La década del 80 consumía sus últimos años y las promesas de su primavera desaparecían en el calor de una hoguera invisible. Calcinarse en ese fuego fatuo, cuando supimos que la democracia era todo y a su vez nada, se volvió costumbre. 

Y en junio del 88, lejos de los placeres y lujos de las estrellas de rock, Luis Alberto Spinetta sintió, en esta Córdoba llena de bomberos, muy de cerca ese fuego gris que asfixia y quema sin precaución. Podría ser metáfora del poeta mayor del rock, pero no: fue la pura realidad. En un colectivo tan precario como el país, Spinetta y su banda viajaban a Córdoba capital para dar un show cuando las llamas interrumpieron el viaje. Pero no el epílogo.

Kilómetro 444, por la vieja ruta 9 y a la altura de Marcos Juárez. En Córdoba los esperaba un recital en Atenas. La bestia motorizada que los transportaba, casi una nave de fibra hecha en Haedo, no brindaba ninguna garantía. Repleta de equipos,  instrumentos y personas, el frío de junio obligaba a calefaccionar. Una parada técnica en Marcos Juarez generó un efecto que sólo la física podría explicar. Una  ventana abierta, el calor interior, el viento helado de la mañana y el asiento de Luis Alberto en llamas como inicio de un fuego que no se detendría. La mochila del violero, la garrafita para calentar el agua del mate y la gran hoguera que ya no pudo extinguirse. Varios de los equipos habían sido alquilados a Juan carlos Baglietto. Perdía Spinetta y también perdió la trova rosarina. No quedó ni la triste estampita de un santo.

Los bomberos voluntarios intentaron salvar algún equipo del viejo colectivo ya sin vida. Dos de ellos, músicos, admiradores confesos de Spinetta, sentían que luchaban por la salvación de la patria y la música, que son más o menos lo mismo. Pero fue en vano. Todo ardía, incluidas las cortinas. ¿habrá sido esa la indómita luz? ¿habrá pensado, Luis Alberto, que eso era encenderse de amor? Quizás sí. Para exorcizar el fuego, los músicos comenzaron a a colgar de un cardo los instrumentos quemados al costado de la ruta. Como un árbol de navidad, como un tótem, pero lejos del ser el hombre de hielo que alguna vez imaginó el poeta.

Cómo seguir. O cómo volver. La certeza de tus ojos, pensó el lider de la banda, cree que me voy. Pero no. La disyuntiva se resolvió rápido. Carlos Jimenez, La Mona, envió colectivo y prestó equipo de sonido y otros músicos cordobeses, como los hermanos Ingaramo, se sumaron a la colecta. Y así, Atenas y su gente tuvieron un nuevo encuentro con él, con el hombre que volvía a confirmar, en este viaje a Córdoba, que vivir no es otra cosa que arder en preguntas.