a señorita G. tomaba sol en bikini sobre una lona plateada cuando nos llevaba de excursión al rio Suquía.

Impensable transgresión para una docente de escuela pública cordobesa a fines de los años 70.

Ella era así.

No nos dejaba usar fibras, solo lápices de colores.

A mi compañero Pablo lo retaba porque pintaba las caras de las personas de color verde o violeta.

Nunca le preguntamos a Pablo si el veía las personas con las caras verdes o violetas.

Los niños de los 70 no teníamos la costumbre de preguntar.

A mi amiga Mariela no la dejaba toser.

Ella tenía asma y contenía la tos hasta que la cara se le ponía violeta.

Como las caras que pintaba Pablo.

Cuando llegaba la hora de catequesis, Bárbara, Mariela, Adrián y Nicolás salían del aula.

Ellos no eran católicos y por eso salían al patio.

Nunca les pregunte en quién creían pero empecé a darme cuenta que no ser católico era una especie de permiso para jugar una hora más.

Los porteros salían a la calle a comprar criollos y chipacas calentitas y los chicos se las comprábamos con las monedas que traíamos en el bolsillo del guardapolvo.

Las chipacas a veces tenían olor a kerosen y a aserrín .

La señorita G. tenía fama de exigente y de innovadora. Ella propuso la experiencia piloto de tener el mismo grupo de alumnos desde primer grado hasta tercero.

No sé si ese experimento que protagonizamos fue exitoso.

Nunca supe su nombre completo. Pero sí sabía que vivía en una casa de la calle diez que tenía la imagen de una virgen pintada en azulejos en la entrada.

Y también supe que no era rubia de verdad.

La señorita G. fue la primera que se dio cuenta que me gustaba escribir.

Un día, me hizo leer en voz alta mi primera poesía y después le cambió el final para que quedara bonita.

Era una poesía para el día de la madre. Y la rima juntaba bombón y montón.

Cuarenta años después me doy cuenta que mi maestra de primer grado fue mi primera editora.

Felíz día del maestro señorita G. Donde quiera que estés.