La pregunta quizás no merezca respuesta. Lo sabemos: el amor no precisa explicaciones. 

Pero acá hablamos de un amor distinto. No se trata de una persona, o dos, amando a otra, la postal habitual de todo idilio. Acá se trata de millones con su corazón conquistado. Millones que encarnan un amor colectivo que no encuentra analogía en la historia de la humanidad. 

La humanidad. Esa que ha creado seres mitológicos e imaginarios que después alabó ya quienes les construyó templos costosísimos y milenarios que brillan de oro y plata. Pero acá se trata de un morochito de Villa Fiorito con una altura por debajo del promedio y con excesos que salen de lo aceptado y permitido.

Entonces, ¿por qué amamos a Maradona?

La respuesta a este romance irracional podría ir por el lado más lógico: el fútbol. Porque es el mejor de la historia, porque sus condiciones atléticas fueron arte sinfónico, porque nos hizo campeones del mundo y nos llevó a otra final caminando en una pierna. Esta respuesta sería simple: lo amamos porque nos hizo felices jugando al fútbol.

Pero no. Quienes amamos a Maradona lo amamos por otra razón más. Lo futbolístico es importante, claro. Pero hay otros motivos para nuestros deseos de abrazarlo y mantenerlo inmortal. Y esos otros motivos, qué paradoja, están fuera de la cancha. E incluso, están fuera de las luces que encandilaron su vida para dejarlo siempre desnudo, imperfecto y demencial. Esos otros motivos, mínimos, aislados, son miles que permanecen ocultos. 

Ocultos y en cadena. Una cadena de hechos menores, pequeños, olvidados y desconocidos que cuando salen a la luz confirman: Amamos a Maradona por lo que hizo con nuestras vidas.

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Lo aman aquellos que vivieron historias insignificantes y olvidables para los grandes escenarios, pero eternas para quienes las protagonizaron. Por caso, para ellos, un grupo anónimo de bomberos voluntarios olvidados en la noche. El Diego acababa de ganar el Olimpia de platino como mejor deportista del Siglo. Todos los flashes apuntaban a él, que era erigido una vez más como deidad y en donde se sintió tan incómodo. Yo no soy ejemplo ni para mis hijas, decía, y escapaba en su auto polarizado. Pero en el escape frenó la marcha en medio de la calle al verlos a ellos, los bomberos voluntarios de Quilmes. 

Se bajó del auto ante el silencio atronador de los hombres vestidos para combatir el fuego. Muchachos, les dijo, formemos como un equipo. El deportista del siglo, que huía de las cámaras, posó con los bomberos sintiéndose uno más, y haciendo de los hombres de casco el día más inolvidables de sus vidas. Insignificantes historias que se guardan como tesoro.

Del Instagram de proyectopelusa

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Esas historias, que llegan a de a cientos alrededor del mundo y que parecieran ser hechos menores por la condición ¿humana? Del 10, se encuentra en los momentos más importantes de un mortal. Como le pasó a Iván, el pibe cordobés, periodista y con Síndrome de Down que a sus 19 supo que el Diego venía a Córdoba para un partido homenaje. Lo buscó por cielo y tierra. Se metió en el hotel, esquivó a guardias y vigilantes y llegó a donde estaba él, que no dudó un momento en hacerlo pasar a su guarida. Adentro de la habitación, el Diego le habló a Iván, un desconocido de 19 años, como si fueron amigos de toda la vida. Hablaron del Potro Rodrigo, se sacaron fotos y le firmó la camiseta de Boca. Para Iván fue lo más importante de su vida. Para los padres de Iván también: “Estaremos siempre agradecidos por ese gesto de humildad que realizó Maradona al recibir y atender especialmente a nuestro hijo -supieron relatar-. No existe día en que Iván no nos sorrenda con su comportamiento, como el día que dijo haber estado con Maradona y nadie le creyó hasta que vimos por la radio y la televisión que era realmente cierto. Hace 20 años la palabra INCLUSIÓN no existía y les aseguro que las personas con discapacidad eran muy marginadas. Por eso, ese gesto de Diego quedará por siempre en nuestra memoria”. Hace 20 años la palabra INCLUSIÓN no existía y les aseguro que las personas con discapacidad eran muy marginadas. Por eso, ese gesto de Diego quedará por siempre en nuestra memoria”. Hace 20 años la palabra INCLUSIÓN no existía y les aseguro que las personas con discapacidad eran muy marginadas. Por eso, ese gesto de Diego quedará por siempre en nuestra memoria”. 

