I

El primero hizo palmas en la puerta del frente. Quizás pensó que por la hora y el día, sábado a la siesta, era imprudente tocar el timbre. El perro más cachorro salió a ladrar entre bostezos. Lo seguía despacio el más viejo. Anunciaron la presencia del extraño y se fueron. Apareció Santiso con el pelo revuelto y las chancletas con medias. Saludó y se acercó por el pasillo hasta la reja. Asentía mientras el extraño elogiaba el color, la chapa y las terminaciones de los espejos. Escuchaba con atención. Después habló. El año de fabricación, el sinuoso camino que lo llevó hasta su humilde biografía y las necesidades que lo empujaban a la venta. Necesidad, así en singular, dijo Santiso. 

Pensó que el escrito en el bidón era suficiente. No creía necesario más explicaciones. Luego de un silencio breve, llegó la pregunta, cargada de obviedad. 

Cuánto pide por el Renault, amigo?

II

El miércoles siguiente tocaron el timbre a la tardecita. Cerca de las seis. El tipo tenía lentes oscuros y unos bigotes carnosos bien densos. Se presentó como coleccionista. Busco piezas raras, ejemplares singulares, dijo.

Santiso entendió menos el sentido de lo que decía que su entonación. Aires importantes, vanidad. Pensó. Por acá puedo aprovechar.

Hizo una seña con la mano y fue a buscar la llave. Volvió con el manojo sonante y abrió el capot, el baúl y finalmente la puerta del acompañante.

Se sentía orgulloso de lucirlo. Los tapizados de cuero perfumados. La estampita del San Diego colgando del retrovisor. Dieron una vuelta a la manzana. Despacito. No prendió la radio a propósito: quería que escuchara las tripas de metal del Renault 12.

De reojo vio cómo el tipo tocaba todo, suavemente. Controlaba las manijas, el estéreo y el cenicero. Lo que tenía al alcance de la mano. Santiso dejó ver una mueca en la comisura de los labios.

Doblaron en la esquina y estacionó frente a la cochera. Bajaron del auto y quedaron un rato en silencio.

Debo decir, dijo el tipo, que está impecable. No hay que dilatar más la cuestión. Cuánto pretende?

III

El club del 12. Después, un poco después de entrada la charla, conoció su existencia. Su primer socio y fundador honorario había estado sentado a su lado, en el asiento del acompañante, hacía 5 minutos.

Que fueran una especie de sociedad destinada a la búsqueda y conservación de especies en extinción le gustó.

El número de socios no era tan grande, pero sí entusiastas. Veinticuatro en total, desparramados todo a lo largo y ancho del mapa nacional. Juntaban fondos mensualmente. Hacían rifas. Vendían remeras, llaveros, mates, todo con imágenes alusivas.

Escuchó la respuesta de Santiso seriamente con un pucho en la mano. Había que entender que el país estaba en crisis. Que las pretensiones del dueño de un auto valioso, sí, pero solo para algunos, capaces de apreciar una belleza particular, no puede medirse con la vara del mercado.

Eso y mucho más. Se liquidó lo que quedaba de la etiqueta. Parado en la vereda. Con el Renault de Fondo.

Santiso calló.

Pidió tiempo para pensar la contra oferta.

Un par de horas, dijo. Mejor un día.

Esa noche se imaginó sin el Renault. Haciendo los recados diarios a pie. Limitando el círculo de sus intercambios sociales a un puñado de cuadras.

Y no le disgustó.

IV

A la mañana siguiente, temprano, Santiso llamó al comprador.

Cerremos el negocio, entonces, dijo.

Colgó y quedó mirando la pared. Calculando con la lengua afuera el espacio que ocuparía el televisor.