Recuerdo que aquel día, hace veinte años, estaba con unos mates y escuchando la radio. “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias, me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada… Llegamos sin rencores, pero con memoria”, escuché. Esa frase me conmovió: ¿lo estará diciendo en serio? Si era así, como después demostró, entonces ese tipo era distinto, del orden de lo impensado para muchos de nosotres que nos hicimos denunciando las injusticias sociales surgidas de la aplicación de políticas que en su centro tenían (y tienen) como eje transformar derechos y deberes, individuales y colectivos, en una mercancía.

Veníamos entonces de la resistencia y de la exigencia de justicia por todas las víctimas que, por razones políticas, fueron masacradas por luchar contra las políticas de exclusión (desde el genocidio de la dictadura, pasando por las decenas del 19 y 20 de diciembre de 2001, hasta Maximiliano Kosteky y Darío Santillán). “La impunidad sólo genera más impunidad” decíamos, buscando articular la lucha por Memoria, Verdad y Justicia como parte de una disputa política mayor: en una sociedad donde la impunidad es la norma, la democracia, centrada en la idea de que todxs somos iguales ante la Ley, es una mera formalidad donde no sólo las mayorías no comen ni se educan adecuadamente, sino, sobre todo, donde los que tienen poder pueden violar las leyes sin dar cuenta de sus actos.

Así estábamos y apareció este Presidente de apellido difícil, diciendo que, para construir un futuro con una idea de bien común como horizonte, el eje estaba en “rechazar de plano la relación entre gobernabilidad e impunidad.”

Rupturas y continuidades

Si los genocidas de la dictadura cívicomilitar implementaron “un plan sistemático de exterminio al opositor político”, fue para imponer la “miseria planificada”. No se puede intentar comprender el terror y el horror de los centros clandestinos de exterminio sin relacionarlo con las políticas públicas implementadas en la dictadura: con la caída del salario real, con el cierre de fábricas, con la “ley de radiodifusión” de la dictadura o con el aumento exponencial de la deuda externa (y su posterior nacionalización. Y, sobre todo, con su modelo político. Como propone Paula Canelo en “La política secreta de la dictadura”, no se pueden comprender los objetivos de la dictadura sólo desde lo económico, sino también desde lo político y su propuesta de “nueva” democracia: aquella donde la “nueva” dirigencia política dejaba atrás los “populismos” (principalmente las vertientes populares del radicalismo y el peronismo) y donde la ciudadanía se tenía que abocar sólo a los problemas “municipales” desatendiendo, y hasta despreciando, las cuestiones de alcance “nacional”. Si destaco esto es porque permite establecer una clave de análisis, a mi juicio, fructífera para seguir pensando qué democracia tenemos y cuál queremos: pensar que la dictadura terminó el 10 de diciembre de 1983, pero que el “proceso de reorganización nacional” no.

Así, quizás podemos comprender que muchas de las líneas que impusieron los dictadores, siguieron y siguen permeando las disputas por la orientación de las políticas públicas en todos los planos de nuestra vida. Siguieron y siguen, tanto desde la repetición de figuras que fueron funcionarios centrales antes y después de 1983 (Cavallo quizás es el ejemplo más paradigmático), como desde la vigencia de las “leyes” formuladas por el Consejo de Asesores Legales (órgano con el cual los dictadores reemplazaron al Congreso).

Esta forma de entender la transición poniendo el foco, al mismo tiempo, en rupturas y continuidades es lo que proponemos para comprender por qué la lucha por juicio y castigo siempre fue mucho más allá de establecer la responsabilidad penal de torturadores y asesinos, convirtiéndose en un faro ético de resistencia a la destrucción del neoliberalismo.

Avances y retrocesos

Desde 1983, cada vez que se avanzó en juzgar a los genocidas fue porque, simultáneamente, se procuraron desde los gobiernos democráticos aplicar políticas que reviertan la estructura y la lógica de las relaciones de poder configuradas después de 1976. Y cada vez que se propusieron políticas de profundización de las estructuras de poder configuradas con el genocidio, se hizo desde la garantía de impunidad a los genocidas.