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A fines del año 2005 Facundo estaba con su madre y su hermano en la inauguración de un comedor comunitario en Villa Fiorito y el invitado principal era el hijo dilecto del barrio. La pregunta era una sola: ¿vendrá realmente el Diego? 

No sólo fue, sino que además se enteró que entre los presentes había un joven de 19 años con una seria enfermedad. Ese joven era el hermano de Facundo. Tres tumores en la cabeza y dos en la médula le estaban poniendo fin a su vida. Diego pidió conocerlo. Y Facundo hoy recuerda aquella escena y su emoción deja de ser suya para ser del mundo maradoniano: 

“Yo vi cómo abrazó a mi hermano, después a mí y por último a mi vieja. Mientras abrazaba a mi vieja, el Diego se puso a llorar como un nene.  Muchos años después, en el velatorio de Don Diego, el Diego le preguntó a un familiar qué había sido de la vida de ese chico que abrazó en Fiorito. Sí, años después seguía recordándolo. Escribo esto y lloro. Ese día entendí que el Diego fue mejor persona que jugador. Gracias D10s porque le diste a mi hermano uno de los días más felices de su vida”

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Historias increíbles e inesperadas, como la que vivió Franco y todo el pueblo de Alejandro Roca, al sur de Córdoba. Habían pasado 6 meses meses del primer doping positivo en el Nápoli y el Diego era un barrilete suelto y sin destino. Y en ese sin destino, en la cumbre del mundo del fútbol y de la polémica, el mejor de todos los tiempos aceptó ser padrino de confirmación de una joven a la que ni conocía. Cosas únicas del Diego, siempre tan extremo. Siempre al límite.

Formó parte del acto religioso y se quedó en el pueblo visitando el club, la radio y el bar. Para un vecino de Roca, “verlo fue un choque emocional terrible. A esa persona que veíamos tan imposible la teníamos en nuestro pueblo. Todos fuimos maradonianos”. Mariano Morero, periodista del lugar, recuerda también que el Diego se puso la camiseta del club del pueblo y se convirtió en uno más: “Nuestros rivales no sabían que Diego estaba en Alejandro y cuando lo vieron entrar a la cancha se volvieron locos. Le alcanzamos la pelota para que la domine, la tiró para arriba, se la puso en la frente, pero le costó tenerla y nos dijo: ´Chicos, esta pelota está ovalada´”.

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Historias desconocidas en lugares remotos donde el Diego buscaba la paz que no tenía. Historias que se reproducen por decenas. Bien lo sabe Coti, que trabajaba en un campo en General Rodríguez, en la provincia de Buenos Aires. Coti apenas tenía 22 años y se cruzó con un Diego que escapaba de todos. O de casi todos. Porque con Coty se hicieron amigos y el Diego le dijo: venite a jugar al golf conmigo.  No sabe por qué, pero el Diego quiso ser su amigo. “Yo no jugaba al golf. El Diego se reía porque hacía una bien y dos mal. En un momento  yo estaba muy nervioso y él me dijo: “pibito, tranquilo, no te ve nadie”. Y yo le respondí: “¿Cómo que no? Me está mirando Maradoooona!!!”.  Me quedo con su humildad, sus ganas de todo. ¡Era un Marciano!

