La elección presidencial estadounidense de 2020 fue excepcional –algo que a esta altura ya es un cliché–. Sin embargo, la persistente referencia a esta “excepcionalidad” puede opacar cuánto respondió la coyuntura electoral del 2020 a ciclos más largos dentro de la historia política y social de Estados Unidos. El grueso del establishment del Partido Demócrata –entendido este en un sentido más amplio que el estrictamente partidario, en un arco que comprende también a mucha de su intelligentsia presente en la burocracia estatal, mediática y académica– insiste en presentar al fenómeno Trump como una anomalía, un accidente histórico, un desvío en el camino de la nación providencial. Esta percepción tiene consecuencias políticas prácticas: la solución al problema consistiría básicamente en derrotar a Trump y volver al sendero anterior. Algo de esto es perceptible en la dificultad de los demócratas en procesar alternativas y opciones a su propio establishment interno; una “política de la indignación” frente a la monstruosidad de Trump que se sostiene en la denuncia de las miles de transgresiones a la ley y la norma del actual Presidente pero que no pudo, en casi ningún caso, frenarlas. Para los demócratas, el new normal es un old normal. Con este diagnóstico, es natural que su candidato, Joseph Biden, parezca extraído de una elección de 1999: un afiliado al PAMI del círculo rojo demócrata.

Ante tal escala de crisis interna, de cualquier manera y a pesar de esos esfuerzos, la pregunta persiste: ¿cuándo empezó la secuencia histórica que termina con Trump presidente sosteniendo una Biblia rodeado de gases lacrimógenos? ¿Qué pasó con el país que había ganado la Guerra Fría y extendido su influencia política, económica y cultural en un nuevo “imperio universal”? O, en clave de Mario Vargas Llosa: ¿cuándo se jodió Estados Unidos?

La ruptura final del New Deal

Are We Rome? es el título de un libro del periodista y editor Cullen Murphy, expresivo de una pregunta de época. Los años 90 habían consolidado no solamente un triunfo ideológico y político fukuyamista, sino también una práctica institucional a nivel global. La Guerra del Golfo de 1990 fue característica de este tono, una guerra conducida por el espíritu de autorrestricción y límite de la generación política de la Guerra Fría y del trauma de Vietnam, y de la cual George Bush padre era un claro representante.

A principios de los años 90, la sociedad estadounidense se proponía disfrutar, finalmente, las mieles de la victoria, la paz y la prosperidad. El clintonismo amanecía con este nuevo sueño, y su triunfo tenía un aire de familia con el de Attlee frente a Churchill en 1945: los que son buenos para la guerra quizás no lo sean para la paz. La ya remanida frase de “Es la economía, estúpido” cristaliza ese deseo noventista. Clinton era un perfecto representante de una generación sesentista que se abría paso en la política estadounidense aceptando en buena medida el nuevo statu quo de la era Reagan: economía de los 80 con cultura de los 60. El axioma de la Tercera Vía. El hermano mayor de una serie de líderes –Tony Blair, Gerard Schroeder– que tenían en su biografía fotos en el “Mayo Francés” pero que aceptaban el carácter eminentemente cultural de su rebelión juvenil. La era Clinton edificó un nuevo centro político de pos Guerra Fría –un nuevo consenso histórico– sobre esta piedra angular, que marcó el rumbo de muchos partidos populares en Occidente. En clave electoral, el asesor de campaña Dick Morris llamaba a este proceso “triangulación”: vaciar la derecha política incorporando gran parte de su agenda económica, dejándoles tan solo los temas identitarios y “morales”, considerados inapropiables y básicamente reaccionarios y minoritarios.

Esta opción trajo consecuencias sociopolíticas que todavía persisten en la demografía electoral: los tratados de libre comercio impulsados por Clinton –en particular el TLCAN (o NAFTA en inglés) en su sección mexicana– y la amplificación del fenómeno del outsourcing de la industria estadounidense en busca de salarios baratos lesionaron y modificaron la vieja alianza entre los trabajadores blancos y el Partido Demócrata. El mismo Donald Trump machacó una y otra vez sobre este punto en su campaña contra Hillary: los Clinton como “traidores de la clase trabajadora”. Era la consumación de la ruptura de la coalición rooseveltiana del New Deal que años después Trump aprovecharía para edificar la propia.

