Un pelado de ojos achinados espolvorea harina en un tablón. Cuatro o cinco muchachos hacen bolitas de carne molida y las acomodan en fila. El morocho de buzo celeste revuelve la olla del tamaño de un bombo de cancha, lagrimea con el olor a cebolla que comienza a inundar el aire de este patio en Alberdi, y allá viene el dueño de casa, Roberto “Tito” Ponce —casado, dos hijas, dos nietos, 48 años al mando de Los Piratas, la barra brava de Belgrano de Córdoba—, trae en sus manos cajas de puré de tomate para la salsa.

“¡Che! ¡Eh, vos! Si estás cocinando no charlés”, manda a callar a uno. “¡No te apurés con la polenta que la vas a pasar como al arroz el otro día!”, ordena a otro. Después dispara una mirada fulminante a su nieto que juguetea entre los cocineros y pega dos o tres gritos para callar a los perros que ladran en la terraza. Nadie, excepto los canarios de las seis jaulas colgadas en la pared, se atreve a emitir un sonido ahora.

 —Disculpame, yo soy así, medio brígido. Me gusta que las cosas se hagan bien y con respeto.

En unas horas, 300 porciones de albóndigas con polenta serán repartidas en la villa Costa Canal, como cada martes y jueves, desde hace tres años. Tito le llama “olla corazón sin igual”, por una estrofa de unas de las canciones emblemas de la hinchada Pirata, y es una de sus actividades principales desde que se retiró de la conducción de la barra, en noviembre de 2021.

—Yo pasé hambre, viví bajo una planta, por eso hago esto. Lo hacemos con estos muchachos, a pulmón. No tiene nada que ver con la barra, no es política, solo le damos de comer a la gente —aclara.

Faltan tres días para que Belgrano juegue el partido que lo puede llevar de nuevo a la primera división y, sin embargo, Tito y su familia no estarán en el Gigante de Alberdi. “Si mis amigos no pueden ir a la cancha, yo tampoco entro”, dice. Una resolución judicial impide que su reducido grupo de seguidores, los mismos que ahora cocinan, ingresen al estadio. El contexto es una seguidilla de enfrentamientos con tiros y pedradas con el sector que conduce Lucas Pavón. Todo ante la mirada pasiva de Pedro Germán “Gitano” Minué, actual jefe de la barra y heredero de Tito.

En el comedor de su casa de barrio Alberdi. Foto: Darío Almagro
En el comedor de su casa de barrio Alberdi. Foto: Darío Almagro

 Los episodios de violencia se acumulan en un expediente que instruye el fiscal Guillermo González, quien considera que Ponce aún se resiste a dejar su lugar.

—Eso es un verso. Yo me retiré, dejé todo lo que tenía. Cuando dije que me fui, me fui. Pero no hay códigos, en este momento. Yo soy la historia, 48 años estuve en la barra, me gané el respeto, exijo que me respeten, que respeten a mi familia. No me gusta que escupan a mi hija, ni que apedreen a mi mujer y mis nietos.

—¿Por qué crees que se dan esas situaciones?

—Yo le dejé la barra al “Gitano” Minué, pero había otra persona que la quería para él, vos sabés quién es, prefiero no nombrarla para no darle entidad, no vale la pena —dice, en referencia a Lucas Pavón—, por eso empezaron los problemas. Pero no tengo que explicar por qué hago las cosas, elegí al “Gitano” y listo. Yo tenía todo esto —con las manos amontona el balanceado de uno de sus gatos que duerme sobre la mesa— e hice así —los aparta en señal de ofrenda—. Tres pibes nomás me quedaron (los nombra).

—¿Y los que fueron detenidos por disparar al bar donde estaban los que escupieron a tu hija?

—No, esos no tienen nada que ver. Son de Belgrano, pero no tienen nada que ver con la barra. Son pibes nuevos, amigos míos que me siguen, hicimos un grupo para ir a la cancha.

—¿Te cuidan?

—Si.

—¿Necesitás que te cuiden?

—Naaa. Me canso de sacarme fotos con la gente apenas entro al barrio. Hay muchos que les molesta eso, pero me lo gané con respeto, no metiendo el pecho, haciéndome el matón, como otros.

Con Diego Maradona, en 1994.
Con Diego Maradona, en 1994.

