A finales de octubre de 2020 asistimos a un episodio que tan solo unos meses atrás hubiese resultado impensable: la Real Academia Española (RAE) introdujo “elles” en su Observatorio de Palabras. Según el organismo, elles se refiere a “un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes puedan no sentirse identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes. Su uso no está generalizado ni asentado”. La incorporación en el Observatorio se viralizó como un visto bueno hacia el avance del uso del lenguaje inclusivo en nuestra comunidad. Pero la celebración duró muy poco y las reacciones no tardaron en aparecer. La RAE acabó retirando el término para “evitar confusiones” dejando abierta la posibilidad a “futuras valoraciones”[1]. Pero, ¿qué tipo de operación es esta que introduce un término observable y vertiginosamente lo borra del campo semántico? ¿Cómo es que la RAE dejó de observar aquello que había identificado como una unidad observable? ¿Qué “confusiones” son las que habría que evitar?

Si, como afirma Donna Haraway, importa qué historias crean mundos, qué mundos crean historias, podríamos preguntarnos ¿Qué mundos estamos construyendo quienes alzamos la voluntad de inclusión a través de la lengua? ¿Quiénes nos inter-constituimos a través de las prácticas de lenguaje inclusivo? ¿Qué cuerpos traemos a escena cuando abrazamos la exigencia de la inclusión a través del lenguaje?, mejor aún, ¿Quién entra y quién sale en esta operación contenciosa de la lengua? ¿Qué es lo que estamos haciendo cuando damos la bienvenida a todes? ¿Podríamos pensar el lenguaje inclusivo como una política democrática radical?

Para incursionar en estas preguntas quizás resulte conveniente introducir al menos dos cuestiones. En primer lugar, los actuales debates en torno al “lenguaje inclusivo” tienen lugar en un escenario de creciente movilización feminista internacional. En tal escenario, el sujeto político “mujer” ha demostrado su extraordinaria capacidad aglutinadora y movilizante. Al mismo tiempo, en algunas regiones su desontologización/desustancialización ha permitido expandir las fronteras corporales del feminismo haciéndolo expresivo para travestis, transgéneros, no binaries, maricas, lesbianas y un amplio etcétera que muestra la radicalidad democrática del movimiento. En este escenario el “lenguaje inclusivo” tiende a promoverse como una narrativa civilizatoria que anuncia la retirada de convenciones lingüísticas hetero-cis-patriarcales y ofrece una versión redentora, cuando no superadora, de la comunicación necesaria para una sociedad de avanzada. Sin embargo, los diferentes usos de “todos/as”, la x o la e (a veces para incluir feminidades, a veces como tercer género, a veces como un nuevo universal pangenérico inclusivo…) nos indican que el “lenguaje inclusivo” es una superficie de conflictos en el interior de los feminismos y los movimientos de disidencia sexual y de género. ¿Es el lenguaje no-sexista tan solo un modo de visibilizar a las mujeres cis-género? O ¿podría el lenguaje no-sexista volverse un mecanismo incisivo que ya no tome la diferencia sexual como referente de sus enunciados?

Una selección de escritos acerca del lenguaje “inclusivo”
Una selección de escritos acerca del lenguaje “inclusivo”

En segundo lugar, es obligatorio co-textualizar el desarrollo de un contra-movimiento autodenominado “contra la ideología de género”. Esta contraofensiva insiste en el retorno a un estado societal heterocispatriarcal que se opone a derechos sexuales y (no) reproductivos, la educación sexual, la despenalización del aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo y el reconocimiento de la identidad de género. Su oposición a una comprensión fluida del género es paralela a una rancia defensa de la diferencia sexual como evidencia natural inevitable. Bajo este contexto, el “lenguaje inclusivo” es denunciado como aberración ideológica y síntoma de la decadencia nacional-civilizatoria. Si consideramos la lengua como un acuerdo social, aquí las políticas del lenguaje inclusivo disputan la firme reproducción de la estructuración del género a través de prácticas lingüísticas. Esa disputa, en tanto posibilidad, es la de abrir un nuevo código sexo-semiótico capaz de alojar las entidades vivientes de comienzos siglo.

