La Torre del Banespa fue, hasta mediados del siglo XX, el rascacielos más alto del mundo fuera de Estados Unidos. Todavía hoy quien sube hasta el piso 26 puede dimensionar San Pablo, y por extrapolación, Brasil. Las murallas de edificios en 360° llegan hasta donde alcanza la mirada humana. Más lejos, se puede suponer, la megalópolis sigue. El estado de San Pablo es –en población y producto bruto– equivalente a toda la República Argentina. Brasil es una potencia.

A pocos metros de ahí, el 20 de agosto pasado, Lula lanzó su campaña presidencial. El lugar elegido, un enorme parquizado de cemento en medio de la ciudad, fue el mismo en el que en 1984 diversos líderes políticos (Tancredo Neves, Fernando Henrique Cardoso y el propio Lula, entre otros) reclamaron elecciones directas para votar Presidente tras el fin de la dictadura. Hoy, 2022, la campaña de Lula y el PT remite a esa historia de hace 40 años: se trata, antes que nada, de una elección entre autoritarismo y democracia.

Unos días antes, la señorial Facultad de Derecho de la Universidad de San Pablo fue sede de un encuentro donde se leyó una “Carta a los brasileños y brasileñas en defensa del Estado democrático de derecho”. Un guiño más al pasado autoritario. La carta de 2022 era una “remake” de otra carta con el mismo título pero de 1977, firmada en plena dictadura, en la que se reclamaba una apertura democrática.

Para que no queden dudas del paralelismo, en el acto se dio lectura a la carta original de 1977, pero con un detalle: en el salón, revestido de caoba y oscurecido por densos cortinados, se sentó la dirigencia de la Fiesp (Federación de Industrias de San Pablo), junto a líderes sindicales y de los movimientos sociales. Una muestra de laboratorio de la alianza de clases que tejió Lula para un país de fuerte tradición elitista, donde los de abajo siempre tuvieron que negociar con los de arriba. Esta elección no será una excepción a esa regla histórica.

Elites quebradas

Por momentos de forma explícita, a veces solapada, el gobierno de Bolsonaro aparece como un hiato, como un quiebre en la cronología que, con altibajos, se desarrolló en Brasil desde 1985. Su esencia retrógrada y en favor de los grandes empresarios no evitó que el fenómeno Bolsonaro fuera demasiado disruptivo para este país tan apegado a los acuerdos condicionados.

Lula y el PT (que no son lo mismo, pero hoy se sobreimprimen virtuosamente) vienen de años muy duros, donde la elite buscó desterrarlos del mapa político. Pero ese vértice social no encontró un reemplazo genuino y debió aceptar la emergencia de Bolsonaro, un militar nostálgico de la dictadura, así como también debió aceptar el método de la proscripción cuando Lula se encaminaba a ganar las elecciones de 2018, aún desde la cárcel. Es decir: Brasil asiste hoy al fracaso de la elite en erigir un orden democrático pos-lulista.

En las encuestas publicadas a fines de agosto, Lula mantiene un apoyo macizo, superior a los 55% entre los más pobres, en tanto Bolsonaro figura primero en la clase media y media alta. Sin embargo, lo que asombra es que entre los votantes de mayor renta (quienes ganan más de 10 salarios mínimos) la diferencia es mínima, unos 3 puntos. Algo impensado años atrás, y que habla de un quiebre en la cúspide social, irrelevante en términos electorales, pero decisiva porque se trata de quienes manejan empresas, medios de comunicación e influyen en las redes sociales. ¿Por qué parte de ese sector privilegiado se espantó con Bolsonaro?

El cocktail del liderazgo de Bolsonaro, el militarismo ultra conservador y la pandemia es difícil de dimensionar. Hasta donde sabemos, por ejemplo, ningún líder mundial conspiró contra el desarrollo de una vacuna propia. En mayo de 2021, en una declaración formal ante el Congreso, el director del laboratorio Butantan, Dimas Covas, afirmó que las trabas políticas y administrativas del gobierno federal habían retrasado al menos tres meses el inicio de la vacunación en Brasil. Dijo que en diciembre de 2020 el instituto ya tenía más de 5 millones de dosis guardadas, y que recién a fines de enero, en forma lenta y a desgano, los brasileños, que morían de a miles por día, comenzaron a recibir la vacuna.

La injerencia de los militares en la vida política del país fue un gran cisne negro. En 2018 nadie suponía, aun con el triunfo probable de Bolsonaro, que Brasil pasaría a ser gobernado por la casta militar, sin más. La penetración militar en la estructura del gobierno es asombrosa: antes de Bolsonaro, solo un militar se desempeñaba en el Ministerio de Economía, y hoy trabajan 84. En el Ministerio de Salud pasaron de 7 a 40, y en el de Medio Ambiente de 1 a 21. Es interesante preguntarse si el camino inverso, en caso que gane Lula, será tan sencillo. ¿Volverán mansamente los militares a sus cuarteles, perdiendo el acceso a recursos millonarios y decisiones políticas trascendentales?

