El campo argentino fue, y sigue siendo, tierra indómita para todas las formas posibles de la política de izquierda, o progresista. Al menos desde comienzos del siglo XX, el cambio político siempre tuvo su motor en la ciudad. Allí florecieron todas las demandas de incorporación política y, gracias a la movilización popular en la década de 1940, allí se consagró un piso más alto de justicia social. Poco ha cambiado desde entonces: las mejores causas del progresismo argentino suelen tener impronta urbana.

El campo, sin embargo, no ha dejado de evocar promesas de futuro, y de inspirar deseos de renovación social. A comienzos de la era liberal, Domingo F. Sarmiento creyó que el destino nacional dependía del triunfo de una política agraria progresista, cuyo foco era la creación de una campaña de pequeños propietarios. Hacia el 1900, Juan B. Justo recogió esa antorcha e hizo del combate contra la gran propiedad una de las principales banderas de su Partido Socialista. En la década de 1960, el deseo de empujar lo que entonces se denominaba “reforma agraria” seguía inspirando al arco progresista. Todavía en la década de 1970 esa patrulla perdida que era nuestro comunismo seguía insistiendo en la necesidad de combatir la alianza entre el latifundio y el imperialismo, a la que describía como el gran obstáculo para el desarrollo nacional.

Para entonces, sin embargo, ese proyecto hacía mucho tiempo que se había convertido en uno de los tantos cadáveres arrojados al cementerio de ilusiones de la Historia. La sociedad no se moldea desde arriba como una materia inerte y, ya en tiempos de Sarmiento y Justo, faltaron los actores que pudieran encarnar un programa de esta naturaleza. ¿Por qué no fue posible dar forma a una política progresista para el campo? Acusar al latifundio, al poder de la elite rural, puede ser reconfortante, pero no ayuda a entender la naturaleza de ese fracaso. Pese a todo lo que se diga (casi siempre con poco fundamento), y pese a que no todo fue color de rosa, en la Primera Globalización (1870-1914) hubo importantes mejoras económicas y sociales en los distritos pampeanos, que alcanzaron a trabajadores y chacareros. Y, sobre todo, ese campo fue la locomotora que movía la economía de un país que crecía a ritmo veloz –más rápido que Inglaterra, Alemania o Estados Unidos–, que era muy próspero para los estándares de ese tiempo y que, además, tenía una muy elevada tasa de urbanización. En estas condiciones, la reforma del régimen de tenencia del suelo estaba condenada a ser la propuesta perdedora de una minoría.

Retroceso sostenido

Empero, este cuadro cambió con la Gran Depresión que comenzó con el crack de 1929. Esa Argentina muy urbanizada y de alto nivel de vida, organizada en torno a sus exportaciones agrarias, sufrió un duro golpe cuando el mercado mundial le dio la espalda. Allí comenzó una nueva jornada, en la que el campo perdió su condición de motor del crecimiento para transformarse, apenas, en un proveedor de alimento barato y en un generador de divisas con las que sostener la expansión de la actividad manufacturera, el nuevo sector líder de la economía.

Los logros de esa Argentina que había abrazado el credo industrialista se pusieron de relieve desde la década de 1940, cuando ese rumbo se asoció con una importante mejora del bienestar popular. Desde entonces, el país creció menos que en el medio siglo previo a la Gran Depresión, pero lo compensó con una distribución más democrática de los beneficios de ese crecimiento. En el campo mejoró la condición de trabajadores y chacareros y, sobre todo, avanzó con fuerza la división del suelo, gracias a leyes de arrendamiento sesgadas contra los propietarios. Pero una estrategia de desarrollo que hacía depender el crecimiento de la manufactura y los servicios de fuertes subsidios del sector agropecuario pronto mostró sus limitaciones. Atenazada entre un mercado mundial signado por la anemia y una política pública muy hostil, la economía agroexportadora perdió dinamismo y rentabilidad. La consecuencia consistió en treinta años de estancamiento de las exportaciones pampeanas. El problema no fue sólo para el campo: ya en 1950 se puso de relieve cuán negativa para el crecimiento podía ser la falta de divisas: la restricción externa. 