Por ello, la lucha por Memoria, Verdad y Justicia no se puede pensar como un fin en sí misma, aislada del resto de las luchas por “construir la sociedad que soñaron los 30000”.  Así, desde esta clave, se puede pensar el gobierno de Alfonsín en dos momentos: el primero hasta 1986 (cuando, como nos enseñó Oscar Landi, “se discutió todo en Argentina”) y el segundo que empieza con Punto Final y Obediencia Debida y termina con la hiperinflación de 1989. No es casual que el intento de retomar las líneas de un “nuevo estado de bienestar” hallan ido en paralelo con la CONADEP y el Juicio a las Juntas y que el “cierre” de esta etapa se haya hecho casi en simultáneo con la renuncia de Grinspun y la implementación de las leyes de impunidad.  Siguiendo este hilo, las leyes de “reforma del estado” de Menem, esa política que tanto elogiaba Martínez de Hoz, se dictaron en paralelo con los indultos a los Videla, Massera o Menéndez para “reconciliar” a los argentinos.  Eso también nos permite pensar porqué a pesar de haber derogado las leyes de impunidad el gobierno de De la Rúa dejó caer su máscara “progre” al negarse a extraditar los genocidas perseguidos en tribunales de Europa, mientras que ¡Otra vez! Machinea y Cavallo desahuciaban los ahorros de los argentinos… para pagar la deuda externa.

Desde aquí pienso, también, en los gobiernos de los Kirchner. Porque la anulación de las leyes de impunidad que permitieron el recomienzo de los juicios a los genocidas y la transformación de lugares de tortura y muertes en Sitios de Memoria, fue en paralelo con la salida del “infierno” de 2001, porque el crecimiento económico, la redistribución más equitativa de la riqueza cultural y social que producimos entre todxs, estuvo relacionada con la ampliación de derechos a sectores históricamente discriminados.

Y, por supuesto, pienso que no es casual que con Macri, que nos insultó diciendo que los “derechos humanos son un curro”, se quisiera dar el “2x1” a los genocidas mientras volvía a reprimir las manifestaciones contra sus ajustes y a endeudarnos con una deuda externa impagable de la cual, al menos la mayoría, no sólo no obtuvimos ningún beneficio, sino que estamos pagando a costa de nuestro sufrimiento. 

En síntesis, como nos enseña Eduardo Rinesi se pueden leer estos cuarenta años de democracia como una disputa por el sentido de qué significa democracia: si es sólo forma y ritual electoral, o si es contenido y continente para desarrollar políticas públicas que busquen materializar los derechos ciudadanos; si es sólo gobierno de “dirigentes” de una ciudadanía a-política (o peor anti-política), o si es gobierno que construye a partir de los conflictos que surgen de una sociedad movilizada por disputas de intereses de personas y colectivos; si es, en definitiva, un sistema político que refuerza el poder de élites económicas y culturales o que promueve la distribución de riquezas y voces heterogéneas que somos como Pueblo.

La marea y los oleajes

Si bien este esquema, como cualquier otro, simplifica procesos complejos que nunca son lineales, sí permite establecer una correlación entre las disputas por las memorias de lo que el golpe significó para nuestro país y el proyecto de sociedad que se estaba implementando. Como dice Elisabeth Jelin, toda construcción social de memoria “es una condensación de pasado, presente y futuro”. Es decir, en las luchas por las interpretaciones del pasado desde los conflictos socio-políticos del presente, siempre hay, explícita o no, una propuesta de futuro en discusión.

Por eso no es casual que los discursos negacionistas de los crímenes de la dictadura y de odio ante el avance del reconocimiento de nuevos derechos, vuelvan a repetir el discurso que la misma dictadura instaló, que se reforzó en los años 90, y que ahora vuelve a tomar fuerza: que los políticos son todos iguales y que la política no sirve para nada. Ya lo dijo hace años René Girard: la construcción de crímenes colectivos empieza por la indiferenciación social y termina con la construcción de chivos expiatorios que, al cargar con todos los males de la sociedad, es preciso eliminar. Si las luchas de memoria se pueden metaforizar con las mareas, con sus subientes y bajantes, frente a esta nueva corriente no nos quedemos como ciegos frente al mar porque, aunque falta mucho, no es poco lo que supimos conseguir.