Un presunto universal no-marcado

Un primer capítulo de esta historia política lo encontramos en la crítica feminista que emerge en los años setenta para denunciar las marcas masculinas de nuestra lengua castellana. Esta objeción apunta a un conjunto de operaciones mediante las cuales nuestra lengua se presenta como “neutral” pero reuniendo sucesivas referencias hacia los varones y negando a las mujeres. Cuando las feministas abrieron el “todos” para interrogarse dónde estaban las mujeres, cientos de relatos, incluidos algunos revolucionarios, volaron por los aires. Al hacerlo, avanzaron hacia una comprensión de la lengua como una tecnología de gobierno del género. Esto permitió disputar tanto la exclusión como la subordinación moral, biológica y jurídica de las mujeres. Jerarquizaciones que la propia lengua arrastra y actualiza al tomar como referente privilegiado a los varones. Aunque este análisis crítico ha sido ampliamente difundido, menos conocido es que fue una argentina, Delia Suardíaz, una pionera en problematizarlo en 1973. Suardíaz analizó el modo en que las mujeres estaban ausentes en diversos usos sexistas de la lengua castellana y apostó a la necesidad de un cambio lingüístico.

Qué historias crean mundos

Un segundo momento, precipitado en los últimos años, es el que se desprende como crítica cuir y trans a los esencialismos. Aquí ni un sexo, ni dos sexos —ni todos, ni todos y todas— pueden ser la condición fundante de un “lenguaje inclusivo”. Tales usos advierten que el lenguaje es finito y reduccionista en sus marcaciones masculinas o en su dosis de visibilidad femenina. Pero también advierten que es la propia lengua la que permite interferir en algunas certezas con las que nos manejamos, en esa suerte de “seguridad ontológica” mediante la cual tendemos a percibirnos como varones o mujeres. El cuestionamiento se dirige hacia la limitación de la bicategorización del género tratando de traer a escena variaciones que son irreductibles a la comprensión hetero-centrada. El uso de la x y la e insiste en la indecidibilidad del género, en la imposibilidad de reducirlo a dos categorías estables, en la multiplicidad de experiencias que habitan los cuerpos que han amortiguado los resortes disciplinarios de la diferencia sexual. El uso de la e también es favorable a una comunicación contra-capacitista puesto que puede interferir tanto en la escritura como en la dicción, incluida la de softwares lecto-parlantes de pantallas. La nuestra es, fundamentalmente, una disputa por las convenciones lingüísticas con las que vamos a pensarnos en comunidad.

De carácter efímero, al menos durante unas horas, para la RAE pareció ser posible, vivible y deseable habitar modos disidentes ante la diferencia sexual. Una bi-anatomía que María Lugones comprendió como propia del sistema moderno-colonial del género. ¿Acaso la sucesiva interferencia del lenguaje inclusivo no podría pensarse como una práctica descolonizante de dicha diferencia sexual al trastocar su sedimentación en las normas gramaticales? ¿No es eso lo que está en juego al profanar las normas generizadas de la lengua colonial? Una lengua que históricamente desestructuró complejas redes de sentipensares indígenas al tiempo que desplegó, tomando como eje el dimorfismo sexual, una grilla de ubicación para los cuerpos visibles y no visibles de la modernidad colonial. Querámoslo o no, la apuesta por un “lenguaje inclusivo” nos obliga a posicionarnos políticamente en el uso de una lengua que ideológicamente se presenta como pre-política y neutral pero cuyas raíces son coloniales y biopolíticas.

Cuando damos la bienvenida a todes tomamos distancia de una presunción normativa del género que ofrece una bipartición del público en “varones” y “mujeres”. Esta apuesta política quizás ha sido la menos comprendida por quienes ven en los usos de “todes” una nueva invisibilización de las mujeres cis, operación que según algunos marcos jurídicos podría ser imputada de inconstitucional. Pero no se trata de anteponer la visibilidad trans a la de las mujeres cis, sino más bien de asumir la imposibilidad de contener a través del lenguaje las múltiples experiencias para con el género y la sexualidad. No se trata tanto de lograr una nueva versión acabada de la lengua castellana como de introducir fisuras en las convenciones lingüísticas mediante las cuales versiones normativas del género perviven y se actualizan. El “lenguaje inclusivo”, en tanto inclusión total, es sencillamente una imposibilidad. Antes que inclusivo, este es un lenguaje incisivo. Como tal, incita a la sucesiva expansión de los límites con los que vamos a comprender la inclusión. Una micropolítica de la lengua está en juego y labor.

Referencias bibliográficas

Haraway, D., Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, Buenos Aires, Consonni, 2019.

Lugones, M., “Colonialidad y género”, Tabula Rasa, nro. 9, julio-diciembre de 2008, pp. 73-101.

Suardíaz, D., El sexismo en la lengua española, edición y notas de J. L. Aliaga y E. Burgos, Zaragoza, Pórtico, 2002.

[1] https://www.pagina12.com.ar/303082-la-rae-saca-elles-de-su-observatorio-de-palabras