Fue Coti también quien relató el día de la foto inmortal:  de repente aterrizó un helicóptero de donde bajó Eric Manasse, un empresario italiano que traía especialmente la carta del Gobierno de Grecia para que el Diego prendiera en Atenas la llama olímpica y diera comienzo a los Juegos. Diego estaba tan feliz, lo veía como una reivindicación. Fue algo mágico, nos pusimos a saltar y puteó a la FIFA varias veces. Conocí a la persona por detrás de la leyenda y era un capo total! Generoso, bueno, humilde. 

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Ana había perdido a su esposo hacía 6 años. El único amor en la tierra que le quedaba, aseguraba, era el  Diego. Y un día lo resolvió: "mis ahorros los voy a usar para ir a conocerlo". Se hizo dos camisetas que decían: "Te busco Maradona. Soy Ana Parra de Mar del Plata”. Las casacas llevaban la foto del 10 y el globito de Huracán. Enfundada en ella, Ana viajó con su hija durante 22 horas en un avión que las depositó en Emiratos Árabes Unidos. 

Mientras Ana andaba tras su búsqueda, un pibe con la camiseta de la selección argentina en el corazón del mundo árabe le preguntó qué andaba haciendo por allá. Lo vine a buscar al Diego, dijo Ana. El joven le pidió que lo esperara . Buscó el hombre en cuestión y le dijo: 

—Diego, estoy acá con una señora enferma que vino a conocerte desde Mar del Plata.

El 10 ni dudó:  

— Andá a buscarla. 

Ana después contó cómo fue aquel encuentro: Me recibió con los brazos abiertos. Me dio tantos besos y abrazos. Estuvimos un montón de tiempo charlando. Él quería que me quedara más y yo lo bromeaba y le decía ‘¿qué querés? ¿que vaya a preparar una tortilla de papa a tu casa?’ y él se reía. A Diego le llamó la atención que caminara lento y medio rengueando, por lo que le expliqué que tenía puestos 4 stents. Pero para cargarlo le di a entender que caminaba así porque no tenía unas zapatillas como las de él. ¿Y qué hizo después? Me mandó de regalo unas zapatillas número 38 a mi hotel para ver si me servían para caminar mejor. Diego me abrazaba y me apretaba mucho. A cada rato me decía ‘te tenés que cuidar’. Estoy convencida de que eso le decía a su mamá. 

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El recuerdo, como refugio de memoria, de Pedro Brendel, va mucho más lejos. A inicios de los 90, cuando lo mejor de la historia del Napoli había pasado, el Diego y toda la familia decidieron veranear en el ignoto balneario Marisol, en la costa bonaerense:  tranquilidad y lejanía del ruido y el infierno.

Maradona atravesaba una de sus suspensiones por doping y no podía jugar ni partidos a beneficio. Pero, fiel a su costumbre, cuando lo invitaron a colaborar con el “Centro de Día de Tres Arroyos”, un centro de ayuda a discapacitados que estaba a 80 kilómetros de aquella playa, fue el primero en ponerse los cortos.  Diego era uno de los 11 de Marisol y enfrentaba a Mercado Los Tigres. El mejor del mundo, de la historia, jugando con dos equipos de barrio.

Aquí interviene Pedrito Brendel, un pibe con síndrome de down al que Diego había conocido en un comercio y a quien invitó al partido. Pedrito no le aseguró su presencia:

—le tengo que preguntar a mi mamá cuál fue su razón.

No hizo falta que Pedrito preguntara. El mismo Diego fue a la casa, tocó la puerta, pidió el permiso correspondiente y la vieja de Pedrito dijo que bueno, pero que Pedrito se tenía que bañar.

— No hay problema señora -dijo el Diego—. Lo espero. 

Al rato los dos viajaron juntos hacia la cita, Diego manejando, Pedro sentado en el asiento de acompañante. Jugaron el partido, juntaron los fondos para el centro de día Caminemos Juntos y a la noche metieron cena show donde comieron un asado, el Diego cantó Cucusita y llorando les dijo: “Acá hay gente que trabaja para los discapacitados, que muchos creen que son inferiores, pero eso no es verdad”. 