Hubo que esperar a la década de 1960 para que comenzara una tibia recuperación de la agricultura exportable, empujada por avances en la mecanización y el empleo de semillas híbridas. Y otro tercio de siglo para dar un salto tecnológico de mayor envergadura, que se prolonga hasta nuestros días, asociado a una mayor inversión de capital por unidad productiva y al “paquete tecnológico” de la siembra directa.

Mientras tanto, el sector manufacturero tocó su techo en la década de 1970. Desde entonces, ha retrocedido sin pausa, bajo gobiernos de los más variados signos políticos. Pese a que, al igual que en otras partes, esta contracción tiene condimentos singulares, su razón de fondo no es nacional sino global: el desplazamiento de la manufactura hacia Oriente se observa en todo Occidente. Hoy Estados Unidos, la gran potencia industrial de mediados del siglo XX, posee, en proporción, muchos menos puestos de trabajo industriales que Argentina. Y nuestro país tiene, apenas, la mitad que en 1950.

Como resultado de este retroceso, nuestra industria ha venido perdiendo capacidad para dinamizar los mercados de trabajo urbanos. Pero la demanda de divisas, en lugar de acompañar la caída industrial, no dejó de crecer. Además de requerirlas para sostener la actividad de esa manufactura sometida a las presiones de la globalización, esas divisas son necesarias para atender las demandas de bienes y servicios de una población cuyos patrones de consumo se encuentran cada vez más internacionalizados. Y también para financiar las erogaciones corrientes de un Estado que gasta más de lo que recauda y hacer frente a su creciente endeudamiento.

El desafío de un desarrollo sustentable

Este es el marco en el que debemos situar la pregunta de qué significa hoy una política progresista para el campo. Y para responderla de manera sintética, basta decir que debe estar dirigida, simultáneamente, a asegurar tres objetivos que exceden ampliamente lo que sucede en la campaña. Luego de varias décadas de estancamiento, el campo debe contribuir a poner a la economía nuevamente en movimiento. Al cabo de varias décadas de regresión social, debe favorecer la mejora del bienestar de una población empobrecida que es, mayoritariamente, urbana. Finalmente, debe contribuir a alcanzar estos objetivos de manera sustentable, preservando recursos naturales de los que no somos dueños sino custodios.

Respecto a este último punto, lo primero a señalar es que Argentina todavía no ha asumido plenamente el desafío de producir riqueza cuidando los recursos naturales. La principal limitación, hoy, está en la política pública. Distraída en cuestiones más urgentes, hasta el momento ninguna administración ha mostrado mayor interés en organizar una agencia pública robusta, comprometida con esta tarea. Los incentivos resultan todavía escasos: aun cuando las nuevas generaciones comienzan a identificarse con la agenda del desarrollo sustentable, la temática todavía carece de verdadero relieve para la ciudadanía. La creación de instituciones públicas en este campo es resultado de las demandas y presiones de la gobernanza global más que de las convicciones de los grupos dirigentes o de demandas de la sociedad civil con fuerte arraigo ciudadano.

Ello ayuda a entender por qué la Secretaría de Ambiente creada en 1991, más tarde convertida en Ministerio, siempre estuvo a cargo de funcionarios sin formación o competencia en la temática ni destrezas organizativas y de gestión del aparato estatal. Un religioso sin experiencia en la función pública y un activista de los derechos humanos que a lo largo de una carrera de más de una década como legislador nunca se identificó con los problemas ambientales han sido sus últimos responsables. Una consecuencia adicional de esta verdadera vergüenza –reveladora de la relevancia que el tema merece para la elite gobernante, además de un desperdicio de tiempo y recursos– es que la ausencia de orientación desde la cumbre del Estado ha dejado el terreno libre para la emergencia de grupos de activistas muy poco articulados con la comunidad científica y los expertos en la materia. Transformar este panorama es una tarea prioritaria, y al Estado le corresponde dar el primer paso. 