El centrismo político en Estados Unidos tuvo en el anticomunismo y la Guerra Fría su gran galvanizador. Incluso en la furiosa década del 60 la izquierda no logró nunca el entrismo que deseaba en el Partido Demócrata (graficada en el enfrentamiento de la Convención Nacional en Chicago en 1968, hoy popularizada en Netflix). Tampoco la derecha extrema al estilo Barry Goldwater pudo penetrar la elite política del Partido Republicano, ni siquiera en los años de Reagan. Ese “centro de gravedad” político de las elites, dispositivo de gobierno antipolarizador, sobrevivió reconvertido en los años 90 a través del clintonismo, y entró en crisis en la década que marcaria el devenir del siglo XXI estadounidense: los años 2000, la era de George W. Bush. Fecha de parto: 11 de septiembre de 2001.

La victoria final de Osama Ben Laden

La necesidad histórica solo existe en perspectiva. La teleología es siempre, en ese sentido, una ciencia póstuma. El historiador británico Ian Kershaw describió en su extraordinaria obra Decisiones trascendentales –que trata sobre el cúmulo de decisiones que entre 1940 y 1941 modelaron el curso de la Segunda Guerra Mundial– cómo, frente a las coyunturas históricas más extremas, siempre existe una gama de opciones. Alternativas distintas con un mismo grado de aplicabilidad, que hacen que lo que hoy nos parezca inexorable haya sido en realidad fruto de una –o varias– decisiones.

La espectacularidad de la coreografía área de Al Qaeda ese 11 de septiembre de 2001 fue, en realidad, mucho menos trascendental que la política que prohijó. El aleteo de una mariposa gigante que habilitó el poder casi absoluto de una Presidencia cuyas decisiones estratégicas transformaron un Imperio y cuyas consecuencias –deseadas o no– llegan hasta el día de hoy. Ni Barack Obama ni Donald Trump hubiesen llegado a la Presidencia de no haber mediado el doble efecto de Irak y la crisis financiera de 2008, hijas de la era Bush. Y probablemente China no hubiese podido transcurrir tan plácida ni rápidamente su propio ascenso a la cima.

El atentado terrorista amplió radicalmente el margen de maniobra del equipo neocon. Si Afganistán era la guerra inevitable, Irak fue la guerra deseada. Sobre las ruinas de las Torres Gemelas, Bush construyó su propio unipolarismo, una hiperpotencia que al fin liberada del peso de sus propios aliados podría utilizar el poder militar como herramienta de transformación social. Un Imperio sin instituciones, cuya opus teórica fue la National Security Strategy de 2002. Irak sería el laboratorio de una experimentación de ingeniería social a gran escala: la construcción de una democracia a la americana hecha por marines y corporaciones petroleras. Un cambio radical teniendo en cuenta que históricamente, tanto en Corea en los 50 como en Vietnam en los 60 y en la primera Guerra del Golfo en los 90, Estados Unidos había respondido, bien o mal, a situaciones de conflicto preexistentes, en una lógica de contención más que de acción. La Guerra de Irak (Parte 2) no sólo fue la pretensión utópica de rediseño político de Medio Oriente vía la herramienta militar, sino que también dio forma a una nueva actitud frente al conflicto internacional: Estados Unidos pasó de producir orden a producir desorden. Un revisionismo desde arriba que pasaba a tratar al mundo entero con la misma lógica que a su patio trasero centroamericano. Big Stick para todos.

