Tres amigos, un sagaz emprendedor (José Emilio Ortega), un erudito historiador (Juan Ferrer) y un eximio corrector (Santiago Martín Espósito) se unieron para editar una obra que reúne en seis sólidos capítulos de diversos autores el estudio del constitucionalismo de  Córdoba durante el transcurso del siglo XIX. Cabe tener presente que no siempre los estudios constitucionales en Argentina se vieron beneficiados con miradas históricas y menos aún sub-nacionales, es decir, que hicieran foco en lo acontecido en los espacios locales.

Tal como bien destaca la contribución inicial de Alejandro Agüero, de exquisita y precisa prosa, el mito de la “Nación” conspiró, al menos en el medio rioplatense, para eclipsar a las realidades y a los sujetos políticos locales. El primer autor certeramente desmaleza un prejuicio tan arraigado en nuestra historiografía clásica como el monopolio del constitucionalismo liberal en estas tierras, para matizarlo con la constatación de la aparición de un constitucionalismo hispano fruto de la fusión de la tradición y del hecho de escribir constituciones con autores, fechas y opciones ciertas.

Agüero centra este proceso decididamente ecléctico y transicional eligiendo al texto español de Cádiz de 1812, simbiosis perfecta de ingredientes tradicionales e innovadores en la ingeniería constitucional. Aún sin vigencia en el Río de la Plata, Cádiz ejercerá influjo en la construcción identitaria específica, del constitucionalismo hispano de raíz católica. Primero el municipio y luego las Provincias serán los ejes por donde se muevan las coordenadas institucionales del derecho pre- constitucional a 1853. Interesante en el aporte de Agüero será la polisémica noción de “república” -retomada luego por Ferrer- y como las sucesivas ideas se alternan según el “momento constitucional” de que se trate. No hay un abrupto corte entre el antiguo y el viejo régimen.

El inicio: El Reglamento Provisorio de 1821.

Juan Ferrer, uno de los editores de la obra, reincide al estudiar el Reglamento  Provisorio de 1821, temática a la que le dedicó nada más ni nada menos que su tesis doctoral madrileña y un libro anterior del mismo sello editorial Contextualiza la primera constitución cordobesa con el surgimiento de las autonomías provinciales y en la figura del primer gobernador constitucional Juan Bautista Bustos. La primigenia Asamblea será la encargada de declarar la independencia (redundando sobre lo ocurrido en Tucumán en 1816, pero con mucho significado), elegir a Bustos como Gobernador y redactar el Reglamento, asumiendo varios roles en rápida metamorfosis: “soberana, electoral y constituyente”. La denominación de “Reglamento provisorio” denotaba la transitoriedad que implicaba esperar a la ansiada configuración de la federación.

La Confederación, en palabras del autor, era parte del “horizonte de expectativas” del escritor de esta norma fundamental. Ferrer señala que el Reglamento, de 280 artículos, contó con particular sistemática, donde se entremezclaban ingredientes tradicionales con condimentos novedosos. Rastrea su filiación en los textos constitucionales norteamericanos federal y estaduales, y en la Constitución venezolana de 1811, amén del derecho patrio y los ya aludidos elementos del derecho español que pervivirán en ultra actividad según expresa cláusula del Reglamento y luego del Código Constitucional. Claro está, destaca Ferrer, que existirá una acendrada tensión entre las fórmulas declarativas de derechos del Reglamento, a través de las opciones que había realizado explícita y conscientemente su redactor, con el imaginario cultural cotidiano, dando paso a un “mundo de derechos desiguales” como queda patentizado, por ejemplo, con una franquicia electoral restringida por el género masculino y la detentación de la propiedad privada, en donde el asalariado es marginalizado y la mujer completamente ignorada.

El Código Constitucional de 1847.

Luego de más de 26 años y medio de formal vigencia, el referido Reglamento sería reemplazado por el Código Constitucional de 1847,  fiel a la praxis política imperante. El mismo Ferrer  (esta  vez, junto a Maximiliano  Cáceres Falkiewicz) se ocupa también de esta norma fundamental cordobesa que sustituyó al Reglamento, resaltando los marcados contrastes entre ambos instrumentos. Aquí se abandona toda pretensión iluminista, para decantar en un texto leal al ejercicio del poder real. Se procede a establecer una Constitución de “tipo abierto”, pues su configuración definitiva no se dio en un acto único sino que insumió cerca de tres años, fruto de las interacciones  del Congreso provincial y del poderoso Gobernador “Quebracho” López.