El cuidado del ambiente no puede hacerse en desmedro de los otros dos objetivos mencionados. Una política progresista para el campo debe ser, ante todo, una política cuyo horizonte esté dominado por el imperativo de promover el crecimiento y la inclusión social. Contra lo que a veces se pregona, estos objetivos no pueden alcanzarse buscando inspiración en las dos grandes apuestas que marcaron nuestro pasado: el crecimiento exportador primero, el crecimiento volcado sobre el mercado interno más tarde. Exitosas en su momento, ambas experiencias tuvieron, en su momento, importantes logros. Pero ya no podemos recrearlas.

En relación con la primera, hay que decir que Argentina no puede volver a convertirse en una potencia exportadora, como lo fue hasta la Gran Depresión. Pese a la formidable expansión de los mercados asiáticos, que continuará en las próximas décadas, y aun si ese camino fuera ecológicamente sustentable, el país no es lo suficientemente rico en recursos naturales como para hacer pivotear su desarrollo sobre una estrategia de este tipo. Tanto Brasil como Chile poseen muchos más recursos naturales per cápita que nuestro país (1). Además, nuestro castigado tejido productivo urbano es demasiado vasto y complejo como para moverse al ritmo de las ventas externas, por más pujantes que éstas puedan resultar. Finalmente, el empuje del complejo agroexportador y sus anexos industriales es insuficiente para revertir los problemas de pobreza y empleo de los grandes conglomerados urbanos del país. Mirar al campo como vía de entrada al futuro es una utopía reaccionaria. 

La saga que comenzó tras la Gran Depresión nos ha dejado un tejido industrial debilitado, pero cuya existencia no puede ignorarse. Somos también un país urbano, cuya tasa de urbanización (93%) se encuentra entre las más elevadas del mundo. En nuestras grandes ciudades se concentra nuestro drama social. Debemos imaginar cómo dinamizar los débiles y empobrecidos mercados de trabajo urbanos, generando trabajo digno y bien remunerado para todos. Una Argentina productiva que incluya a todos requiere de la industria y de los servicios.

Sin embargo, nuestro norte tampoco puede ser remozar la nación industrial que tuvo su apogeo entre las décadas de 1940 y 1970. Ese puerto al que, en medio de la tempestad que es el mundo en la pandemia, algunos funcionarios parecen querer regresar, es un espejismo. ¿Por qué? Porque cuando comenzó el giro hacia el mercado interno, bajo el impacto de la Gran Depresión, había mucho espacio para desarrollar esa industria, que podía crecer ocupando espacios que había dejado vacantes la retirada de la producción extranjera. En nuestros días, el panorama es muy distinto. Luego de décadas de proteccionismo, hemos forjando una de las economías más cerradas del mundo. Cerrarla todavía más no va a darle impulso a una industria que está integrada en cadenas de producción que trascienden nuestras fronteras. Si erigimos muros más altos corremos el peligro de avanzar –como sucedió entre 2011 y 2015– no hacia una reindustrialización sino hacia una desindustrialización por sustitución de importaciones. Un futuro peor que el pasado.

Mirar más lejos

En nuestros días, la canasta de consumo popular está integrada por bienes y servicios que poseen un elevado porcentaje de componentes importados (celulares y computadoras, vehículos livianos y automóviles, indumentaria, tecnología) cuya fabricación requiere, además, bienes de capital que nuestras empresas no son capaces de ofrecer. No podemos ingresar al mundo de la pos-pandemia por la puerta de una economía más cerrada. Ese camino no conduce hacia una sociedad más integrada y más igualitaria, con empleo digno para todos y todas. La utopía que se inspira en los logros de la Argentina peronista, al igual que la que se inspira en los logros del Centenario, es reaccionaria. Ambas son enemigas del progreso social y del bienestar popular.

