Yo era un chico con pocas destrezas deportivas. Mis intentos por mostrar alguna gracia con la pelota terminaban con un tobillo doblado o con las rodillas raspadas. Me acuerdo que había algunos compañeros que eran malos para el básquet, pero buenos para el fútbol, y si no eran buenos para ninguno de los dos presentaban ciertas facilidades para el vóley. Yo no me destacaba en ninguno, siempre me elegían al último y por descarte para ser parte de su equipo.

Una vez escuché algo que me marcó, porque las marcas son palabras hecha carne. “Con el Oña somos uno menos”. Era verdad, pero por más que me esforzara las cosas me salían mal. Lo innato no me acompañaba y por más que me esforzara no lograba adquirir experiencia. Por miedo a equivocarme la pelota me quemaba en los pies y la pasaba casi sin tocarla.

Jamás tendré esa sensación de pelear y ganar una pelota dividida, correr hombro a hombro con un contrincante en una muestra de fortaleza y talento. Jamás me elevé por el aire para intentar pegarle un cabezazo y clavarla, como se dice, en el ángulo, lo más cerca que estuve de cabecear una pelota fue la tarde en que me rompió la nariz, confiriéndome para siempre un tono nasal. Jamás frené a los pies de la línea para tirar un triple campeón. Tampoco dominaba la patineta y la vez que intenté una acrobacia me deslicé por los platos de la Plaza de las Américas y aterricé con la boca que me quedó del tamaño de un guante de boxeo, “se hizo bosta”, escuché que dijo el papá de un amigo.

A los patines los descubrí la misma tarde que escuché hablar del huesito dulce. Había chicos que con las bicicletas andaban en una rueda, incluso doblaban, yo jamás pude hacer willi sin pelarme las palmas de las manos con incrustaciones de arena, pero todos golpes menores en comparación con lo que nos pasó una mañana de domingo. Íbamos dos en una bicicleta para jugar al básquet en una plaza. Mi amigo iba sentado en el caño y se encargaba de manejar, yo pedaleaba sentado en el asiento. Empezamos a caer por una bajada que terminaba en una subida empinada y mi amigo me dijo que pedaleara lo más fuerte que pudiera. Tomamos una velocidad insospechada, los pedales giraban más rápido que el movimiento de mis piernas y tuve que abrirlas para no empeorar la situación, el sistema estaba fallando y empezamos a perder el equilibrio, pero ya llevábamos hecha buena parte de la subida y mi amigo me gritó “pedaleá que llegamos, culea”; empecé a impulsar la bicicleta con todas mis fuerzas hasta que escuché el ruido seco y metálico de un pie que tocó un rayo de la rueda delantera; la bicicleta se clavó de inmediato. Salí catapultado del asiento y por unos segundos me sentí Superman. Mi amigo estaba tirado en la calle enroscado entre los caños de la bicicleta, parecía un Transformer y se comunicaba con gemidos diciendo que "amara azu papa".

Pero el deporte me tenía reservado una sorpresa. El arco. Lugar difícil al que se llega por absoluta convicción o porque sos chotazo. Yo era de los segundos, pero no tardé en encontrarle el gusto. Por primera vez en mi vida en el deporte tenía algo que cuidar. Era el guardián de los tres palos. Uno más del grupo, pero resguardado por lo resguardado.

Teníamos un equipo estable y jugábamos tres veces por semana, habíamos conseguido las mismas camisetas y yo usaba guantes y gorrita. Practicábamos tiros libres y de esquina, penales y jugadas. Veníamos jugadas en videos y las analizábamos. Yo ensayaba jugabas de cómo pararme uno a uno. Tenía todo el tiempo las rodillas raspadas, pero ya no por torpeza, sino por pericia. Mí hermana me había bordado un 1 en el buzo.

Habíamos quedado en jugar contra el equipo de otro barrio. Un domingo a la siesta en el Pablo Pizzurno. Cancha grande, arcos enormes. Eran dos tiempos de media hora porque el calor era insoportable. Íbamos dos a dos y yo estaba sacando todo. Tenía el pelo lleno de tierra y pasto en la boca. Gritaba todo el tiempo que bajaran y que cuidáramos la pelota. Los otros eran mejores y no podían creer que no podían seguir haciendo goles. Para ellos el empate era perder, para mí la compensación frente a tanta derrota. Era mi mejor partido. 

El árbitro, que era el tío de uno de los jugadores tocó el silbato y agarró la pelota. Respiré aliviado y aflojé las mandíbulas. Pero el árbitro dijo  “Gol gana” y picó la pelota en la mitad de la cancha y todos se abalanzaron a buscarla. Me había arrebatado la alegría. La pelota iba y venía. Eran puros pelotazos hasta que empezó a picar hacía mi arco. El jugador contrario corría a fondo. Adoraba el empate, había jugado bien y despejado varias pelotas, porque me bombardeaban, me veían bajo y “fornidito” y lo primero que hacían cuando podían era pegarle al arco, pero yo ya sabía de golpes y de la tristeza de ser el último elegido en el pan y queso y volaba, me arrastraba, saltaba. Ese gol gana no podía arrebatarme el empate ni la gloria. No era justo. El delantero corría cegado por el triunfo. Todo lo que sabía de cómo pararme uno a uno se me olvidó y lo único que hice fue correr hacia la pelota. Chocamos. Nuestras caras se fusionaron por un instante y su ojo tan cerca del mío parecía el ojo de una vaca.

Me gusta jugar a la pelota con mis hijos e intento enseñarles lo que no sé, pero tienen un primo que la rompe y les enseña cosas que yo escucho y aprendo a destiempo.

Cuando llevo a los chicos al club hago algunos tiros al aro. Suelo ver algunos papás que hacen lo mismo, pero casi siempre se la pasamos a los niños, aunque algunas veces cuando la confusión aparece, cuando las distracciones arman el momento oportuno, damos un saltito para intentar un triple que abra el marcador de nuestra cara con una sonrisa.