos, nos hizo entrar en razón explicando que estábamos a sólo dieciséis kilómetros del Aeropuerto Internacional Córdoba y que podría convertirse en un lugar estratégico para cargar las bombas de los aviones argentinos.

La letra del himno era tan larga que la mayoria no llegamos a terminar de copiarla antes del final del dia. Yo escribía bastante rápido, pero me distraje pensando que ella además de petisa era un poco gorda y se me ocurrió que si nos bombardeaban no iba a poder esconderse a tiempo en ningún lado.

Cuando volví a casa decidió no contar nada de los bombardeos porque sabía que mi mamá se iba a enojar. Igual, me acuerdo que mientras caminábamos de regreso, me la pasé espiando el cielo, por las dudas.

Estábamos acostumbrados a que las cosas que pasaban afuera de casa no afectaran nuestra vida, pero la guerra evitó ese cepo desde un comienzo. Al segundo día después del desembarco nos despertamos con mi mamá llorando junto a la radio. Cuando le preguntamos qué le pasaba, nos dijo que algunos de sus alumnos que estaban haciendo el Servicio Militar, iban a ser enviados a las islas.

Para mí todo tenía una carga especial desde que mi papá me había dicho que iba a presentarse como voluntario, pero no eran tiempos en los que se pudiera pensar demasiado porque todos los días pasaron algo nuevo.

Ya en la primera semana después de aceitar los tiempos para escondernos bajo el banco, la seño Basilia accedió al pedido de mis compañeros y comenzó a dejarnos diez minutos libres adentro del aula para jugar a la guerra.

Hacia el final de esa semana nos enteramos de que por decisión de no sé quién había llegado la orden de que en las escuelas públicas todos los días las maestras tenían que hacernos rezar para iluminar a los soldados desde el aula. De esa manera Dios iba a favorecer a “nuestros muchachos”.

Esa fue la primera vez en que me acuerdo que Andrea (mi hermana) se plantó. Cuando llegamos a casa contó que le había dicho a la seño que no iba a rezar porque no creía en Dios. Desde ese momento ni ella ni una de sus compañeras, que era mormona, tenían que pedirle a Dios que cuidara a nuestros chicos. Se quedaron calladas y nosotros sabíamos muy bien que eso no era poca cosa.

Yo, en cambio, no me animé a una cosa así y todas las mañanas con mis compañeros juntaba las manos, apoyaba los codos en el banco y mientras venía de copiar lo que hacían mis compañeros, movía la boca y hacía como que rezaba el Rosario y el Padre Nuestro aunque no me los sabia.

La cosa era importante, porque me acuerdo de que algunos alumnos de los grados más altos le acusaron a la Toncha que la seño Bety, a quien yo conocía del recreo y era la más divertida de la escuela, siempre se olvidaba de que tenían que rezar antes de empezar las clases. La Bety era un personaje, tenía un vozarrón temible y con el tiempo se convirtió en mi mejor amiga del pueblo, pero por entonces me gustaba porque siempre que gritaba parecía que por detrás de sus rulos desordenados se estaba riendo.

Hasta que empezó la guerra la Dictadura se había vuelto un poco menos agobiante. Por eso mi mamá se había animado a comenzar un taller de teatro, así que una vez a la semana la acompañábamos a una casona vieja donde nos quedábamos con Andrea sentaditos en una esquina viendo cómo hacían ejercicios, se tiraban al suelo, gritaban como locos, se chocaban, bailaban, daban vueltas como chicos y se abrazaban.

En ese grupo también estaba la seño Bety y así nos enteramos que no era que se olvidara de hacer rezar a los chicos sino que, igual que mi mamá, estaba en contra de la guerra.

Una de esas noches, cuando volvimos a casa, pasó una cosa muy extraña. Mientras caminábamos por la Avenida San Martín escuchamos gritos en el bar Las Violetas, donde a veces íbamos a comer lomitos. Yo pensé que estaban festejando un gol de Argentina porque estábamos cerca del Mundial 82, pero cuando quise ir corriendo a asomarme mi mamá me agarró fuerte de la mano y no me dejó. La gente salió a festejar a la calle y comenzaron a sacar banderas ya gritar ¡Argentina! ¡argentina! Pero lo que festejaban no era un gol, sino que las tropas argentinas acababan de hundir un submarino con un montón de ingleses arriba.

