Yo acababa de nacer y mi madre me tenía en brazos envuelto en una manta. Estaba sola en una sala de la maternidad y deseaba ansiosa que alguien pasara para poder mostrarme y presumir. En ese momento apareció un médico y mi madre me mostró. El hombre me apretó la nariz, la felicitó y luego se fue. Me había quedado roja por el apretón y mi madre se preocupó, creo que de haber tenido talco me la empolvaba. A la tarde el médico volvió y mi madre le recriminó el apretón. El médico me miró, sonrió y, con muchísimo talento, le dijo “ahora tiene un hermoso payasito”. Cada vez que me siento un payaso yo digo que viene de ahí. Mi madre pudo jactarse de mi hermosura hasta que empezaron a aparecer los genes paternos, mutación que sucedió más o menos a mis ocho años.

En mis primeros años de vida desarrollé una pasión absurda por los payasos y cuando mi abuela me llevaba al circo yo aplaudía de pie y pedía otra. Mi payaso favorito era Ricky, me quedaba pegado a la pantalla del televisor cada vez que lo veía. Cuando esta fascinación empezó a diluirse, descubrí que los payasos también lloraban y eso le dio otro valor. No solamente cometían torpezas y hacían acrobacias con enormes sonrisas y narices rojas, a veces también tenían lágrimas gigantes cayendo de sus ojos.

En mis fiestas de cumpleaños siempre había magos y payasos. Nos hacían jugar con globos, tocaban la guitarra. Eran en el patio de mi casa y había que dejar al perro encerrado en una pieza. Terminábamos llenos de tierra, agotados. Las madres y los padres podían quedarse comiendo empanadas y tomando gaseosa.

Ahora las fiestas infantiles han cambiado. Suelen ser en enormes salones en donde lo que prima es el calor y el aturdimiento. Parecen enormes chulengos con peloteros que tragan a los niños. Los padres y madres en pocas ocasiones podemos entrar porque todo está económicamente cronometrado. Dejamos a nuestros hijos y le damos un empujoncito al aturdimiento mientras nosotros respiramos aliviados.

Cuando mi sobrino cumplió años, mi hermana, atravesada por similares recuerdos, decidió festejarlo en el patio de su casa. Contrató un payaso y un castillo enorme que parecía la Torre Ángela. Más de veinte niños ingobernables trepaban por el castillo y se dejaban caer. Algunos salían agarrándose la cabeza acusando que otro lo había empujado a propósito. No podíamos controlar la situación. Los niños hacían todo junto, disfrutaban y lloraban, se sobaban y se curaban hasta el próximo golpe; por más que intentábamos calmarlos, no nos escuchaban. 

En un momento, mi hermana me vio cerca del tomacorriente y me gritó “desenchufá el castillo”. Mi cuñado desde el fondo del patio me hacía señas de que no lo hiciera, sacudía los brazos como si se estuviera ahogando. “Desenchufá”, gritaba mi hermana. Lo desenchufé. El castillo inflable empezó a devorarse a los niños, algunos trepaban hacia lo alto y caían como moscas, algunos salían colorados y golpeados con una rara mueca de placer y de dolor. Había gritos de entusiasmo y algún pedido de socorro. 

Un nene se me acercó, me tiró la remera y me dijo: “Señor, puede inflarlo de nuevo y desenchufarlo después”. Dije que no, que ya estaba el payaso esperándolos. Se sentaron todos en el comedor a esperar el número. Uno al lado del otro, sudados y con los pelos pegados en la frente, pastos en los labios y en los cachetes raspados. Habían llegado al cumpleaños de punta en blanco y en ese momento parecía que habían vuelto de la guerra. 

El payaso salió con su sonrisa y sus lágrimas. A veces los payasos nos hacen reír hasta las lágrimas, hasta que se corta el delgado hilo entre una emoción y otra. No vi la cara de todos los niños, pero vi uno que abrió los ojos y sonrió. Algo en él se había encandilado, algo en esa hermosa criatura capaz que entendió que la vida está hecha de eso, de penas y alegrías.

Más de cuarenta años después ya no tengo la nariz roja, pero ahí tengo un recuerdo que no es mío y que veces me sugiere que me tome las cosas con más picardía, que las penas están ahí, al lado de la alegría.