Terminé el secundario y se me ocurrió comprarme una moto. A mí madre no le gustó la idea, pero argumenté que sería para ir a la facultad y visitar algunos amigos del barrio. “Vueltitas cortas, ma”. Tenía ahorros, había pintado algunos departamentos y no gastaba en alquiler ni en nada que me alejara de mi sueño. Soñaba con la moto, soñaba en realidad con sentirme libre, grande e independiente. Empecé a ver algunas, todas viejas y descoloridas con olor a nafta y aceite, pero hermosas. Mi madre empezó con sus maniobras destinadas a desalentar mi entusiasmo. Pero yo estaba decidido, la moto era libertad y cuando uno no sabe lo que quiere siempre piensa en la libertad, en la ruta y el horizonte, la aventura empujada más por el entusiasmo de escaparse que el de llegar a algún lugar.

Mi madre dijo que si me compraba una moto me esperaría despierta cada vez que la sacara de noche. Me había hecho una jugada maestra en el tatetí de la convivencia. Me encerró. Imaginarla despierta y con el deshabillé puesto sentada en el borde de su cama, me desanimó. Por lo visto algunos sueños son negociables y la libertad era otra cosa. Y de esa manera, sin haberme subido nunca, me bajé de la moto sin un raspón.

Seguí en busca de mis ruedas y me compré mi primer auto. Un Falcon modelo 74, blanco, chocado y con los asientos destruíos. Pero era mío y tenía un gran tubo de gas en el baúl que me permitiría irme a todos lados. “Eso va a explotar en el garaje, es un peligro”, gritaba mi madre.

El anterior dueño tuvo la amabilidad de llevarlo hasta mi casa y dejarlo adentro. Yo no sabía manejar. Había tenido algunas clases teóricas y prácticas con mi padre, los sábados a la mañana, pero él no mostraba mucha predisposición y como lo veía cada quince días no quería que me retara por el embrague, las marchas y que me dijera a cada rato: “Tenés que escuchar el motor”.

El Falcon estuvo guardado en el garaje un año entero. Algunas noches me subía, encendía la radio y un cigarrillo. Era como viajar, era el rey de una ruta sin asfalto, me faltaba el paisaje y una novia y todo hubiera sido perfecto, pero eran tan sólo detalles. “Qué hacés fumando ahí”, decía mi madre y rompía el encanto. Al poco tiempo se quedó sin batería y las gomas se fueron desinflando.

Hasta que un domingo me puse en movimiento. Saqué el gato hidráulico y retiré la primera goma y la hice girar más de veinte cuadras hasta la gomería. Lo mismo con las cuatro, me llevó el día entero. Al domingo siguiente, a la mañana, llevé la batería a un taller para que le dieran carga. Esa noche y después de controlar el agua y el aceite le di arranque. No podía creer que encendiera. El garaje se llenó de humo y mi madre empezó a gritar que abriera el portón que nos íbamos a morir asfixiados culpa de esa batata. Adoré ese auto. Todos los domingos a la mañana lo sacaba, iba a dar una vuelta al Parque Sarmiento y a la Ciudad Universitaria. Así aprendí.

Mi segundo auto fue otro Falcon. Más nuevo, verde metalizado y sin tantos detalles. También tenía tres marchas al volante y el asiento entero. A diferencia del primero, tenía reacción y cada vez que pisaba el pedal del acelerador sentía un pequeño golpe por de envión, mí autopercepción era que manejaba un Audi, pero a juzgar por la cantidad de bocinazos que me tocaban se seguía tratando de un Falcon lento.