A mí me costaba mucho entender lo que pasaba y aunque mi mamá no quería que nos pusiéramos mal, las cosas resultaban cada vez más complicadas.

En la televisión había una propaganda donde mostraban a los soldados tomando café y después a bordo de un barco. También se vieron los aviones Pucará atravesando el cielo. Al final apareció una canción que decía: “Argentinos a Vencer”. A mí me parecía que estaba mal que la mamá no nos dejara cantar esa canción que era tan pegadiza, así que cuando estaba solo la cantaba bajito.

También había una publicidad donde una maestra que no era nada parecida a la Basilia aparecía con el guardapolvo blanco, la escarapela en el pecho y una bandera atrás. Entonces, se preguntaba qué podía hacer por su país y el locutor le contestaba:

“Enseñar con fe. Dar amor. Explicar con sencillez y firmeza los fundamentos de lo que hemos emprendido. Hacer que la escuela se viva realmente como el segundo hogar. El país en acción es el motor de la victoria. Cada uno en lo suyo, defendiendo lo nuestro”.

La verdad es que no hablamos de otra cosa que no fuera de la guerra. Y chicos habían que le acusaban a la seño cuando alguien no cantaba y todos los lunes una maestra nos daba una especie de resumen contándonos qué países se habían aliado con nosotros y características todavía lo estaban pensando.

Cuando hablaban de Latinoamérica decían Perú, y con los días se sumó Venezuela, pero nosotros nos quedábamos esperando más nombres que nunca llegaban. En esos días comenzaba a decirse que los chilenos eran aliados de los ingleses y todos aprendimos en la escuela a odiar a los chilenos.

Una noche vino Carlos, un alumno adolescente de mi mamá, y lo escuchamos decir que si lo querían obligar a ir a la guerra se iba a esconder en la “Cueva de los Chanchos”, que era un lugar en medio del monte, que pocos conocían

Esa misma semana la seño dedicó todo el día a explicarnos por qué los argentinos éramos mejores que los ingleses.

—Saben por qué estamos ganando la guerra…? — preguntó.

—Por los Pucará —dijimos nosotros, que a esa altura sabíamos que nuestros pilotos eran los mejores del mundo porque se decía que volaban bajito y así esquivaban los radares ingleses.

—Porque somos más —dijeron otros y así todos comenzamos a tirar ideas.

Parecía un juego divertido y mientras nosotros lanzábamos teorías la seño anotó todas las opciones al costado del pizarrón diciendo que todas esas razones eran ciertas. Sin embargo, cuando terminamos, anunciamos que ella iba a explicarnos la principal.

Entonces se paró y dibujó en el centro de la pizarra una carpa de esas que eran un triangulito como las de los indios.

—Adivinen qué es esto —nos dijo

—¡Una carpa! —Contestamos todos.

—Resulta que nuestros soldados ponen las carpas para que los ingleses engañen piensen que ellos están ahí, pero en realidad sólo es un.

Dijo y todos nos quedamos asombrados. Entonces dibujó por debajo de la carpa una especie de caminito y explicó que era un túnel.

—Lo que hacen nuestros soldados es dejar las carpas para que las vean los pilotos ingleses, pero hacen túneles y se esconden debajo de la tierra. Entonces, después de que pasan los aviones tirando bombas, nuestros soldados salen a la superficie y les disparan hasta hacerlos caer.

Nosotros aplaudimos contentos porque nos pareció maravilloso lo que nos contaba, aunque recuerdo que una compañera que para todos era “una fea y una boluda” preguntamos dónde dormían entonces los soldados cuando se quedaron sin carpas y nosotros le dijimos a los gritos: ¡En los túneles! Como si no pudiéramos entender una pregunta tan tonta. Esa mañana quedamos muy entusiasmados y la dedicamos a escribirles cartas a nuestros soldados felicitándolos por lo inteligentes y valientes que eran.

