Cuando me fui de la casa de mi madre pensé que sería para siempre. Podía volver para almorzar, cortar el pasto, preparar un asado o dormir la siesta. Iría de visita. Jamás hubiera imaginado que regresaría con pareja e hijos.

Mi madre murió y la casa estuvo un año vacía. A mí hermana y a mí nos costaba entrar.  Parecía, por sugerencia de la negación, que mamá había salido a hacer las compras y que en cualquier momento cruzaría la puerta y nos saludaría. En los planes de mi madre no estaba morirse y todo había quedado en su lugar. A veces los infartos no perdonan y de a poco la casa se llenó de polvo. Íbamos a barrer, prender o apagar las luces, retirar los impuestos, una olla, o un juego de toallas. Ninguno sacó muebles ni se animó a guardar los álbumes de fotos en cajas. Habíamos empezado una pequeña y silenciosa mudanza, la única que pudimos hacer en ese momento. La ropa y los muebles nos parecían objetos enormes que jamás podríamos llevar a otro lado. Pero lo fuimos haciendo, de a poco. La ropa, por ejemplo, se la di a la mujer que cuidaba a nuestro hijo. Le quedaba perfecta y más de una mañana me parecía que mi vieja regaba las plantas o barría la vereda de la casa que alquilábamos.

Pero todo se precipitó. Las dos potentes rayas de un test de embarazo nos indicaron que la vida seguía iluminando oscuridades. En pocos meses seríamos cuatro. Sabíamos que teníamos que mudarnos y la casa vacía de mi madre era la opción más conveniente.

Carolina y los niños irían, pero yo sentía que volvía. Y lo sentía como una derrota.

“Vamos por un tiempo”, dijo ella. 

La primera vez que entramos con los bolsos la vi enorme y silenciosa. Parecía que nos estaba esperando y me acuerdo que pensé: “vieja, volví y no estoy solo”, así le decía cuando entraba acompañado, un aviso prudente para que se ponga los dientes, se acomode el camisón o no salga de la pieza. Guardamos todos los muebles en el garaje, parecía un depósito que a los chicos les encantaba ir a explorar.

Las primeras noches me costó dormir, pero pasaron los días y las noches, las fiebres, las risas y los festejos. Todo estaba igual, pero diferente. La casa se había llenado de vida y de nuevas historias que se amalgamaron con las viejas para empezar a nutrirse. Habíamos logrado habitar la casa. Cuando armé la pileta de lona recordé los veranos cuando con mi hermana y mi mamá nos tirábamos a tomar sol y jugábamos a que estábamos en una playa del Caribe. 

El domingo pasado corríamos con los chicos por el patio para mojarnos con la manguera y en un momento, exhaustos, se acostaron en el pasto, de cara al sol. Me puse la toalla como rejilla sobre el antebrazo y les dije: “¿Los caballeros desean tomar un jugo de naranja?”. “Sí, con pajita, por favor”, contestó el caballero más grande y continuamos un juego viejo con nuevos argumentos.

En nuestros planes está mudarnos. ¿Una forma de empezar de cero? No, imposible, las historias nos habitan.

A veces miro alguna casa y comento que así me gustaría que sea la nueva. “Quiero que el baño sea como el de Renzo”, dijo mi hijo que también planea y dibuja frentes, balcones y patios. No tenemos apuro, pero sabemos que algún día nos iremos y cerraré la puerta por última vez, no sin antes asomarme al comedor para, una vez más, despedirme de mi vieja y agradecerle por todo.