A George W. Bush la Guerra contra el Terrorismo (War on Terror) le permitió organizar con un objetivo común a la federación de derechas que presidía. El Partido Republicano había comenzado desde fines de los 90, luego de la derrota en 1996 frente a Clinton de Bob Dole –al cual se acusó internamente de no ser “lo suficientemente conservador”– un viraje paulatino y consistente hacia la derecha. Pero un vergel de derechas de difícil asimilación común, que iba desde los libertarios hasta la derecha religiosa, desde los neocon gubernamentales hasta los republicanos más tradicionales, del estilo de Colin Powell. Un “centrista” dentro de ese universo, el joven Bush oscilaba entre la apertura hacia el mundo latino y el reaganismo económico, una fórmula a la que llamó “conservadurismo compasivo”. Hasta el 11 de Septiembre no tenía un “mandato” claro: el atentado y lo que siguió le permitieron unificar hacia afuera un movimiento tan multiforme.

Sin embargo, los años Bush fueron los de la crisis definitiva del republicanismo centrista de posguerra, incorporados desde el “centro” a la coalición reaganista y cuyo último exponente con poder fue George Bush padre. Los vulcanos de Bush –así se autodenominaron– trasladaron su fobia a los que llamaban RINO –Republicans in Name Only– al interior de la administración, cuyo representante más cabal era el solitario y siempre hostigado Colin Powell. Los sucesivos fracasos de John McCain y Mitt Rommey frente a Obama sólo confirmaron ese diagnóstico, abriendo el camino para la aparición de Trump, que sólo tuvo que patear una puerta que ya estaba podrida. Paradojas de la historia: los sobrevivientes de la vieja elite republicana moderada compartieron el destino de desierto de sus enemigos internos jurados, los neocon (en el fondo, tan insiders como ellos).

La War on Terror fue el último consenso estratégico de las elites políticas americanas. Con honrosas excepciones por izquierda y derecha –entre ellas el entonces senador Barack Obama– la casi totalidad del establishment político apoyó la guerra. Y no sólo en Irak, también la “guerra” interna. La Guerra contra el Terrorismo modificó sensiblemente la arquitectura institucional estadounidense. La sanción de la Patriot Act cristalizaba la inadecuación entre el sistema vigente y las demandas de la nueva guerra, una gran dislocación en los usos y costumbres de la democracia estadounidense: Guantánamo, el uso legal de la tortura, la construcción de un sistema de control interno masivo y tecnológico –el Departamento de Homeland Security– y la reeducación de la sociedad a un estado de guerra permanente que le es constitutivamente hostil. Una transformación institucional que no había existido nunca en el siglo XX. Por aquellos días, era un lugar común en los medios estadounidenses sostener que el verdadero triunfo de Osama Ben Laden sólo tendría lugar si sus acciones lograban modificar el “modo de vida americano”.

Retrospectivamente, podría decirse que tuvo éxito: la hibris republicana que desató había destruido en una década el sueño de la “Nueva Roma” de la pos Guerra Fría.

La política de los outsiders

El fracaso de los neocon tuvo como corolario inmediato el desmembramiento de Irak, la expansión iraní sobre esas ruinas, el apogeo de la organización del Estado Islámico y la guerra civil siria: el fin de ese Medio Oriente imaginado en los años 90. El inmenso déficit de la guerra junto con la política de “consumo para todos” y la contabilidad creativa que dio origen a la crisis de las subprime –en términos económicos, Bush hijo solo amplificó el festival desregulatorio estadounidense– reveló todas las vulnerabilidades y límites de la hiperpotencia ganadora de la Guerra Fría. A fines de 2008, la atmósfera era funeraria.

