Lo conocí quién sabe cuándo y adónde. Yo no lo recuerdo. Lo cierto es que con Peteco hemos vivido tanto.

Podría contar cuando me recibió en su casa familiar de Caballito un día de semana  a la medianoche, sin mucho aviso previo, cuando estaba de salida de muchachos con el nieto de Pete Seeger, Tao, y los dos terminaron improvisando un dúo de guitarras y violín.

O cuando hicimos un viaje juntos en un auto -él manejaba y hablaba y se reía mucho- y me contó que debutó en Cosquín como bailarín, vestido de indio -indio de patas flacas, muy flacas, me dijo, muerto de risa-, o cuando lo acompañé a un partido barrial, cerca de su casa, en Morón, en el que todos se mataban a patadas porque era una final de campeonato o algo así.

O cuando me visitó en la casa que me dieron en Cosquín para hacer un programa de tele.

O cuando me regaló un manuscrito con una letra que había escrito para su mamá y que terminaría siendo el texto de una legendaria zamba.

Voy con ésa.

Peteco no lo sabe, seguro, pero conservo ese papel. Obvio, es oro en polvo.

Tampoco sabía que conservo el cuadro pintado por él que una vez me regaló cuando fui a su casa del Gran Buenos Aires, bajando del Acceso Oeste tres cuadras por calles de tierra.

El es así, desprendido, despreocupado de los detalles que otros creemos valiosos.

Peteco Carabajal. Foto: redes. Manuscrito: Archivo Víctor Pintos
Peteco Carabajal. Foto: redes. Manuscrito: Archivo Víctor Pintos

Una vez, en el 97, volvimos a Buenos Aires con Osqui Amante para mezclar un disco que él había grabado en sólo tres días en Ingeniero White, al lado de Bahía Blanca, en el sur de la provincia de Buenos Aires.

Y ya en el estudio, me dijo Osqui:

-El bombo no está bien.

Efectivamente, la percusión no estaba al nivel técnico del resto del disco. Entonces lo llamé a Peteco, quien dijo enseguida que nos daría una mano.

En un par de horas puso los bombos en ese disco -todos de primera toma, de no creer - y hasta sumó unos violines. Y no quiso cobrar un peso por su trabajo. Lo hizo de amigo, por nosotros dos y por León, que era el otro socio del proyecto.

Así aparece como sesionista en el disco debut de Abel Pintos.

 Un tiempo después, inventé un espectáculo de tres llamando Borrando fronteras, dirigido a alumnos de escuelas púbicas primarias.

Osqui comandaba el sonido en vivo, yo hacía de relator y Peteco cantaba canciones de distintos lugares del país.

Escribí el guión con algunas sorpresitas. Una era que Peteco simulaba una grabación en directo, un instrumento sobre otro -registro que en realidad se había hecho en el estudio, en Buenos Aires-, y todo el público infantil cantaba una chacarera en formato canto colectivo, sobre una grabación hecha en la tonalidad de un niño, cuyo responsable no era otro que Homero, hijo de Peteco, hoy -ya todo un muchacho-integrante de su grupo Riendas libres.

El primer show de ese espectáculo que estaba ciertamente bueno, lo hicimos en casa, en Olavarría: dos funciones a la mañana, una tercera a la tarde, con sala llena, y a la ruta.

Se cortó rápido por una buena noticia: Peteco fue convocado para dirigir el Ministerio de Cultura de Santiago del Estero. Después no lo volvimos a retomar.

Peteco Carabajal en Borrando fronteras. Fotos: Archivo Víctor Pintos
Peteco Carabajal en Borrando fronteras. Fotos: Archivo Víctor Pintos

 Siempre nos reímos mucho.

Menos una vez, cuando me escribió durante el Mundial de Brasil, al cual había ido a puro entusiasmo -nos interesa mucho el fútbol y es de Boca como yo, muere por Boca-, y me dijo que acababa de sufrir el mayor susto de su vida cuando creyó que su hijo Benicio, que estaba con él, se había perdido en la playa en Río de Janeiro.