No nos permite viajar físicamente en el tiempo. Eso es obvio, porque tal viaje no es posible en la vida real, solo en la ficción. Tampoco tiene una tecnología ultra-moderna ni colores estridentes. No hay en su diseño palancas cromadas, botones de colores o luces que titilen. Más bien, todo lo contrario: es un preciso artefacto que hace de la discreción una de sus marcas de fábrica. Y sin embargo, el reloj monumental escondido en las entrañas de la torre del Colegio Nacional de Monserrat es una máquina del tiempo en más de un sentido. El más obvio de ellos radica en que permite medir, e indicar, el paso de los segundos, los minutos y las horas en la peatonal cordobesa. 

Eso ocurre sin interrupciones desde 1927. Quienes pasan por la esquina de Duarte Quirós y Obispo Trejo lo tienen seguramente incorporado al paisaje del microcentro. Quizás, ni siquiera le presten atención en su diario trajín, ahora recuperado en los estertores de la pandemia. Ellos probablemente caminen absortos en sus pensamientos, o mirando el piso para esquivar alguna baldosa floja.  Hasta que, cada 15 minutos y con puntualidad alemana como su origen, el juego de sonido del carillón del reloj los sorprenda. Lo mueve un mecanismo similar al de una cajita de música, solo que de dimensiones enormes. Se trata de un cilindro rotatorio con dientes incrustados, que en vez de hacer vibrar sutiles laminillas metálicas, tira de cables con martillos en sus extremos. Cada martillo golpea, en la secuencia apropiada, una campana. A las horas y cuarto, las 4 campanas suenan una vez. A las y media, dos veces. A las menos cuarto, tres veces. Y a las horas en punto, cuatro veces. 

Por otra parte, se trata de una maquinaria mecánica de otra época, que combina belleza y exactitud. Una de esos artefactos que se miran con placer y nostalgia mientras hacen su trabajo, porque ya no se construyen máquinas como esa. Es un auténtico testimonio de otras épocas y otros ritmos de vida. Épocas con productos industriales, valga la paradoja, mucho más artesanales que los actuales. Es un puente material que vincula siglos diferentes.

Esta maquinaria ha sido mantenida apropiadamente, de forma tal que sus engranajes funcionan a la perfección. El corazón del reloj, que marca con sus latidos el paso de los segundos, es un péndulo, que oscila día y noche, sin parar. La energía para el movimiento de la maquinaria es provista por varias pesas suspendidas de cables. A medida que bajan, hacen girar los juegos de engranajes. Cuando las pesas llegan al piso, un motor se encarga de volverlas a subir en forma automática, sin alterar la parsimoniosa marcha del reloj. Luego de innumerables contactos de los sutiles engranes, el movimiento es finalmente transmitido al minutero de cada uno de los cuatros cuadrantes, uno en cada cara de la torre, a través de un sistema de varillas.

El reloj de la torre del Monserrat es una maravilla mecánica totalmente funcional, situada en un edificio que es parte de un conjunto monumental histórico. Pudimos ser testigos privilegiados de su funcionamiento durante más de una hora, con la guía experta de Federico Sartori, y de Aldo Guerra. Tienen a su cargo el Museo del Monserrat, y la dirección del propio colegio, respectivamente. Otro egresado del Monserrat, el Ing. Dante Pedraza, estudió concienzudamente el funcionamiento del reloj.
Pero, y todo tiene un pero, el acceso al interior de la torre no es sencillo y tiene sus bemoles, por cuestiones de seguridad. Por esa razón, las visitas del público a ese espacio no están habilitadas.

Hemos visto de cerca el reloj del Monserrat. Custodiado como un tesoro de otros tiempos, sigue marcando con su ritmo inalterable el corazón histórico de Córdoba. En nuestras mentes asombradas, es una discreta máquina del tiempo.