Esquivar estos callejones sin salida es el desafío que tenemos por delante. Argentina tiene que crecer con el mundo, no de espaldas a él. El campo puede constituir un engranaje central de una política progresista que nos permita encarar ese reto. Sin un agro dinámico, que incremente su capacidad exportadora, no contaremos con las divisas necesarias para estimular a los sectores que generan más empleo (los servicios y la manufactura, en este orden). Las divisas que Argentina necesita imperiosamente para crecer de manera sustentable y mejorar el nivel de vida popular vendrán, en parte, del vino de Mendoza o Salta, de los unicornios informáticos y la industria del software, de la pesca, y quizás de Vaca Muerta. Pero el grueso de esas divisas provendrá del agro pampeano y sus anexos industriales.   

Para acrecentar el potencial exportador de la región pampeana es preciso reducir los impuestos que gravan las exportaciones. Las retenciones son fáciles de percibir pero muy dañinas para el crecimiento. Castigan proporcionalmente más a las empresas más alejadas de los puertos de embarque y a las eficientes. Es decir, dañan a aquellas que realizan las tareas socialmente más valiosas. En otro tiempo, en la era de las exportaciones dominada por el trigo y la carne, las retenciones eran valoradas porque abarataban la canasta alimentaria popular. Hoy esa función puede realizarse mejor a través de transferencias focalizadas hacia los sectores de menores ingresos, que son los únicos que deben recibir este tipo de ayuda. Para estimular las ventas externas, cruciales para favorecer el crecimiento de toda la economía nacional, disminuir las retenciones es el mejor camino.

Por supuesto, el Estado necesita recursos. El gasto social constituye el componente central de las erogaciones del sector público. Ese gasto, una verdadera red de contratos, es por definición poco flexible, sobre todo en tiempos de dificultades. Para optimizar la percepción de impuestos es necesario construir, gradualmente, una matriz tributaria más amiga del crecimiento y de la equidad y, por tanto, con mayor legitimidad social. Necesitamos impuestos que no impidan la creación de valor y que, además, ayuden a forjar una sociedad más igualitaria. En el campo, esto significa más impuestos a la tierra a cambio de menos tributos a las exportaciones. La tributación progresista debe gravar la renta, no la capacidad de crear riqueza.

Menos retenciones y más impuestos a la tierra constituyen el núcleo de una política tan favorable al crecimiento que tanto necesitamos como amiga de la igualdad que tanto añoramos. Además, un avance en esta dirección nos ayudará a saldar una vieja deuda: Argentina grava poco el patrimonio, y en particular a la riqueza heredada. Para agregar otro atractivo: el impuesto inmobiliario, que nuestras leyes conciben como una atribución de las provincias, también fortalece a las administraciones subnacionales y favorece el desarrollo local, toda vez que devuelve recursos a provincias y municipios. Finalmente: mayor rentabilidad y un horizonte de crecimiento constituyen requisitos necesarios para que, debidamente monitoreados por un Estado más eficiente que el que hoy tenemos, los productores incorporen tecnologías que preserven los recursos naturales.

¿Queremos una política progresista para el campo? Ya no la podemos imaginar, como en su tiempo hicieron Sarmiento o Justo, con los ojos clavados en la pampa. Tenemos que mirar más lejos, elevando la vista hacia la ciudad y también hacia las generaciones por venir. Menos retenciones, más impuestos al suelo y mejor regulación ambiental son su columna vertebral. La que nos permitirá dar respuesta a los grandes desafíos del momento: cómo construir un campo más amigo del crecimiento y la innovación, más comprometido con el trabajo digno y la equidad, y decidido a abrazar el desarrollo sustentable.

1. https://datos.bancomundial.org/indicator/NY.GDP.TOTL.RT.ZS

Por Roy Hora / Historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Investigador principal del CONICET y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Autor, entre otros libros, de ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe (Siglo XXI, Buenos Aires, 2018).

Fuente: Le Monde diplomatique