La cuestión del “padre” ha adquirido en nuestra época un nuevo matiz. Desde que “el patriarcado” como sistema de valores occidental fue puesto en cuestión, el padre, sustento de ese sistema, ha caído en detrimento. De hecho, ese proceso complejo que se resume en el sintagma de “la caída del patriarcado”, se extiende sobre el sentido común como la simple impugnación al lugar del padre. “Matar al padre” en un sentido simbólico, se ha convertido en uno de los leit motiv precursores de las mentadas deconstrucciones de toda una generación de la crítica en el arte, la literatura, la intelectualidad política, etc. Es incluso puesto de manifiesto por Freud, por ejemplo, cuando escribe tanto su complejo de Edipo, como su mito del padre de la horda primordial. En la Otra escena del inconsciente la función del padre se cumplimenta en su muerte o en su ausencia.

Del hijo del padre muerto, o el padre que muere, podemos extraer maravillas literarias como La invención de la soledad de Paul Auster, Patrimonio de Phillippe Roth, incluso, Mi libro enterrado de Mauro Libertella a nivel local. Escribir sobre el padre, arreglar cuentas con él, se convierte en un camino de iniciación a la escritura, y a ciertos modos de asumir los vínculos con el otro sexo; devenir un hombre.

La reedición de El Río Negro del chaqueño Mariano Quirós vuelve a traer al imaginario actual esta cuestión del padre y el hijo. Célula mínima del universo literario masculino desde un Hamlet de Shakespare o de la Carta al Padre de Kafka, por ejemplo, en adelante.

Un padre, un hijo, un río pútrido y el límite de las cosas. Una novela perturbadora entre la belleza y la podredumbre, entre el policial y el humor negro. Reeditada por Tusquets
Un padre, un hijo, un río pútrido y el límite de las cosas. Una novela perturbadora entre la belleza y la podredumbre, entre el policial y el humor negro. Reeditada por Tusquets

En estos relatos del estilo “un padre muere…”, podemos ver que el padre como personaje ingresa a la escena como una figura que tiene tintes sagrados. Su muerte, o la inminencia de esta, obligan a estos otros personajes, los hijos escritores, a arreglar cuentas con él, pagar sus deudas, a vengar sus oprobios.

Pero este duelo del y con el padre implica no solo reconocer sus excesos y sus aciertos, sino los sentimientos ambivalentes que ha producido su figura: odiado, amado, admirado, temido, ninguneado, etc. En esa especie de expiación religiosa que se produce a lo largo de la escritura, se juega algo así como una herencia simbólica, una iniciación que recuerda, como dijimos, a esa versión freudiana del padre de la horda primordial y la fraternidad de los hermanos: una vez asesinado el padre despiadado que no dejaba a sus hijos vincularse y gozar de las mujeres del grupo, en lugar de desaparecer para siempre, se hace presente en ellos en forma de ley, de límite y de repartición de los goces. Si antes solo él gozaba de las mieles del sexo, ahora cada uno tendrá su parte, pero solo una parte.

Bajo esa atmósfera cambiante de idealización (tanto por el positivo como por el negativo, según la novela que elijamos) lo cierto es que todas las obras del estilo “un padre muere…” son un esfuerzo por dar una nueva versión de él que permita una transmisión y un nuevo inicio para el protagonista.

Pero, si el padre muerto, fruto de toda una tradición religiosa y de una literatura nostálgica nos retrotrae al esquema de la tragedia, quisiéramos comentar la reciente reedición de Río Negro de Mariano Quirós como su farsa.

La primera distancia que Río Negro propone contra esta versión más trágica del padre (y el vínculo con su hijo) es que aquí el padre está vivo. No solo está vivo, sino que no tiene ninguna intención de morirse y no solo eso, sino que está presente, todo el tiempo: en la casa, fumando porro, escribiendo y observando a su hijo a quien desprecia. Esa presencia absoluta que lo convierte además en el narrador de la historia es lo que primero incomoda de este relato.