En suma, la gestión de Bolsonaro (con una performance económica pobre y la conversión de Brasil casi en un paria internacional) resquebrajó algo que nunca fue sólido: el apoyo de la elite, al menos en forma homogénea, contundente. Visto como un efecto no deseado en la estrategia de “deslulizar” y “despetizar” a la sociedad brasileña, Bolsonaro pasó rápidamente a espantar a muchos de sus patrocinadores.

El 25 de agosto pasado, en una entrevista histórica con los presentadores de Jornal Nacional, el noticiero de la Red Globo que durante años cubrió ampliamente las denuncias de corrupción y el juicio que lo llevó a la cárcel en 2018, Lula dijo: “En Brasil tenemos un problema serio y es que las personas son condenadas por los titulares de los diarios y después ya no hay vuelta atrás” y lo vinculó al carácter excepcional del bolsonarismo: “La polarización es saludable, pero es importante que no la confundamos con el estímulo al odio.”

Lula utilizó la caída estrepitosa del esquema de persecución judicial para revalidarse como hombre de la democracia y empezó a hablar con todos. Y todos, o casi todos, se sentaron a escuchar. Y a pactar. Una amplitud en los acuerdos políticos que tiene como límite su propia candidatura presidencial. Son los demás quienes se suman a su proyecto presidencial, no al revés. Como reza un viejo proverbio político: te podés juntar con el diablo, el tema es quién conduce.

Volvamos una vez más a la entrevista del Jornal Nacional. Su presentador, William Bonner, en tono solemne, con un aire de fin de duelo de caballeros del siglo XIX, abrió la noche de la siguiente manera: “El Supremo Tribunal Federal le dio la razón. Consideró que el entonces juez Sergio Moro fue parcial, anuló la condena del caso del tríplex y anuló también otras acciones por haber considerado al juez de Curitiba incompetente. Por lo tanto, usted no le debe nada a la Justicia”. En el país de los pactos, el presentador le otorgaba a Lula un armisticio coyuntural. En la misma estrategia con la que llegó al poder en 2002, Lula firma esa paz, se vuelve “aceptable” para el establishment y se acerca al gobierno.

Qué realidad le espera

Si Lula gana las elecciones, no se tratará de una transición democrática en sentido estricto, pero en la cabeza del líder metalúrgico funciona la idea de un nuevo pacto democrático. ¿Por qué? Porque, además del autoritarismo militarista de Bolsonaro, lo que podría cerrarse ese día es un ciclo largo que incluyó el impeachment que cortó el mandato democrático de Dilma, un proceso judicial oprobioso, 580 días de cárcel en una celda en Curutiba y una larga campaña contra el PT desde las centrales empresarias y los medios de comunicación.

En definitiva, si tomamos como punto de partida las manifestaciones de 2013, lo que puede finalizar en enero de 2023 es una década de revanchismo anti PT y anti Lula.

Claro, habrá que ver si aquel salón universitario en el que se reunieron los empresarios de la Fiesp, los sindicatos y los movimientos sociales, continúa como un proceso de democratización que debería incluir el fin del odio contra el PT y un gobierno de base popular. Cerrar la década de revanchismo requiere un enorme poder político y social. Con más o menos conciencia de los actores involucrados (empresarios, grandes medios de comunicación, clase política), ese parece ser el mayor desafío  –no el único– de la eventual tercera presidencia del mayor líder popular de la historia del país. ¿Podrá superarlo?

El Banco Central cuenta con diez veces las reservas de Argentina, algo más de 350.000 millones de dólares. El PBI ya recuperó toda la pérdida de la pandemia, aunque en este 2022 el crecimiento del país es muy tenue, rondando el 1%. El futuro es incierto, pero el punto de arranque económico no es crítico. La diferencia de escala con los demás países de la región convierte a Brasil en una máquina que no se para ni entra en crisis terminales; su tamaño, en cierto modo, se lo impide. Por supuesto que tiene un enorme problema de distribución del ingreso y, en el corto plazo, una inflación inédita. El mayor desafío económico y social va a ser retomar el sendero que se truncó con el giro ortodoxo de Dilma Rousseff en 2014: inversión pública a gran escala para que esa potencia con pies de barro consolide su desarrollo. Los sectores populares conquistaron los electrodomésticos, pero no la vivienda. El Nordeste incorporó consumidores que antes eran indigentes, pero el desarrollo industrial es todavía un privilegio paulista en un contexto general de reprimarización.

