El sistema electoral de Estados Unidos es indirecto: cuando los ciudadanos acuden a las urnas, no votan por un candidato, sino por un grupo de electores. A cada estado y al distrito de Columbia le corresponden un número determinado de electores, repartidos en 435 diputados, 100 senadores y tres electores por el distrito de Columbia. En total se alcanzan los 538 delegados. Así, el candidato que alcance los 270 votos electorales, es decir, la mitad más uno, gana la presidencia.

Como el sistema contempla que cada estado tenga al menos tres electores, y el resto se distribuye según la cantidad de población de cada estado, surge una desigualdad: el voto de las personas en estados con menor población vale más que en regiones con mayor población. Además, cuando un candidato gana el voto popular en un estado, gana todos los electores, por lo que la disputa por los sufragios en los estados pequeños y en los estados empatados es más intensa.

De esta forma, no necesariamente gana quien tenga el voto popular: gana quien saque la mayoría de los votos en el Colegio Electoral. Es lo que sucedió en 2000, cuando Al Gore tuvo más votos pero perdió la presidencia frente a George Bush, y en 2016, cuando a Hillary Clinton le ocurrió lo mismo frente al actual presidente Donald Trump.

Conviene tener en claro que Estados Unidos tiene un sistema de dos partidos (Republicanos y Demócratas) que concentra la mayoría de los votos, aunque hay otros partidos. Pese a las inequidades, a ninguno de los partidos grandes le conviene cambiar el sistema indirecto porque refuerza el bipartidismo, por lo que es poco probable que la forma de votar en Estados Unidos cambie en el futuro próximo.