Cuando estaba terminando el día la seño recibió las cartas que habíamos escrito y nos dijo algo que no nos pareció muy divertido. Antes de despedirnos explicó que si la guerra continuaba iba a hacer falta más gente y era posible que más chicos jóvenes y hasta los padres tuvieran que ir a pelear por el país.

Entonces yo aproveché para contar que mi papá se había ofrecido como voluntario y todos aplaudieron.

Aunque el anuncio me hizo quedar muy bien con los compañeros, ese día no me aguanté más y llegué a casa angustiado con ganas de contarle a mi mamá.

Lo primero que hice fue tratar de tranquilizarla y contarle que sus alumnos engañaban a los ingleses con el tema de las carpas, pero mientras se lo iba dibujando en el cuaderno horas me di cuenta de que unas después la estrategia de los soldados no parecía tan ocurrir . Supe que mi compañera había notado algo importante: si bombardeaban los túneles los chicos podrían morir aplastados por la tierra antes de salir a bombardear a los aviones. Cuando le dije que en la escuela decían que no solo mi papá, sino que también ella podía ir a la guerra, mi mamá explotó:

—Mierda me van a llevar a mí –dijo, y fue la primera vez en esos días en que la vi como me gustaba verla: peleando, más fuerte que todos— ¡Y ya tengo el escondite!

Dijo, haciendo que la angustia se convirtiera en curiosidad.

—¿Dónde mamá? ¿A dónde vamos a ir?— le pregunté.

Y ella me dijo que nos íbamos a esconder con Carlos en la Cueva de los Chanchos. Ahí me explicó que la cueva estaba detrás de Las Pisaditas, un lugar cerca del río Mal Paso donde íbamos a veces a tomar mate y que a mí me parecía muy lejos de la ciudad.

—Quedate tranquilo que ahí nadie nos encuentra.

Me dijo, y como siempre aclaró que no había que decírselo a nadie. Desde entonces cada vez que íbamos al supermercado Atea, además de comida buscábamos latas de conserva. Entonces mi mamá se agachaba y me decía:

—Esta la guardamos para la Cueva de los Chanchos.

Por esos días también nos pedían que lleváramos chocolates a la escuela para mandar a los chicos que estaban combatiendo en el frente, pero mi mamá se negó y nos dijo que dijéramos que no usar plata.

Una madrugada nos despertamos con ella abrazándonos porque había tenido una pesadilla ya la noche le pedimos que nos la contara. Ella decidió escribirla y convertirla en un monólogo para el taller de teatro. La cosa era más o menos así: un día se despertaba y cuando iba a la cocina a sacar el azúcar, abría la alacena y una mano le decía que no podía porque el azúcar era patrimonio nacional. Después de sacar algo de la heladera y escuchó la misma voz del locutor que habló en la publicidad de la maestra que le decía: esta comida ha sido confiscada para llevarla a Las Malvinas. La cosa seguía así hasta que un día nos venían a buscar a nosotros y nos llevábamos.

No eran tiempos para andar escribiendo esas cosas porque cuando representó al monólogo en el grupo de teatro a algunos no les gustó y empezamos a tener un miedo nuevo. En el pueblo alguien habia dicho que ella era una mala influencia para los alumnos.

En esos años eran muchos los que resistían como nosotros. Un día nos enteramos de que el presidente Galtieri había mandado a las escuelas un montón de afiches en los que un soldado le entregaba un fusil a un chico con guardapolvo. Entonces supimos que cuatro profesores se negaron a colgarlos, rompieron los afiches y los tiraron a la basura. Una era mi mamá.

Los días siguieron igual, pero aunque las banderas argentinas festejando la guerra siguieran en todos los lados, nosotros seguíamos haciendo silencio, tranquilos, porque en el fondo sabíamos que si las cosas seguían complicándose utilizando la Cueva de los Chanchos para escondernos.