Desde que se retiró, Tito y su familia van a la platea del Gigante. En los dos primeros partidos, “El Gitano” Minué bajó de la popular para saludarlo, en señal de respeto. Después, ese pequeño equilibrio se quebró, cuando la facción de Pavón se alineó con la nueva conducción. En julio la gente de Minué insultó y escupió a la hija de Tito en la cancha. Ese mismo día, los de Tito fueron a buscar a sus rivales al bar que usan de bunker y les tiraron doce balazos. Hubo un herido y dos hombres fueron detenidos. 

La tensión creció hasta que, dos fechas atrás, el grupo que responde a Pavón corrió a pedradas a Tito y su familia en San Luis.Todo quedó filmado. Pavón, de remera flúor, conduce el ataque. Se ve a Tito levantar las manos y pedir: “Paren, paren”. Nadie paró. Uno de los cascotes fue a dar en la pierna de Olga Montoya, su esposa, que escucha cómo su marido responde a la entrevista desde la cocina de esta casa donde viven con una de sus hijas y sus nietos.

—Éramos quince pibes, mujeres y chicos. Todos me conocen como soy, en Talleres, Instituto, Racing, jamás le faltaría el respeto a una mujer, a una familia. Pelear, si, peleo. Si hay que pelear, peleo. He peleado para defender a la gente de Belgrano y para defenderme yo. Pero tengo códigos, esta gente no. A mí la gente me quiere, ¿vos viste alguna vez un barra brava querido por la gente?

Roberto Ponce tenía 16 años cuando se sumó a Los Piratas, en 1973. Dicen en la mitología celeste que fue “un pariente suyo”, uno de los primeros capos de la barra, quien lo llevó. “No, yo fui solo”, dice Tito, “eso es macana”. A los 64 años, a Tito le cuesta hablar de su infancia. Se resiste, da rodeos, dice “no me acuerdo”, hasta que al final suelta:

—Es doloroso. Yo estaba bastante solo. Mi mamá se fue a vivir a Buenos Aires y yo no quise ir con ella, me quedé con un tío que se llamaba Francisco, evangelista, pastor de Medea, andaba con la iglesia. Él me trataba bien, yo desde los once años le hacía de comer. Pero bueno, algunas veces me las tomaba, dormía en la calle, bajo una planta, pasaba hambre. Yo viví la vida, viví en la calle.

—¿Belgrano te sacó de la calle?

—No. Olga me sacó de la calle, porque yo era terrible también, no me drogaba, pero… era muy peleador. Olga me seguía, me traía a la casa. Son muchas cosas... Yo tomaba, hasta que pude estar unos cinco o seis años sin tomar, y ahí empecé a dejar. Pero no tomé casi nunca más.

Manuel Montoya, padre de Olga, fue uno de los capos de Los Piratas en la década del sesenta y setenta. Olga jugaba al básquet en Belgrano, tenía 14 años y Montoya vio en Tito —un chico alto, con aguante y suficiente calle— un buen candidato para cuidarla: “Me pidió que la lleve y la traiga de la casa a la cancha. Yo la tenía que acompañar, esperarla en el club, y volver con ella. Así nos pusimos de novio”, recuerda ahora.

En Los Piratas, Tito empezó tocando el bombo y lo hizo hasta que se convirtió en jefe, en 1980. Tenía la marca de bautismo de uno de los primeros jefes y le sobraba aguante. Desde entonces, Tito encarna (en cuerpo y nombre) la vigencia y el liderazgo, un caso único en el universo del fútbol, que logró apaciguar las tensiones internas en la tribuna de unos de los clubes más importantes del interior y con consenso, garantizar la seguridad en la cancha.

—¿Cuál es el secreto para durar tanto?

—Qué se yo, loco. Estar. Yo estuve siempre, siempre. Hasta junte plata, monedita por monedita, cuando no había ni para el agua mineral de los jugadores. Que no vengan a querer ser mis maestros, yo soy el maestro. Hace 48 años que estoy. Y estuve en todas.

—Supongo que también ese carácter brígido que decís que tenés.

—También. Más vale. Y poner el cuerpo. Yo tengo dos marcas de balas —dice y levanta el brazo para mostrar— una en un enfrentamiento con barra de Boca, ya ni me acuerdo.

