Año 1892. Ciudad de Córdoba.  Muchos habitantes se vieron sorprendidos por un rumor de catástrofe que se extendió rápidamente. Se viralizó, diríamos hoy. “¡El dique San Roque se viene! ¡Se viene el agua! ¡Sálvese quien pueda!”. Hablaban claro, del viejo dique San Roque, que había sido diseñado y construido apenas unos años antes por Eugenio Dumesnil, Carlos Casaffousth y Juan Bialet Massé. Aquel cuyas cales hidráulicas se habían cocinado en el horno La Primera Argentina, hoy apenas un triste y solitario monumento histórico en la propia localidad de Bialet Massé. El dique nunca se vino, claro. Pero Bialet Massé y Casaffousth fueron detenidos durante meses. Décadas después se construyó el nuevo dique San Roque. El que todos conocemos hoy, inaugurado en 1944. La ciudad de Córdoba nunca se inundó por aquel temido aluvión, aunque sí lo hizo muchas veces por las súbitas crecidas de La Cañada. Ese arroyo que habitualmente es un hilo de agua de aspecto inofensivo. Nace cerca de Falda del Carmen, no está regulado y las lluvias de verano lo suelen convertir en un torrente más que respetable que atraviesa la ciudad.

El eventual colapso del dique, ¿era más riesgoso que las crecientes de La Cañada, o menos? Estamos hablando en realidad de riesgos y de cómo los percibimos; de cuáles afectan nuestro ánimo y nuestras conductas. A ciertos riesgos los convertimos en preocupaciones y en temas de agenda pública. A otros, no. Se trata, eso sí, de riesgos tecnológicos, porque se derivan de la intervención de los hombres. Construir un dique para embalsar agua genera beneficios, pero ciertamente involucra ciertos riesgos. Fundar una ciudad que es atravesada por ríos o arroyos, proporciona la clara ventaja del acceso al agua, pero también genera riesgos. Del balance entre esos beneficios y riesgos, depende que un emprendimiento valga el esfuerzo, tiempo e inversión realizada. Mejor dicho, de cómo ese balance es considerado por la gente, depende que una iniciativa sea percibida como beneficiosa.

Desde los aspectos técnicos, más o menos objetivos y medibles, la magnitud de un riesgo depende sólo de dos factores: la probabilidad de que ocurra el daño o evento temido, y la extensión o gravedad del daño, si ese evento ocurriera. Ese enfoque es puramente técnico. En el caso del viejo dique San Roque, la probabilidad de su derrumbe era (es) muy baja, pero la gravedad del daño hipotético hubiera sido enorme. Algo similar ocurre, por ejemplo, con la instalación y operación de centrales nucleares. Baja probabilidad de accidentes graves, dado que existen múltiples controles que se superponen, pero daño potencial muy alto. ¿Y cuándo consideramos que el daño eventual es elevado? En principio, cuando afectaría a muchas personas. Un accidente de auto en la cordobesa ruta provincial 5 es mucho más probable que un accidente nuclear en la central de Embalse. Pero afecta a muchas menos personas. Para quién lo sufre, sin embargo, el daño puede ser enorme.

El enfoque técnico no es suficiente para explicar cómo los ciudadanos percibimos el riesgo tecnológico, y por ende para saber cómo reaccionamos al mismo. Muchas variables intervienen en esa percepción. El psicólogo norteamericano Paul Slovic decía, en un trabajo psicométrico ya clásico, que “los daños pueden ser reales, pero los riesgos son socialmente construidos”. A lo que se podría agregar: los riesgos son realidades construidas socialmente. Si nos exponemos al riesgo en forma voluntaria, no lo percibimos como tan amenazante. Si decidimos manejar por la ruta 5, a algún nivel conciente o inconciente, pensamos que tenemos el control sobre ese riesgo. Pero sobre lo que ocurre en el interior de la central nuclear no tenemos control alguno, ni siquiera en nuestras fantasías más recónditas. Si elegimos practicar un deporte de alto riesgo, digamos parapente, podemos asumirlo y disfrutarlo como una elección propia, que nos hace sentir dueños de nosotros mismos. Nos resulta placentero tomar la decisión de asumir ciertos riesgos.

Por otra parte, cuando los efectos potencialmente dañinos son inmediatos, percibimos el riesgo como mucho más amenazante. Por el contrario los peligros asociados a consumo de sustancias o alimentos no seguros, cuyos efectos son lentos, insidiosos y acumulativos,  no nos suelen asustar. Pensamos que, en todo caso, tendremos tiempo por delante para cambiar nuestras conductas de riesgo. Ciertamente los peligros nuevos (o recién conocidos, aunque no sean estrictamente nuevos), son más pregnantes en nuestro ánimo que los históricos, a los cuales nos hemos acostumbrado. Cuando conocemos detalles sobre un riesgo por venir, sea de forma directa o por informaciones de terceros, por ejemplo investigadores científicos, nos sentimos de algún modo más protegidos. Aquello que es totalmente desconocido siempre nos despierta más temor; quizás nos evoca pánicos infantiles ante un mundo oscuro e incomprensible. Sin embargo, poseer información certera y de primera mano no suele cambiar necesariamente nuestras actitudes hacia ciertos riesgos. Lo emocional suele primar. La distancia, física y afectiva, también juega en esta partida. Así, las amenazas asociadas a la aviación comercial no se perciben de igual forma cuando los accidentes ocurren a miles de kilómetros de distancia, o a la vuelta de la esquina. Los periodistas conocen este fenómeno con el ominoso nombre de ley kilométrica de la muerte. Finalmente, un factor determinante en la percepción de los riesgos es la presencia de los mismos en la agenda de los medios. Pues esa agenda, sin dudas, se nos impone, como si fuera una realidad indiscutible.

Toda esta constelación de factores explica por qué no todos percibimos de igual forma los riesgos.  Y por qué quienes no somos expertos en determinados temas técnicos percibimos los riesgos asociados, sistemáticamente, de manera diferente a los especialistas. Lo explica claramente José López Cerezo en el libro El riesgo Tecnológico I. Este autor, además, explica cómo la teoría cultural clasifica a las personas en 4 grupos, de acuerdo con la relevancia que asignan a factores individuales y sociales, y que condicionan las actitudes frente a los riesgos. Así los fatalistas perciben múltiples amenazas y sienten que nada pueden hacer frente a ellas: se vivencian como condenados pasivos. Los burócratas en cambio se consideran protegidos de los riesgos solo en la medida en que se cumplan una serie de pasos formales y legales. Dejan las decisiones en manos de expertos técnicos. Los emprendedores manifiestan una iniciativa que les hace tomar riesgos para cambiar situaciones, pero siempre a nivel individual. Finalmente los demócratas creen profundamente en las dimensiones sociales; para ellos los riesgos deben ser evaluados y asumidos en forma colectiva. Creen en la protección comunitaria.

Probablemente podríamos considerar a Juan Bialet Massé como un ejemplo de emprendedor, aunque es arriesgado hacerlo a la distancia, tras el paso de tantos años. Quizás su experiencia le habrá demostrado que no basta construir en forma segura o con bajo riesgo técnico. También hay que lograr la licencia social para las grandes obras. Licencia que siempre requiere considerar la dimensión de la percepción subjetiva del riesgo.