Como potencia, Brasil debe revertir la humillación de haber caído en la tabla de las economías más grandes. El país pasó de ubicarse entre las 5 ó 6 economías más grandes del mundo a caer por debajo de las 10. En 2015 y 2016 el PBI cayó más de 6%, un desplome en parte ligado al fallido final de Dilma y en parte a la crisis política y social que terminó en el impeachment y posterior interregno de Temer.

Dos almas de la política exterior

Dos almas conviven en la política exterior de Brasil. Sin contar los años de Bolsonaro, inclasificables en ese aspecto, el país siempre ha oscilado entre dos posiciones. La primera es la tradición integracionista, que tuvo puntos fuertes en distintos momentos de la etapa pos dictadura: el impulso a los acuerdos para crear el Mercosur en los 80, la primera reunión de presidentes sudamericanos en el 2000 y la creación de la Unasur –más precisamente el Consejo Sudamericano de Defensa– los años de Lula.

La otra posición tiene como horizonte la inserción de Brasil como potencia solitaria. Allí la historia es más larga, pero lo interesante es reconocerla también en los gobiernos del PT. Entre 2002 y 2010 Lula viajó al exterior en varias oportunidades y tejió alianzas en un orden mundial en movimiento, donde los espacios emergentes como los BRICS ganaban fuerza. Sin embargo, se trataba, en comparación con la situación actual, de una etapa de pax americana casi incontestada, en la que Estados Unidos ejercía su liderazgo global.

En ese marco, y aumentando los márgenes de autonomía, Lula proyectó más a Brasil que a Sudamérica, y nunca terminó de conducir al resto del barrio. El temor a un supuesto rechazo a la hegemonía brasileña por parte de sus socios regionales sirvió como narrativa –o excusa– para involucrarse y promocionar la integración, pero sin imponerla. Los procesos de integración regional necesitan de un país dispuesto a liderar y pagar los costos –y recibir los beneficios por esa función–. Los procesos de integración no son una cooperativa de iguales.

¿Qué pasará con esas almas en un eventual tercer mandato de Lula? No lo sabemos, pero el mundo entró en una vorágine bélica que casi ninguno de quienes hoy estamos vivos experimentó. Antes que anunciar el fin del poderío norteamericano, o el inevitable ascenso chino, ruso o indio, o la destrucción europea, lo que sí parece estar ocurriendo ya, hoy mismo, es la implosión de la unicidad capitalista. La entrada “Globalización” en un diccionario de fines del siglo XX podría decir: “cuando el capitalismo era uno solo en todo el mundo”. Eso ya no es así. Podemos hablar de “capitalismos” en proceso de resquebrajamiento, de desacople y, en un futuro, de desenganche, al menos parcial.

Occidente creyó que cerrando los locales de McDonald’s o las fábricas de Volkswagen de Rusia el capitalismo entraría en crisis en ese país, pero no es lo que ocurrió. Sin necesidad de cambiar de sistema, el gobierno de Putin está logrando redireccionar su economía y sus intercambios comerciales, como lo demuestra la aceleración de la construcción de una ruta comercial que une Moscú con India en forma terrestre, sin pasar por el Mar del Norte o el Mediterráneo. Si queremos ser más espectaculares –aunque tal vez menos estructurales– podríamos hablar de un retorno del peligro nuclear, algo bastante más pesado que la conversación que tenía lugar en Naciones Unidas durante los tempranos 2000, dominada por las intervenciones unilaterales de Estados Unidos en Medio Oriente. En definitiva, el mundo de hoy es un mundo en guerra, donde los grandes actores sienten que está en peligro su status de naciones-potencia. Y entonces el mundo cruje.

En este marco, las dos almas de la política exterior de Brasil parecen imposibles de combinar. Alguna deberá primar. Ciertos indicios (como las reiteradas referencias de Lula a temas internacionales, incluso de nulo beneficio interno como la guerra en Ucrania o, más cerca nuestro, el anuncio de un proyecto para construir una moneda regional, al menos para el intercambio de bienes dentro de Sudamérica) sugieren que el tercer lulismo podría estar leyendo que en esta nueva etapa histórica es imposible una inserción mínimamente autónoma de Brasil si no lo hace conduciendo a toda la región. Lula va a convivir –al menos por un tiempo– con un mapa ideológico muy favorable. Hoy, con la excepción de los pequeños Uruguay, Paraguay y Ecuador, el resto de los países sudamericanos (que juntos representan más del 90% del PBI regional) están bajo control de gobiernos de izquierda. El No al Alca de 2005 necesita un segundo capítulo, que ate nuestras economías para navegar en un mundo desquiciado y sin reglas. Como decíamos al inicio de la nota, Brasil es una potencia. Es nuestra potencia. Ojalá se anime.