El ocaso del Loco Tito: medio siglo en la barra de Belgrano. Tráiler 1

El sociólogo y antropólogo Nicolás Cabrera dedicó años de etnografía para reconstruir la historia oral de Los Piratas, con una visión profunda y compleja sobre el fenómeno de la violencia y la cultura del aguante, plasmada en artículos y en su libro reciente: “Que lo cuenten como quieran: pelear, viajar y alentar a una barra del fútbol argentino” (Prometeo). “Su misma corporalidad es un símbolo de la trayectoria individual y grupal. (Tito) es representado como un “loco” que ha “aguantado de todo”. Resiste al tiempo ya que con más de 60 años de edad –de ahí el mote de “el viejo”– sigue “bancandose” rituales de la hinchada que exigen una gran vitalidad y energía física: los largos viajes, “el agite” permanente para toda la puesta en escena de la hinchada, las negociaciones con la policía, dirigentes, jugadores, políticos y otras hinchadas y, obviamente, los esporádicos combates que involucran a la hinchada. También ha resistido todos los avatares institucionales y deportivos del club, como por ejemplo una quiebra y varios descensos de categorías. Pero lo más importante tal vez sea que él ha “aguantado todos los quilombos de la hinchada” y los ha sorteado con éxito, él ha vivido personalmente todos los combates y enfrentamientos que ha tenido la hinchada de Belgrano y ha sobrevivido durante casi 40 años de liderazgo”, escribe Cabrera.

Tito tiene muy presente el trabajo de Cabrera.

—Me acuerdo de él. Tocaba el bombo. En un partido en Santa Fe le quebraron la pierna. Se  bancó todo el viaje con la pierna rota en colectivo y yo le dije: la barra te va a pagar todo, porque ese es el código que tenemos, si alguien se golpea en un partido, la barra se hacer cargo, porque esa persona se pierde de trabajar después. 

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El estilo para conducir y ejercer el poder de Roberto “Loco Tito” Ponce es reconocido por hinchas de otros clubes, incluso por “colegas” de barras rivales. Cuenta Tito que Darío Cáceres, jefe de La Fiel, una de las barras de Talleres, fue a verlo cuando asumió la conducción.

—Quería hablar, quería ver cómo hacía yo, que le enseñara. Después él tuvo un problema de salud, estuvo internado y lo fui a ver al hospital. Todos los hinchas de Talleres hicieron un corredor para que yo pasara y ninguno me dijo nada, nadie me faltó el respeto. Lo mismo pasa cuando vamos a la villa. Una vez un hombre con campera de Talleres se me acercó y me dijo: “Tito, disculpeme, yo creo que estoy haciendo mal en venir acá con la campera de Talleres”. Y yo me dije: “No m’hijo, acá venimos a compartir y a dar de comer a la gente, venga con la ropa del club que usted es”. —después, el hombre que participó de todas las peleas, dice—: Yo creo que las broncas, las peleas, muchas veces no son de la cancha, nacen del otro lado, en la calle, en el baile. No es que vos vas a la cancha y porque si nomás te pones a pelear.

“Mirá donde vivo”, abre un brazo haciendo un paneo. “La gente cree que un jefe de barra es rico”. Lo que se ve: un comedor dominado por una mesa grande en la que ahora reposa uno de los gatos, y desde la que Tito suele grabar sus mensajes que luego difunde por redes; un mueble repleto de adornos, en la pared, un reloj de Belgrano y una foto suya con Maradona tomada en 1994. Una cartulina celeste que dice: “lo mejor de tenerte como papá, es que mis hijos te tienen como abuelo”.

En esa casa que, dice, nunca terminó de pagar, tiene cinco perros chicos, cuatro gatos, una decena de canarios y, en la terraza, su trabajo: un criadero de ovejeros alemanes.

 —Una vez gané un mundial de perros. Con Kimba, esa que está ahí, que no la vendo ni loco.

Ese es el dominio del hombre que fue el capo barra más antiguo, más perdurable, que sorteó el tiempo y los cambios más radicales que hicieron del fútbol un producto: una dictadura, nueve presidentes democráticos, el ascenso y caída de Julio Grondona, el hombre con el anillo de “todo pasa”. Todo pasaba, pero Tito seguía.

Ahora, en su ocaso, dice que solo quiere dedicarse a su familia.

—¿Dónde vas a ver el partido del lunes?

—Acá, en mi casa, con los chicos.