Desde el primer momento sabía que era necesario ponerle gomas nuevas, las que tenía podían durar unos meses, pero no mucho más. Le compré dos usadas e hice dibujar las otras. Una mañana pinché la izquierda delantera, la cambié bajo la lluvia y fui a la gomería para hacerla parchar. Me dijeron que no servía más, tenía un corte en el costado que lo había herido de muerte. “¿Y si la vulcanizamos?”, pregunté. Ya tenía muchos vulcanizadas, me dijeron, esa goma iba derecho a la basura o a ser cantero. Compré una goma usada que era de otra marca y de distinta medida, era para lo que me había alcanzado y pasó derecho a ser la de auxilio. Esa misma tarde se pinchó la otra rueda delantera, la derecha. Anduve varios meses sin auxilio y con una goma más flaca que el resto. El auto se lo vendí a un hombre que hacía salames en traslasierras, somos amigos de facebook, el auto sigue hermoso y noté que tiene buenas gomas, algo que nunca pude darle.

Años más tarde, una madrugada de invierno, golpearon la puerta de la casa en donde vivíamos con Carolina. Me levanté de un salto, Carolina ya había prendido la luz del velador y me miraba confundida. “¿Quién es?”, pregunté. Era la policía que preguntaba si era el dueño de un Clio negro. “Sí”, contesté. “Le han robado las gomas, señor”, dijo el policía. Di las gracias y volví a la cama. Carolina había escuchado la breve conversación. Me metí debajo de las colchas y empezamos a quejarnos, cuando una pareja coincide en una queja que no tiene que ver con el otro se arma un momento muy parecido al amor. A la hora y media y con los primeros rayos del sol, decidimos ver el auto. Salimos emponchados y con el mate. ¡Qué espectáculo!. No tenía ni una goma, el auto al ras del piso parecía un grillo aplastado por un zapato. Compramos cuatro usadas y unas llantas horribles.

Después vino el Fiat, fue una buena idea porque en realidad el que había venido fue nuestro segundo hijo y necesitábamos más espacio. Nos fuimos de vacaciones, le compramos dos neumáticos nuevos y unas tuercas antirrobo. Íbamos a hacer muchos kilómetros y nos daba seguridad la idea de llevarlo bien calzado, como se dice. Fuimos y volvimos sin problemas, el viaje fue largo y por momentos eterno cuando nuestro pequeño hijo subía el volumen de las canciones de la granja y me pedía que cante "yo tengo un tío que es veterinario". A una de esas gomas la reventé contra el filo de un cordón.

Hoy, y luego de pensarlo mucho o mejor dicho dilatarlo, le pusimos dos gomas nuevas al auto. Las delanteras no daban más, no se veían los alambres, pero le faltaba poco. Averigüé precios, opciones de pago y marcas, incluso fui sin que Carolina lo supiera hasta una feria donde vendían neumáticos viejos y pintados de negro carbón. A las gomas había que cambiarlas sí o sí. Se venía el tarjetazo, así que empecé a reducir los gastos. Los calzoncillos siempre pueden esperar y las zapatillas también. Ahorrar es imposible, los gastos aparecen por todos lados como cucarachas, lo único que podía hacer era intentar bajar los consumos, alivianar la tarjeta para darle duro con el tema de las gomas. El sábado a la mañana fuimos todos juntos a un local de neumáticos en Fuerza Área al 3900. Compramos unas nacionales. Nos atendió un tal Mauricio que nos hizo pasar a un barcito que tiene una máquina que expende café y chocolates. Nos sentamos los cuatro y comimos unas galletitas. Le dije a Carolina que eso computaba como una salidita de fin de semana. Nos reímos. Los chicos tomaron chocolatada y nosotros café.

Miré cómo le cambiaban las gomas al auto desde atrás de un vidrio. Tan diferente a todas las otras veces que siempre fueron gomerías viejas, al costado de una ruta, con viento y frío y entregando billetes arrugados por algo que me sacaría de apuros pero que me metería pronto en otros. Ya no pienso en la libertad ni en las ganas de subirme a una moto para perderme en una ruta, ahora pienso en otras cosas, y a veces ni sé en cuales, pero mientras veía a los chicos correr por el local y a Carolina leer el diario sosteniendo su café, supe que el tiempo se pasa volando, pero a veces necesita gomas nuevas.