Barack Obama y Donald Trump comparten, contraintuitivamente, un origen de fábrica: ambas presidencias nacen de la crisis de una elite y con una nueva conciencia del fracaso, y esta debilidad subyacente en el rol global de Estados Unidos. En ese marco, el repliegue estadounidense fue la constante que unifica a las eras de Obama y de Trump, sea por la vía pacífica en el caso del demócrata (paz con Cuba, acuerdo con Irán, repliegue de Afganistán, Irak e incluso Siria) o por la vía del aislacionismo político y financiero del republicano (el “No voy a pagar más por esto” universal). La idea estratégica consistía en dejar de diversificar la energía en gobernar el mundo y concentrar las fuerzas y el foco en la “contradicción principal”, la pelea por el título contra la potencia que mejor supo aprovechar la economía del mundo pos Guerra Fría diseñado por los mismos estadounidenses: la República Popular China. Obama intentó organizarle un soft landing a la República estadounidense, convertir paulatinamente a Estados Unidos en un país europeo –en un modelo más “británico” de despedida imperial– haciéndose cargo de todas las hipotecas de la era Bush: el colapso económico y social de 2008, las guerras perdidas, la ejecución de Ben Laden y el desmoronamiento del Estado de control del cual los nombres de Edward Snowden, Julian Assange y todas las “leaks” son un muestrario vivo. El objetivo de Trump fue –es– convertir a Estados Unidos en Rusia. Un país gigante, con intereses geopolíticos duros y mercantilistas, pero ya no más un faro civilizacional. Una América desnaturalizada y brutal a la que le amputaron la idea de progreso y que mira con terror a un futuro que ve con ojos rasgados.

En términos políticos, la irrupción de Obama salvó al Partido Demócrata de sí mismo: una síntesis viable y carismática de subversión y orden para el cual no se encontró reemplazo. Obama encarnó un aspiracional de ascenso social y reivindicación racial que estiró los límites de la “gentrificada” coalición clintoniana, y el pecado de posibilismo que se le achaca tiene tal vez ese mismo origen. La conciencia de su propia excepcionalidad de base, los “papeles flojos” del recién llegado. La combinación entre su llegada al poder y la crisis de las elites republicanas en los años 2000 radicalizó al “pueblo de derecha” de una manera casi inmediata; de hecho, el Tea Party se fundó como una respuesta a su entronización, el “resistiendo con aguante” de las bases republicanas, apenas comenzado su gobierno. Un proceso que demuestra que para gran parte del electorado estadounidense el concepto de Obama en sí, más allá de cualquier iniciativa en política pública, era el problema. Obama despertó a la Sudáfrica dormida que siempre late debajo de la costra liberal estadounidense.

A esa radicalización le faltaba un Mesías, y en eso llegó Trump. Una consecuencia directa y, en el fondo, no tan sorpresiva, de la imposibilidad de la dirigencia republicana para contener o gestionar a sus bases; la representación pura y el fin de todo ejercicio de pedagogía política. Trump es la expresión de la crisis de lo político pero no porque representa poco, sino porque representa demasiado. En realidad, la ola es tan poderosa porque se edificó sobre una crisis política sistémica que abarca a ambos partidos. La de los demócratas, que tras la “excepción Obama” no encuentran más rumbo político que volver una y otra vez a un clintonismo que despierta alergia en los sectores trabajadores blancos industriales pauperizados, y cuya deserción no logra ser del todo reemplazada por el factor étnico. Y la de los republicanos, que tampoco tienen un reemplazo a la “coalición de perdedores” de la globalización –ricos y pobres– organizada por Trump. La historia le reservó ese destino paradojal a un hombre tan intrínsecamente atado al concepto de winner: ser el representante de los losers. Una coalición que es tan exitosa precisamente porque Estados Unidos hace 20 años que está perdiendo, en términos relativos. Perdiendo el que creían su lugar en el mundo y su destino manifiesto: una América nacida para expandir la frontera, y que así lo hizo desde las 13 colonias a la unipolaridad pos caída del Muro, y que desde Irak solo se contrae, mientras su nuevo rival, China, hace precisamente lo contrario. Trump es el nombre de ese trauma.

El gran mérito de Trump es ése: escenificar una victoria de lo que en el fondo es una derrota. Es más actor que Ronald Reagan, porque la victoria en su Guerra Fría es solo simulada. Y más allá de los conteos interminables y del resultado electoral, en el contexto de una pandemia, 200.000 muertos y miles de escándalos indican que el magnate sigue marcando el ethos de su época. Su sentido profundo. Parafraseando a Margarita Stolbizer, el presidente americano podría pararse sobre las ruinas de su propio sistema político y proclamar: “Yo ya gané”.

Por Pablo Touzon, Politólogo. Editor de Panamá Revista. Coautor de La Grieta Desnuda, Capital intelectual, 2019 / Fuente: Le Monde Diplomatique