Se constata en este documento un fortalecimiento de la figura institucional del gobernador, con reelección indefinida y “mayor capacidad de agencia”, llegando incluso a ostentar funciones jurisdiccionales de última instancia. Fue la época de la “apoteosis de la  soberanía provincial”, dejándose de lado en la frontera textual al anhelo federal, pero abogando por la exclusión de los unitarios. Se produce, a juicio de los autores, un “vaciamiento del lenguaje de los derechos”, frente a su deliberada omisión y una “secundarización” del poder judicial encargado de su afianzamiento, mostrando este último un desdibujado rol. Al poco tiempo, empero, se intentará una ingeniería constitucional un poco más equilibrada en orden al conjunto de los poderes del Estado.

Córdoba en el Estado federal: La Constitución de 1855.

Con el advenimiento de la Constitución federal de 1853, Córdoba debe proceder a adecuarse sus mandas y dicta dos años más tarde un documento acorde que es examinado aquí por Javier Giletta. La Constitución cordobesa de 1855 no se destacó precisamente por su originalidad, tomando como base a la Constitución de la Provincia de Mendoza del año anterior y al respectivo proyecto de Juan Bautista Alberdi. Ratifica los principios federales, como queda claro en la remisión del art.5 en materia de derechos, aunque se aparta del modelo nacional en cuanto a la adopción del culto católico como religión de la Provincia (art.3) y a la unicameralidad, abrevando en ambos puntos en la tradición provincial. Prevé una escueta judicatura y sienta esquemáticamente las bases del régimen municipal; instala a un nuevo poder constituyente derivado a ser desempeñado en lo sucesivo por una Asamblea convocada al efecto y no por una súper-legislatura como venía  aconteciendo hasta ese momento.

Instancias finales en el siglo XIX: La Constitución de 1870 y la reforma de 1883.


La inestabilidad política acaecida en la década de 1860, sumado a la reforma de la Constitución federal producto del retorno de la Provincia de Buenos Aires a la Confederación ese mismo año, fue poniendo en evidencia la necesidad de una revisión del poco innovador documento de 1855. Una vez más, los conflictos armados producían la necesidad de un nuevo arreglo constitucional, como había sucedido al comienzo del ciclo constituyente en 1821. Fue la primera vez, en 1870, que Córdoba tuvo una Asamblea Constituyente propiamente dicha, desatando la discusión si  se estaba ante una reforma constitucional  formal o frente a una nueva Constitución, como postula Nicolás Beraldi en su capítulo acerca de este instrumento. La Asamblea, arguye el autor, escenificó debates sobre la cuestión religiosa (si cabía “venerar” al catolicismo, más allá de ser la religión de la Provincia), el régimen municipal (anclándolo más firmemente en el texto que quince años antes) y las cuestiones electorales. Así, la Constitución de 1870 mostró una remozada arquitectura. Trajo una “batería minuciosa” de derechos,  optimizando en mucho al mero reenvío que hacía su utilitaria predecesora. Generó un “salto cualitativo” en el plano institucional al incorporar al bicameralismo y un mejor diseño del aparato judicial, garantizando su independencia a través de la inamovilidad de los magistrados y la intangibilidad de sus remuneraciones. El desarrollo del sistema municipal fue “exhaustivo”, si se comparaba con las modestas bases sentadas tres lustros atrás. Consagró nada menos que el  voto secreto e intentó perfilar a la administración pública provincial (por ejemplo, al establecer un departamento topográfico, tarea no menor en la exhuberancia cordobesa). Se procuró acercar la gobernanza de la Ciudad capital a la gran campaña circundante. Pese a su casuismo, la flamante Carta ofrecía mayores dosis de estabilidad, construyendo estatalidad como lo había hecho en el peldaño federal la aludida reforma de 1860. Córdoba lo hizo diez años después que la Nación, estimando el autor, en una síntesis conclusiva que en 1870, “el lenguaje de la Constitución había ganado espesor”. Finalmente, Matías Rosso se ocupa de la reforma de 1883, en un último capítulo con un muy interesante cuadro  de situación socio- económica de la Provincia hacia fines del s.XIX, para resaltar luego las reformas de talante más técnico (derechos, poderes, régimen municipal) operadas en ese año, más dos revisiones a comienzo del siglo siguiente (1900 y 1912), dejando preparado al camino para el volumen por venir. 

 Valoración de conjunto.


La obra muestra las coordenadas del derecho constitucional de  una Provincia con una culta ciudad capital  y las asimetrías con la campaña,  las tensiones entre tradición e innovación y la esquiva relación con la Confederación, siempre presente, en el medio de las luchas entre unitarios y federales. Es una crónica bien hecha de lo sucedido en Córdoba en clave histórica, política y jurídica, con importantes enseñanzas para todo esquema federal en el terreno comparativo. Editó la Universidad Nacional de Córdoba (en conjunción con la Legislatura y con la Universidad Siglo 21), de cuyos claustros han egresado sus autores, en una muestra más de la sintonía entre la construcción del Estado Provincial y su Universidad plurisecular.

                                                                                             WALTER F. CARNOTA