Muchos años después de aquella noche histórica, Pedrito comenzó a asistir al centro de día Caminemos Juntos, el que Maradona había ayudado a crear. Aquel niño amigo del Diego murió en 2019. El salón principal del centro que lo contuvo hasta su muerte se llama Diego Maradona. 

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Totoras es un pequeño pueblo santafesino que en aquella época no llegaba ni a los 10 mil habitantes.  Hernán era arquero del club Unión de Totoras y en una madrugada de junio de 1994, por un accidente, perdió la posibilidad de volver a caminar. Un año después, en 1995, a este ignoto Totoras, el pueblo de Hernán, llegó el hombre más mentado del mundo a jugar un picado para el club del pueblo, el club en el Hernán había sido arquero hasta que un accidente cambió el destino.

 Hernán recuerda, hoy, cada momento: “Mi corazón latía a mil por hora y mi boca había quedado paralizada por los nervios. Nunca me voy a olvidar tu entrada a la cancha, el saludo a la gente, y ni hablar de tus tacos, gambetas y goles”.

Y lo que más  recuerda es que a los  5 minutos del segundo tiempo, mientras Hernán estaba al costado de la cancha sentado en su silla de ruedas, el Diego paró el partido, se sacó la número 10, se acercó a Hernán, sobre sus piernas apoyó el manto sagrado, estampó su firma y, mientras lo abrazaba, el Diego le dijo, al oído, lo que Hernan recuerda cada noche antes de dormir: : 

Fuerza, no te caigas. Mis piernas son tus piernas. 

Hoy, cada noche, Hernán, antes de dormir, le dice al cielo: “Gracias Diego, hoy mi corazón es tu corazón”.

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Las historias se multiplican en cualquier parte del mundo. Bien lo sabe Pietro Puzzone, compañero del 10 en aquel histórico Napoli, que se enteró de la historia de un niño de Acerra, a 25 kilómetros de Nápoles, gravemente enfermo. Pietro propuso hacer un partido a beneficio para juntar fondos y el Diego le dijo que sí. El que dijo que no fue Ferlaino, el presidente del Napoli. Ustedes están locos, acabo de pagar US$8 millones y si el Diego llega a lesionarse, es el fin. 

¿Qué dijo el Diego? “Que se jodan los Lloyds de Londres. Este partido debe jugarse para este chico”. El 25 de enero  de 1985, un día después de haber derrotado a la Lazio, Maradona y el resto del equipo se presentaron en el minúsculo Stadio Comunale Acerra. Frío, barro y tribunas repletas. El argentino jugó como si fuera el barro de Fiorito. Metió gambetas y goles como en una final del mundial y al cierre del show, contaron el dinero recaudado. Era mucho, pero no suficiente para la operación. Lo que faltaba lo puso de su bolsillo el embarrado jugador que calzaba la 10 del Napoli.

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El 12 de agosto de 2005 el club Estrellas de Boedo festejaba el día de la niñez. A través de contactos y gestiones, lograron que el mejor de todos fuera a visitarlos durante el festejo. Festejo pensado, desde el club, para los jugadores de fútbol y las chicas de gimnasia con capacidades diferentes. 

El Diego confirmó que iría, pero puso una condición: que no haya cámaras de televisión. Y que no se anticiparan su participación. 

Su ingreso, como una sorpresa, fue por el vestuario, donde los chicos se estaban cambiando. Los llantos de emoción comenzaron desde temprano. El 10 les dijo que no iba a jugar, que no estaba en condiciones. Se ubicó a un costado de la cancha hasta que por obra del destino, la pelota llegó a sus pies y no pudo contenerse. Pidió camiseta y fue uno más dentro de la cancha. La magia se hizo presente. 

Cuando el encuentro terminaba, se encargó de colocarle, a cada jugador, la medalla correspondiente. Les habló de igualdad y la emoción parecía infinita, uno de los chicos, llorando sin parar, se acercó hasta él arrodillado. El Diego lo levantó, le limpió los mocos de la emoción con su propia camiseta, y le dijo, frente a todos: 

No te arrodilles nunca ante nadie. 

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