Si la versión simbólica del padre se juega entre ausencia y presencia- siempre ausente cuando se lo invoca (oh! Padre porqué me has abandonado) y presente cuando se lo quiere obviar- esta presencia constante, o esta ausencia en presencia en la que la atmósfera del porro lo coloca, no convoca más que a catástrofes.  

La segunda distancia con la que nos encontramos es una imposibilidad frente a esa herencia que parece estar en juego en los demás relatos. El libro comienza con la siguiente frase del protagonista: “Si bien mi padre nunca fue un hombre dado a ofrecer consejos, lo cierto es que yo nunca me tomé el trabajo de pedírselos”. Esa mínima genealogía frustrada desde el inicio, implica una especie de corte abrupto en una transmisión sutil, que no tiene nada que ver con los estereotipos de lo que un padre debe hacer, sino con las particularidades que rodean ese vínculo.

Si el hilo del relato es “un padre se queda solo con su hijo por unos días entonces…” ya desde el inicio vemos que todo allí ya está truncado. No porque sea esperable o ideal que un padre de consejos, o que en otras obras del estilo “padre muere…” el consejo juegue un papel esencial- incluso ese silencio del padre sobre algunas cuestiones, muchas veces puede ser productivo, enigmático y potente- sino, porque en este caso, el silencio del padre implica una forma de desamparo absoluto.

El protagonista del libro navega por su propia paternidad sin ninguna brújula, en una especie de sopor continuo, en una desidia solo frenada por la presencia de Ema, su esposa y la madre de Miguel, cuyo viaje inesperado desencadena toda la farsa.

Esta circunstancia forzada de “pasar más tiempo” con Miguel se convierte para el padre en un imperativo: convertir a su hijo adolescente en un hombre. Sin ánimo de spoilear la novela de reciente aparición esta vez por Tusquets Editores, lo que quisiéramos poner de manifiesto es la vigencia: la novela retrata todos los intentos fallidos de un padre por responder a diversos modelos perimidos sobre lo que significaría no solamente actuar como un padre, sino actuar como un hombre. De hecho, podríamos decir que la novela, sin responder, plantea un panorama y algunas preguntas de suma actualidad: ¿Qué lugar para el padre hoy? ¿Cómo devenir hombre en este contexto?

El personaje que construye Quirós es un verdadero zombi de modos perimidos, de antiguos modelos de padre. Un padre completamente aplastado que se propone reencarnar o resucitar diversos estereotipos de transmisión que supone como aceptables, culminando en una grotesca caricatura de ellos. Y en su intento por recobrar ese lugar que nunca estuvo, va tocando todas las formas de la “degradación de la vida amorosa” que alguna vez Freud expuso en una de sus conferencias, llegando a un patetismo de sí con una alta carga de cinismo. Esta inversión, esta caída total de la figura nos devuelve entonces al asesinato. Como una forma perversa (Lacan jugaba con la homofonía de “per” con “pére”), si la muerte del padre permitía en la horda una detención del asesinato y el reparto de un goce que no será nunca una satisfacción total y completa, sino acotada y mediada siempre por y con el otro, la novela se mete en la brecha abierta que termina desencadenando un goce perverso ligado a la violación, el asesinato, y el sopor de las adicciones.

Si en las novelas del tipo “un padre muere…” este aparece como una metáfora de transformación, de iniciación, el paisaje del Río Negro, alguna vez luminoso, pero que ahora es un lugar contaminado, podrido, y que parece tragarse y degenerar todo, funciona como la metáfora de una no metáfora: un tragadero (haciendo alusión a la otra novela de Quirós).

Igualmente, el tema queda abierto, la potencia de Río Negro reside en su no vuelta atrás; cualquier intento por subsanar esa caída puede ser terrible. Pero la pregunta subsiste: ¿Qué significa hoy devenir padre?